El Papa en la Misa de Reyes
«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su
estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2). Con estas palabras, los
magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su
larga travesía: adorar al rey recién nacido.
Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico:
vimos una estrella y queremos adorar. Estos hombres vieron una estrella
que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que
sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos.
No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni
tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un
padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque
hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían
puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo).
Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo
les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba:
estaban abiertos a una novedad. Los magos, de este modo, expresan el
retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del
que añora su casa, la patria celeste.
Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado
que se les anestesie el corazón. La santa nostalgia de Dios brota en el
corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del
pasado sino del presente.
La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente
a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa
nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos
profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la
esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora
diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir
todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no
terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que
empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los
brazos de su padre.
Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a
las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue
también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para
salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado.
La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas,
esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de
Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a
comprometernos por ese cambio que anhelamos y necesitamos.
La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda
allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente
«nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más
recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera
su Señor.
Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para
poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de
superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de
aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ―que distaba muy
pocos kilómetros de Belén―, no se habían percatado de lo que estaba
sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la
mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía.
Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó
desconcertado.
Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que
revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en sus
saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre su
riqueza sin lograr ver más allá.
Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo y
a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del
ganar cueste lo que cueste; en esa cultura que sólo tiene espacio para
los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace del miedo
y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras
seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la
vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar seguridad en
el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San
Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655).
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a
hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Allí llegaron ellos con
su búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un
palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de
vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado,
sí; pero no necesariamente amado.
Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le
rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad.
Ídolos que solo prometen tristeza y esclavitud. Y fue precisamente ahí
donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos hombres
venidos de lejos.
Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que
ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro
lugar, no sólo geográfico sino existencial.
Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que
quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y
no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey desconocido ―pero
deseado― no humilla, no esclaviza, no encierra.
Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que
Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo
queremos. O donde tantas veces lo negamos.
Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los
cansados, los maltratados y abandonados: que su fuerza y su poder se
llama misericordia.
Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén. Herodes no
puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar
de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba
con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen.
Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían
las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban
acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero
allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad.
Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se
animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el
pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y
desconocido Niño de Belén descubrieron la Gloria de Dios.