P. Antonio Rivero, L.C.
Comentario a la liturgia
Idea principal: para reconocer a Cristo resucitado en nuestra vida necesitamos ojos sin telarañas, pies sin grilletes y corazón sin glaciares.
Resumen del mensaje: Jesús resucitado está realmente
entre nosotros. Para darnos cuenta de su presencia tenemos que tener
los ojos de la fe bien abiertos a la luz de la Palabra de Dios, los pies
bien ágiles para caminar por la vida con las alas de la esperanza y el
corazón en ascuas y enardecido por la Eucaristía para reconocer a Jesús
en el partir del pan.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, para reconocer la presencia de Cristo resucitado
necesitamos los ojos de la fe bien abiertos para dejarnos iluminar por
la Palabra de Dios que es luz en el camino de la vida y nos explica
todos los eventos desde la historia de la salvación. La Sagrada
Escritura nos da la visión correcta sobre Dios, sobre Cristo, sobre la
Iglesia, sobre el hombre y sobre todos los eventos de nuestra vida. La
Sagrada Escritura es brújula que marca el norte. Sin ella tendremos una
visión horizontalista, relativista y parcial de todo, como los dos
discípulos de Emaús. Dejemos que Cristo nos explique, a través de la
Iglesia, las Escrituras para que se nos abra el entendimiento y nos tire
las telarañas.
En segundo lugar, para reconocer la presencia de
Cristo resucitado necesitamos los pies de la esperanza bien ágiles. Los
dos discípulos caminaban apesadumbrados, pues tenían la esperanza
quebrada por la desilusión, el desaliento y el desengaño. “Nosotros
esperábamos…”. Cristo, al unirse a ellos en el camino, les agiliza el
paso, les renueva la esperanza con su presencia y su palabra, y les
reprende con cariño, pues sus expectativas estaban a sideral distancia
de los ideales del Señor. Les disipa los proyectos horizontalistas y
temporalistas, y les aúpa a una visión sobrenatural para que les renazca
la esperanza. Y les resucitó la esperanza, al darles una lectura y
exégesis espiritual de los hechos ocurridos en esos días, que para ellos
eran motivo de escándalo y aldabonazo para su esperanza. Sólo así el
cristianismo no será un escándalo, ni la cruz una derrota ni la sangre
de Cristo un derroche innecesario. Dejemos que Cristo nos reprenda
nuestras visiones chatas y alicortas de su misterio humano-divino, y
rompa los grilletes de nuestros pies.
Finalmente, para reconocer la presencia de Cristo
resucitado necesitamos un corazón enardecido y en ascuas. Sólo así
invitaremos a Jesús, como hicieron estos discípulos, a entrar en nuestra
casa para celebrar su Pascua eucarística con nosotros y parta su Pan
con nosotros. Sólo gracias a la Eucaristía el ardor divino fundirá el
hielo de nuestro egoísmo que nos tiene petrificados, y disipará la nube
de preocupaciones y vanas solicitudes que entenebrecen nuestro espíritu.
La compañía de Jesús eucarístico es siempre santificadora; las
comuniones, por más desolados que estemos, tienen una eficacia
insospechada. “Quédate con nosotros, Señor, porque ya es tarde”. Con
Jesús eucarístico todo se ilumina, los fantasmas y temores huyen. ¡Es
Jesús, pero trasfigurado! Aquel rescoldo del camino se ha convertido en
ardorosa llamarada. Y Jesús desaparece en ese momento. Quiere que
pasemos de su presencia carnal a su presencia espiritual y eucarística.
La resurrección de Cristo inaugura este género de presencia. Pasemos –es
lo que significa Pascua- de una visión materialista a una visión de fe.
Y con los pies ágiles salgamos a anunciar esta buena nueva: “Cristo ha
resucitado” a quienes viven en la oscuridad y en la desolación. Cristo
resucitado derritió el glacial de nuestro corazón y lo convirtió en
hoguera devoradora.
Para reflexionar: ¿por qué a veces nos pasa en la
celebración de la Eucaristía dominical que nuestros ojos no se abren
para reconocer a Jesús y nuestro corazón no arde cuando escuchamos las
Escrituras? ¿Por qué regresamos a casa con el corazón angustiado como
cuando vinimos? ¿No será porque no hemos reconocido al Señor en el
partir del pan y por lo mismo no partimos el pan con nuestros hermanos?
Para rezar: con el salmo 15, leído hoy, quiero rezar
así: “Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi
ser descansa seguro: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás que
tu amigo vea el sepulcro. Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha”.
Así hiciste con los discípulos de Emaús.