El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy deseo hablarles del Viaje Apostólico que, con la ayuda de Dios,
he realizado en los días pasados en Egipto. He ido a este país después
de una cuádruple invitación: del presidente de la República, de su
santidad el patriarca Copto ortodoxo, del gran imán de Al-Azhar y el
patriarca copto católico. Agradezco a cada uno de ellos por la acogida
que me han reservado, verdaderamente calurosa. Y agradezco al entero
pueblo egipcio por la participación y por el afecto con el cual han
vivido esta visita del Sucesor de San Pedro.
El Presidente y las Autoridades civiles han puesto un empeño
extraordinario para que este evento pudiera desarrollarse en los mejores
modos; para que pudiera ser un signo de paz, un signo de paz para
Egipto y para toda aquella región, que lamentablemente sufre por los
conflictos y el terrorismo. De hecho, el lema del Viaje era: “El Papa de
la paz en un Egipto de paz”.
Mi visita a la Universidad de Al-Azhar, la más antigua universidad
islámica y máxima institución académica del Islam sunita, ha tenido un
doble horizonte: aquel del diálogo entre cristianos y musulmanes y, al
mismo tiempo, aquel de la promoción de la paz en el mundo. En Al-Azhar
se realizó el encuentro con el Gran Imán, encuentro que después se
amplió en la Conferencia Internacional por la Paz. En este contexto he
ofrecido una reflexión que ha valorizado la historia de Egipto como
tierra de civilización y tierra de alianzas. Para toda la humanidad
Egipto es sinónimo de antigua civilización, de tesoros de arte y de
conocimiento; y esto nos recuerda que la paz se construye mediante la
educación, la formación de la sabiduría, de un humanismo que comprende
como parte integrante la dimensión religiosa, la relación con Dios, como
lo ha recordado el Gran Imán en su discurso. La paz se construye
también partiendo de la alianza entre Dios y el hombre, fundamento de la
alianza entre todos los hombres, basado en el Decálogo escrito en las
tablas de piedra del Sinaí, pero más profundamente en el corazón de todo
hombre de todo tiempo y lugar, ley que se resume en los dos
mandamientos del amor a Dios y al prójimo.
Este mismo fundamento esta también a la base de la construcción del
orden social y civil, al cual están llamados a colaborar todos los
ciudadanos, de todo origen, cultura y religión. Esta visión de sana
laicidad ha aparecido en el intercambio de discursos con el Presidente
de la República de Egipto, con la presencia de las Autoridades del país y
del Cuerpo Diplomático. El gran patrimonio histórico y religioso de
Egipto y su rol en la región medio oriental le confiere una tarea
peculiar en el camino hacia una paz estable y duradera, que se basa no
en el derecho de la fuerza, sino en la fuerza del derecho.
Los cristianos, en Egipto como en toda nación de la tierra, están
llamados a ser levadura de fraternidad. Y esto es posible si viven en sí
mismos la comunión con Cristo. Un fuerte signo de comunión, gracias a
Dios, hemos podido darlo junto con mí querido hermano el Papa Tawadros
II, Patriarca de los Coptos ortodoxos. Hemos renovado el compromiso,
también firmando una Declaración Conjunta, de caminar juntos y de
comprometernos para no repetir el Bautismo administrado en las
respectivas Iglesias. Juntos hemos orado por los mártires de los
recientes atentados que han golpeado trágicamente aquella venerable
Iglesia; y su sangre ha fecundado este encuentro ecuménico, en el cual
ha participado también el Patriarca de Constantinopla Bartolomé. El
Patriarca ecuménico, mí querido hermano.
El segundo día del viaje ha sido dedicado a los fieles católicos. La
Santa Misa celebrada en el Estadio puesto a disposición por las
Autoridades egipcias ha sido una fiesta de fe y de fraternidad, en la
cual hemos sentido la presencia viva del Señor Resucitado. Comentando el
Evangelio, he exhortado a la pequeña comunidad católica en Egipto a
revivir la experiencia de los discípulos de Emaús: a encontrar siempre
en Cristo, Palabra y Pan de vida, la alegría de la fe, el ardor de la
esperanza y la fuerza de testimoniar en el amor que “hemos encontrado al
Señor”.
Y el último momento lo he vivido junto con los sacerdotes, los
religiosos y las religiosas y los seminaristas, en el Seminario Mayor.
Hay tantos seminaristas… Y esta es una consolación. Ha sido una liturgia
de la Palabra, en la cual se han renovado las promesas de la vida
consagrada. En esta comunidad de hombres y mujeres que han elegido donar
la vida a Cristo por el Reino de Dios, he visto la belleza de la
Iglesia en Egipto, y he orado por todos los cristianos de Oriente Medio,
para que, guiados por sus pastores y acompañados por los consagrados,
sean sal y luz en estas tierras, en medio a estos pueblos. Egipto, para
nosotros, ha sido un signo de esperanza, de refugio, de ayuda. Cuando
aquella parte del mundo estaba hambrienta, Jacob, con sus hijos, se fue
allá; luego cuando Jesús fue perseguido, se fue allá. Por esto,
narrarles este viaje, entra en el camino de hablar de la esperanza: para
nosotros Egipto tiene este signo de esperanza sea para la historia, sea
para hoy, para esta fraternidad que acabo de contarles.
Agradezco nuevamente a quienes han hecho posible este Viaje y a
cuantos de diversos modos han dado su aporte, especialmente a tantas
personas que han ofrecido sus oraciones y sus sufrimientos. La Santa
Familia de Nazaret, que emigró a las orillas del Nilo para huir de la
violencia de Herodes, bendiga y proteja siempre al pueblo egipcio y lo
guie en la vía de la prosperidad, de la fraternidad y de la paz.
Gracias.