Queridos peregrinos de María y con María.
Gracias por recibirme entre vosotros y uniros a mí en esta
peregrinación vivida en la esperanza y en la paz. Desde ahora, deseo
asegurar a los que os habéis unidos a mí, aquí o en cualquier otro
lugar, que os llevo en mi corazón. Siento que Jesús os ha confiado a mí
(cf. Jn 21,15-17), y a todos os abrazo y os confío a Jesús,
«especialmente a los más necesitados» —como la Virgen nos enseñó a pedir
(Aparición, julio de 1917)—. Que ella, madre tierna y solícita con
todos los necesitados, les obtenga la bendición del Señor. Que, sobre
cada uno de los desheredados e infelices, a los que se les ha robado el
presente, de los excluidos y abandonados a los que se les niega el
futuro, de los huérfanos y las víctimas de la injusticia a los que no se
les permite tener un pasado, descienda la bendición de Dios encarnada
en Jesucristo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te
conceda la paz» (Nm 6,24-26).
Esta bendición se cumplió plenamente en la Virgen María, puesto que
ninguna otra criatura ha visto brillar sobre sí el rostro de Dios como
ella, que dio un rostro humano al Hijo del Padre eterno; a quien podemos
ahora contemplar en los sucesivos momentos gozosos, luminosos,
dolorosos y gloriosos de su vida, como recordamos en el rezo del
Rosario. Con Cristo y María, permanezcamos en Dios. En efecto, «si
queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos, es decir, hay que
reconocer la relación esencial, vital y providencial que une a la Virgen
con Jesús, y que nos abre el camino que nos lleva a él» (Pablo VI,
Homilía en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria, Cagliari, 24 abril
1970). De este modo, cada vez que recitamos el Rosario, en este lugar
bendito o en cualquier otro lugar, el Evangelio prosigue su camino en la
vida de cada uno, de las familias, de los pueblos y del mundo.
Peregrinos con María… ¿Qué María? ¿Una maestra de vida espiritual, la
primera que siguió a Cristo por el «camino estrecho» de la cruz
dándonos ejemplo, o más bien una Señora «inalcanzable» y por tanto
inimitable? ¿La «Bienaventurada porque ha creído» siempre y en todo
momento en la palabra divina (cf. Lc 1,45), o más bien una «santita», a
la que se acude para conseguir gracias baratas? ¿La Virgen María del
Evangelio, venerada por la Iglesia orante, o más bien una María
retratada por sensibilidades subjetivas, como deteniendo el brazo
justiciero de Dios listo para castigar: una María mejor que Cristo,
considerado como juez implacable; más misericordiosa que el Cordero que
se ha inmolado por nosotros?
Cometemos una gran injusticia contra Dios y su gracia cuando
afirmamos en primer lugar que los pecados son castigados por su juicio,
sin anteponer —como enseña el Evangelio— que son perdonados por su
misericordia. Hay que anteponer la misericordia al juicio y, en
cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su
misericordia. Por supuesto, la misericordia de Dios no niega la
justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro
pecado junto con su castigo conveniente. Él no negó el pecado, pero pagó
por nosotros en la cruz. Y así, por la fe que nos une a la cruz de
Cristo, quedamos libres de nuestros pecados; dejemos de lado cualquier
clase de miedo y temor, porque eso no es propio de quien se siente amado
(cf. 1 Jn 4,18). «Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo
revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad
y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no
necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. […] Esta
dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás,
es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización»
(Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 288). Que seamos, con María, signo y
sacramento de la misericordia de Dios que siempre perdona, perdona todo.
Llevados de la mano de la Virgen Madre y ante su mirada, podemos
cantar con alegría las misericordias del Señor. Podemos decir: Mi alma
te canta, oh Señor. La misericordia que tuviste con todos tus santos y
con todo tu pueblo fiel la tuviste también conmigo. Oh Señor, por culpa
del orgullo de mi corazón, he vivido distraído siguiendo mis ambiciones e
intereses, pero sin conseguir ocupar ningún trono. La única manera de
ser exaltado es que tu Madre me tome en brazos, me cubra con su manto y
me ponga junto a tu corazón. Que así sea.