II Domingo Ordinario
Isaías 49, 3.5-6: “Te hago luz de las naciones para que todos vean mi salvación”
Salmo 39: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”
Corintios 1, 1-3: “A todos ustedes Dios los santificó en Cristo Jesús y son su pueblo santo”
San Juan 1, 29-34: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
Salmo 39: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”
Corintios 1, 1-3: “A todos ustedes Dios los santificó en Cristo Jesús y son su pueblo santo”
San Juan 1, 29-34: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
“Me siento culpable. Me mata el
remordimiento, aunque después me calmo y trato de tranquilizarme
diciendo que yo no tuve la culpa y no podía hacer nada”. En este
ambiente de injusticia, de corrupción y de violencia, muchos de nuestros
pueblos buscan hacer justicia por su propia mano, pero en el anonimato y
el enardecimiento se han cometido graves crímenes contra personas
inocentes. Así sucedió en uno de nuestros pueblos. Acusaron a un joven
de ladrón, se exaltaron los ánimos y terminaron linchándolo. Nadie ha
sido acusado como culpable y todos lo son. Con nubes de olvido y falsas
justificaciones se trata de borrar el acontecimiento pero queda el
dolor, surgen los remordimientos. “Quizás yo pude hacer algo, pero todos
gritaban, insultaban y nadie hacía caso. La gente está muy enojada por
todas las mentiras y las injusticias y busca revanchas y desquites. Si
decía algo, también a mí me linchaban. Era muy peligroso defenderlo
aunque yo sabía que no era culpable”, me dice uno de los testigos. Es la
realidad: ¡Es peligroso ser testigo de la verdad!
El creyente ante todo es testigo
del amor de Dios. Un testigo que lleva luz, que se compromete, que se
arriesga y que se dona plenamente. Desde muy distintos ángulos, las tres
lecturas bíblicas de este domingo se centran en el testimonio. El
profeta Isaías nos presenta a Dios dando testimonio sobre su Siervo, a
quien presenta como “luz para todas las naciones” y portador de la
salvación universal (Is 49, 3-6). Pablo se autoproclama “apóstol de
Jesucristo”, testigo, cuando inicia su carta a la ciudad de Corinto; y
Juan el Bautista nos ofrece su espléndido testimonio sobre Jesús como
“el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, como el Ungido por
el Espíritu Santo y como el Hijo de Dios. ¿Ser testigo es solamente
decir unas cuantas palabras sobre alguien? No, va mucho más allá y
quizás en eso estemos fallando nosotros los cristianos: somos
bautizados, estamos en algunas celebraciones, llevamos un nombre
cristiano, pero no somos testigos de Jesús. El sentido bíblico del
testigo no se queda en palabras de presentación o reconocimiento,
comporta vivir una experiencia de encuentro con Dios, transformar la
propia vida y después, solamente después, transmitir esa experiencia,
más con la vida que con las palabras. La fe en Jesucristo se inserta en
el corazón y nos empuja a un compromiso concreto con los demás.
Cuando Juan nos presenta a Jesús y
da su testimonio sobre “el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo”, no solamente nos ofrece una bella y profunda declaración. Es el
reconocimiento de Cristo en una de sus más profundas y fuertes
presentaciones. Desde la liberación del pueblo israelita de la
esclavitud de Egipto, el Cordero se convierte en un símbolo de
liberación, como la sangre que salva y libera; pero la misma imagen
también implica el sentido de cargar los pecados y responsabilidades del
pueblo. Así el Cordero es el que carga los pecados, el que vence al
pecado, el que se hace pecado y da la verdadera libertad. Juan el
Bautista lo intuye en su interior y se arriesga a dar testimonio. No se
trata simplemente de declarar, se trata de ser testigo, y “el más grande
de los profetas” da un testimonio y lleva hasta las últimas
consecuencias esta declaración: denuncia el pecado, busca liberar del
pecado, sin importar las consecuencias. El gran pecado de los creyentes
de ahora, es que nos conformamos con “profesar” una fe pero no la
llevamos a los compromisos y consecuencias. Hemos encontrado una rara
manera de hacer compatibles la fe y las estructuras de pecado.
Con frecuencia nos hemos olvidado
de algo que es medular en el Evangelio de Jesús. El pecado no es
solamente algo que debe ser perdonado, sino algo que debe “ser quitado” y
arrancado de nuestra sociedad. Jesús se nos presenta como alguien que
quita el pecado del mundo. Alguien que no solamente ofrece el perdón,
sino también la posibilidad de vencer el pecado, la injusticia y el mal
que se apodera de los seres humanos. Es quitar toda estructura de pecado
y de injusticia. Creer en Jesús no sólo consiste en abrirse al perdón
de Dios. Ser testigo de Jesús es comprometerse en su lucha y su esfuerzo
por quitar el pecado que domina a hombres y mujeres, y todas sus
desastrosas consecuencias.
Con gran escándalo podemos comprobar la terrible
incongruencia de países y continentes cristianos pero llenos de
injusticias, miseria y corrupción. Ser verdaderos testigos de Jesús no
puede quedar restringido a unas prácticas piadosas, se manifiesta en la
vida cotidiana, en el compromiso político, en la lucha contra las
estructuras de muerte. Sobre todo nos exige que seamos testigos en
nuestro compromiso con los más pobres, sólo así seremos testigos de
Jesús ya que siempre lo encontramos de un modo especial en los pobres,
afligidos y enfermos… Por eso declara el Papa Francisco: “Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad
donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso
aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos… ¿Dónde
está tu hermano esclavo? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de
complicidad en cada situación injusta, en el silencio cómplice… ¡La
pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen
mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido
a la complicidad cómoda y muda” (EG). Ser testigo comporta riesgos que debemos asumir con valentía y verdad.
Este día es una muy buena ocasión para reflexionar,
no solamente sobre el pecado personal que queda en la conciencia de cada
individuo, tendremos que tomar conciencia también del pecado
estructural que invade y destruye nuestra sociedad. Nuestra adhesión a
Jesús nos debe llevar a ser testigos comprometidos en la construcción de
su Reino, de la misma forma que Juan el Bautista que se convierte en
profeta de la justicia. Ojalá nos cuestionemos y no nos acomodemos a un
mundo de injusticia y de desprecio por los más débiles.
¿Cómo somos testigos de Jesús en el mundo? ¿A qué nos
compromete el encuentro con Jesús en cada una de nuestras
celebraciones, sacramentos o reuniones? ¿Cómo descubrimos a Jesús en los
más pobres y cómo nos compartimos con Él?
Padre Bueno y Misericordioso, que con amor
gobiernas los cielos y la tierra, escucha paternalmente las súplicas de
tu pueblo y concédenos la gracia de ser testigos de un Reino posible en
medio de nosotros: un reino de Justicia y de Paz. Amén.