Carta del Papa a los Obispos
Querido hermano: Hoy, día de los Santos Inocentes, mientras continúan
resonando en nuestros corazones las palabras del ángel a los pastores:
«Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador» (Lc 2,10-11), siento
la necesidad de escribirte.
Nos hace bien escuchar una y otra vez este anuncio; volver a escuchar
que Dios está en medio de nuestro pueblo. Esta certeza que renovamos
año a año es fuente de nuestra alegría y esperanza.
Durante estos días podemos experimentar cómo la liturgia nos toma de
la mano y nos conduce al corazón de la Navidad, nos introduce en el
Misterio y nos lleva paulatinamente a la fuente de la alegría cristiana.
Como pastores hemos sido llamados para ayudar a hacer crecer esta
alegría en medio de nuestro pueblo. Se nos pide cuidar esta alegría.
Quiero renovar contigo la invitación a no dejarnos robar esta
alegría, ya que muchas veces desilusionados –y no sin razones– con la
realidad, con la Iglesia, o inclusive desilusionados de nosotros mismos,
sentimos la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, sin
esperanza, que se apodera de los corazones (cf. Exhorta. Ap. Evangelii
gaudium, 83).
La Navidad, mal que nos pese, viene acompañada también del llanto.
Los evangelistas no se permitieron disfrazar la realidad para hacerla
más creíble o apetecible. No se permitieron realizar un discurso
«bonito» pero irreal. Para ellos la Navidad no era refugio fantasioso en
el que esconderse frente a los desafíos e injusticias de su tiempo.
Al contrario, nos anuncian el nacimiento del Hijo de Dios también
envuelto en una tragedia de dolor. Citando al profeta Jeremías, el
evangelista Mateo lo presenta con gran crudeza: «En Ramá se oyó una voz,
hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos» (2,18). Es
el gemido de dolor de las madres que lloran las muertes de sus hijos
inocentes frente a la tiranía y ansia de poder desenfrenada de Herodes.
Un gemido que hoy también podemos seguir escuchando, que nos llega al
alma y que no podemos ni queremos ignorar ni callar. Hoy en nuestros
pueblos, lamentablemente –y lo escribo con profundo dolor–, se sigue
escuchando el gemido y el llanto de tantas madres, de tantas familias,
por la muerte de sus hijos, de sus hijos inocentes.
Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto, es también
aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un corazón
sensible y abierto al dolor del prójimo, más especialmente cuando se
trata de niños, y también es tener la capacidad de asumir que hoy se
sigue escribiendo ese triste capítulo de la historia.
Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería
hacer de la Navidad una linda fábula que nos generaría buenos
sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia
que el Verbo Encarnado nos quiere regalar.
Y la tentación existe. ¿Será que la alegría cristiana se puede vivir
de espaldas a estas realidades? ¿Será que la alegría cristiana puede
realizarse ignorando el gemido del hermano, de los niños? San José fue
el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación.
Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José
–testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de
Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la
voz de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a
lo que le rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo.
Hoy también a nosotros, Pastores, se nos pide lo mismo, que seamos
hombres capaces de escuchar y no ser sordos a la voz del Padre, y así
poder ser más sensibles a la realidad que nos rodea. Hoy, teniendo como
modelo a san José, estamos invitados a no dejar que nos roben la
alegría. Estamos invitados a custodiarla de los Herodes de nuestros
días.
Y al igual que san José, necesitamos coraje para asumir esta
realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos (cf. Mt 2,20). El
coraje de protegerla de los nuevos Herodes de nuestros días, que
fagocitan la inocencia de nuestros niños. Una inocencia desgarrada bajo
el peso del trabajo clandestino y esclavo, bajo el peso de la
prostitución y la explotación. Inocencia destruida por las guerras y la
emigración forzada, con la pérdida de todo lo que esto conlleva.
Miles de nuestros niños han caído en manos de pandilleros, de mafias,
de mercaderes de la muerte que lo único que hacen es fagocitar y
explotar su necesidad. A modo de ejemplo, hoy en día 75 millones de
niños –debido a las emergencias y crisis prolongadas– han tenido que
interrumpir su educación.
En 2015, el 68 por ciento de todas las personas objeto de trata
sexual en el mundo eran niños. Por otro lado, un tercio de los niños que
han tenido que vivir fuera de sus países ha sido por desplazamientos
forzosos. Vivimos en un mundo donde casi la mitad de los niños menores
de 5 años que mueren ha sido a causa de malnutrición.
En el año 2016, se calcula que 150 millones de niños han realizado
trabajo infantil viviendo muchos de ellos en condición de esclavitud. De
acuerdo al último informe elaborado por UNICEF, si la situación mundial
no se revierte, en 2030 serán 167 millones los niños que vivirán en la
extrema pobreza, 69 millones de niños menores de 5 años morirán entre
2016 y 2030, y 60 millones de niños no asistirán a la escuela básica
primaria.
Escuchemos el llanto y el gemir de estos niños; escuchemos el llanto y
el gemir también de nuestra madre Iglesia, que llora no sólo frente al
dolor causado en sus hijos más pequeños, sino también porque conoce el
pecado de algunos de sus miembros: el sufrimiento, la historia y el
dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes.
Pecado que nos avergüenza. Personas que tenían a su cargo el cuidado
de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo lamentamos
profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas y a
su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de
omisión de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso
de poder. La Iglesia también llora con amargura este pecado de sus
hijos y pide perdón.
Hoy, recordando el día de los Santos Inocentes, quiero que renovemos
todo nuestro empeño para que estas atrocidades no vuelvan a suceder
entre nosotros. Tomemos el coraje necesario para implementar todas las
medidas necesarias y proteger en todo la vida de nuestros niños, para
que tales crímenes no se repitan más.
Asumamos clara y lealmente la consigna «tolerancia cero» en este
asunto. La alegría cristiana no es una alegría que se construye al
margen de la realidad, ignorándola o haciendo como si no existiese. La
alegría cristiana nace de una llamada –la misma que tuvo san José– a
tomar y cuidar la vida, especialmente la de los santos inocentes de hoy.
La Navidad es un tiempo que nos interpela a custodiar la vida y
ayudarla a nacer y crecer; a renovarnos como pastores de coraje. Ese
coraje que genera dinámicas capaces de tomar conciencia de la realidad
que muchos de nuestros niños hoy están viviendo y trabajar para
garantizarles los mínimos necesarios para que su dignidad como hijos de
Dios sea no sólo respetada sino, sobre todo, defendida.
No dejemos que les roben la alegría. No nos dejemos robar la alegría,
cuidémosla y ayudémosla a crecer. Hagámoslo esto con la misma fidelidad
paternal de san José y de la mano de María, la Madre de la ternura,
para que no se nos endurezca el corazón. Con fraternal afecto, Francisco