«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En estas semanas, nuestra reflexión se mueve, por decir así, en la
órbita del misterio pascual. Hoy, encontramos a aquella que, según los
Evangelios, fue la primera en ver a Jesús Resucitado: María Magdalena.
Acababa de terminar el descanso del sábado. El día de la pasión no había
habido tiempo para completar los ritos fúnebres; por ello, en ese
amanecer lleno de tristeza, las mujeres van a la tumba de Jesús, con los
ungüentos perfumados. La primera que llega es ella: María de Magdala,
una de las discípulas que habían acompañado a Jesús desde Galilea,
poniéndose al servicio de la Iglesia naciente. En su camino hacia el
sepulcro, se refleja la fidelidad de tantas mujeres, que durante años
acuden con devoción a los cementerios, recordando a alguien que ya no
está. Los lazos más auténticos no se quiebran ni siquiera con la muerte:
hay quien sigue amando, aunque la persona amada se haya ido para
siempre.
El Evangelio (cfr Jn 20, 1-2-11-18) describe a la Magdalena
subrayando enseguida que no era una mujer que se entusiasmaba con
facilidad. En efecto, después de la primera visita al sepulcro, vuelve
desilusionada al lugar donde los discípulos se escondían; refiere que la
piedra ha sido movida de la entrada del sepulcro y su primera hipótesis
es la más sencilla que se pueda formular: alguien debe haberse llevado
el cuerpo de Jesús. Así, el primer anuncio que María lleva no es el de
la resurrección, sino el de un robo que algunos desconocidos han
perpetrado, mientras toda Jerusalén dormía.
Luego, los Evangelios cuentan otra ida de la Magdalena al sepulcro de
Jesús. Era una testaruda ésta, ¿eh? Fue, volvió… y no, no se
convencía…Esta vez su paso es lento, muy pesado. María sufre doblemente:
ante todo por la muerte de Jesús, y luego por la inexplicable
desaparición de su cuerpo.
Es mientras está inclinada cerca de la tumba, con los ojos llenos de
lágrimas, cuando Dios la sorprende de la manera más inesperada. El
evangelista Juan subraya cuán persistente es su ceguera: no se da cuenta
de la presencia de los dos ángeles que la interrogan y ni siquiera
sospecha viendo al hombre a sus espaldas, creyendo que era el guardián
del jardín. Y, sin embargo, descubre el acontecimiento más sobrecogedor
de la historia humana cuando finalmente es llamada por su nombre:
¡«María!» (v. 16)
¡Qué lindo es pensar que la primera aparición del Resucitado según
los evangelios, fue de una forma tan personal! Que hay alguien que nos
conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por
nosotros, y nos llama por nuestro nombre. Es una ley que encontramos
grabada en muchas páginas del Evangelio. Alrededor de Jesús hay tantas
personas que buscan a Dios; pero la realidad más prodigiosa es que,
mucho antes, es ante todo Dios el que se preocupa por nuestra vida, que
quiere volverla a levantar, y para hacer esto nos llama por nuestro
nombre, reconociendo el rostro personal de cada uno. Cada hombre es una
historia de amor que Dios escribe en esta tierra. Cada uno de nosotros
es una historia de amor de Dios. A cada uno de nosotros, Dios nos llama
por nuestro nombre: nos conoce por nombre, nos mira, nos espera, nos
perdona, tiene paciencia con nosotros. ¿Es verdad o no es verdad? Cada
uno de nosotros tiene esta experiencia.
Y Jesús la llama: «¡María!»: la revolución de su vida, la revolución
destinada a transformar la existencia de todo hombre y de toda mujer,
comienza con un nombre que resuena en el jardín del sepulcro vació. Los
Evangelios nos describen la felicidad de María: la resurrección de Jesús
n es una alegría dada con cuentagotas, sino una cascada que arrolla
toda la vida. La existencia cristiana no está entretejida con
felicidades blandas, sino con oleadas que lo arrollan todo. Intenten
pensar también ustedes, en este instante, con el bagaje de desilusiones y
derrotas que cada uno de nosotros lleva en el corazón, que hay un Dios
cercano a nosotros, que nos llama por nuestro nombre y nos dice:
«¡Levántate, deja de llorar, porque he venido a liberarte!». Esto es muy
bello.
Jesús no es uno que se adapta al mundo, tolerando que perduren la
muerte, la tristeza, el odio, la destrucción moral de las personas…
Nuestro Dios no es inerte, sino que nuestro Dios –me permito la palabra–
es un soñador: sueña la transformación del mundo y la ha realizado en
el misterio de la Resurrección.
María quisiera abrazar a su Señor, pero Él ya está orientado hacia el
Padre celeste, mientras que ella es enviada a llevar el anuncio a los
hermanos. Y así aquella mujer, que antes de encontrar a Jesús estaba en
manos del maligno (cfr Lc 8,2), ahora se ha vuelto apóstol de la nueva y mayor esperanza.
Que su intercesión nos ayude a vivir también nosotros esa experiencia:
en la hora del llanto, en la hora del abandono, escuchar a Jesús
Resucitado que nos llama por nombre y, con el corazón lleno de alegría,
ir a anunciar: «¡He visto al Señor!». ¡He cambiado vida porque he visto
al Señor! Ahora soy diferente a como era antes, soy otra persona. He
cambiado porque he visto al Señor. Ésta es nuestra fortaleza y ésta es
nuestra esperanza. Gracias»