El Papa en la Audiencia General
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy quisiera contemplar con ustedes la figura de
una mujer que nos habla de la esperanza vivida en el llanto. La
esperanza vivida en el llanto. Se trata de Raquel, la esposa de Jacob y
la madre de José y Benjamín, aquella que, como nos narra el Libro del
Génesis, muere dando a la luz a su segundo hijo, es decir, a Benjamín.
El profeta Jeremías hace referencia a Raquel dirigiéndose a los
Israelitas en exilio para consolarlos, con palabras llenas de emoción y
de poesía; es decir, toma el llanto de Raquel pero da esperanza: «Así
habla el Señor: ¡Escuchen! En Ramá se oyen lamentos, llantos de
amargura: es Raquel que llora a sus hijos; ella no quiere ser consolada,
porque ya no existen» (Jer 31,15).
En estos versículos, Jeremías presenta a esta mujer de su pueblo, la
gran matriarca de su tribu, en una realidad de dolor y llanto, pero
junto a una perspectiva de vida impensada. Raquel, que en la narración
del Génesis había muerto dando a luz y había asumido esta muerte para
que su hijo pudiese vivir, ahora en cambio, es presentada nuevamente por
el profeta como viva en Ramá, allí donde se reunían los deportados,
llora por sus hijos que en cierto sentido han muerto andando en exilio;
hijos que, como ella misma dice, “ya no existen”, han desaparecido para
siempre.
Y por esto Raquel no quiere ser consolada. Este rechazo expresa la
profundidad de su dolor y la amargura de su llanto. Ante la tragedia de
la pérdida de sus hijos, una madre no puede aceptar palabras o gestos de
consolación, que son siempre inadecuados, nunca capaces de aliviar el
dolor de una herida que no puede y no quiere ser cicatrizada. Un dolor
proporcional al amor.
Toda madre sabe todo esto; y son muchas, también hoy, las madres que
lloran, que no se resignan a la pérdida de un hijo, inconsolables ante
una muerte imposible de aceptar. Raquel contiene en sí el dolor de todas
las madres del mundo, de todo tiempo, y las lágrimas de todo ser humano
que llora pérdidas irreparables.
Este rechazo de Raquel que no quiere ser consolada nos enseña también
cuanta delicadeza se nos pide ante el dolor de los demás. Para hablar
de esperanza con quien está desesperado, se necesita compartir su
desesperación; para secar una lágrima del rostro de quien sufre, es
necesario unir a su llanto el nuestro. Solo así, nuestras palabras
pueden ser realmente capaces de dar un poco de esperanza. Y si no puedo
decir palabras así, con el llanto, con el dolor, mejor el silencio. La
caricia, el gesto y nada de palabras.
Y Dios, con su delicadeza y su amor, responde al llanto de Raquel con
palabras verdaderas, no fingidas; de hecho, así prosigue el texto de
Jeremías: «Así habla el Señor: Reprime tus sollozos, ahoga tus lágrimas,
porque tu obra recibirá su recompensa – oráculo del Señor – y ellos
volverán del país enemigo. Sí, hay esperanza para tu futuro – oráculo
del Señor – los hijos regresarán a su patria» (Jer 31,16-17).
Justamente por el llanto de la madre, hay todavía esperanza para los
hijos, que volverán a vivir. Esta mujer, que había aceptado morir, en el
momento del parto, para que el hijo pudiese vivir, con su llanto es
ahora el principio de una vida nueva para los hijos exiliados,
prisioneros, lejos de la patria. Al dolor y al llanto amargo de Raquel,
el Señor responde con una promesa que ahora puede ser para ella motivo
de verdadera consolación: el pueblo podrá regresar del exilio y vivir en
la fe, libre, la propia relación con Dios. Las lágrimas han generado
esperanza. Y esto nos fácil de entender, pero es verdadero. Tantas
veces, en nuestra vida, las lágrimas siembran esperanza, son semillas de
esperanza.
Como sabemos, este texto de Jeremías es luego retomado por el
evangelista Mateo y aplicado a la matanza de los inocentes (Cfr.
2,16-18). Un texto que nos pone ante la tragedia de la matanza de seres
humanos indefensos, del horror del poder que desprecia y destruye la
vida. Los niños Belén murieron a causa de Jesús. Y Él, Cordero inocente,
luego morirá, a su vez, por todos nosotros. El Hijo de Dios ha entrado
en el dolor de los hombres: no se olviden de esto. Cuando alguien se
dirige a mí y me hace una pregunta difícil, por ejemplo: “Me diga padre:
¿Por qué sufren los niños?”, de verdad, yo no sé qué cosa responder.
Solamente digo: “Mira el Crucifijo: Dios nos ha dado a su Hijo, Él ha
sufrido, y tal vez ahí encontraras una respuesta. No hay otras
respuestas. Solamente mirando el amor de Dios que da en su Hijo que
ofrece su vida por nosotros, se puede indicar el camino de la
consolación”. Y por esto decimos que el Hijo de Dios ha entrado en el
dolor de los hombres, los ha compartido y ha recibido la muerte; su
Palabra es definitivamente palabra de consolación, porque nace del
llanto.
Y en la cruz estará Él, el Hijo muriente, que dona una nueva
fecundidad a su madre, confiándole al discípulo Juan y convirtiéndola en
madre del pueblo de los creyentes. Allí, la muerte es vencida, y llega
así a cumplimiento de la profecía de Jeremías. También las lágrimas de
María, como aquellas de Raquel, han generado esperanza y nueva vida.
Gracias”.