El Papa ayer en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En la Sagrada Escritura, entre los
profetas de Israel, despunta una figura un poco anómala, un profeta que
intenta evadirse de la llamada del Señor rechazando ponerse al servicio
del plan divino de salvación. Se trata del profeta Jonás, de quién se
narra la historia en un pequeño libro de solo cuatro capítulos, una
especie de parábola portadora de una gran enseñanza, la de la
misericordia de Dios que perdona.
Jonás es un profeta “en salida”, también
en fuga, que Dios envía “a la periferia”, a Nínive, para convertir a
los habitantes de esa gran ciudad. Pero Nínive, para un israelita como
Jonás, representa una realidad que amenaza, el enemigo que ponía en
peligro la misma Jerusalén, y por tanto para destruir, no para salvar.
Por eso, cuando Dios manda a Jonás a predicar en esa ciudad, el profeta,
que conoce la bondad del Señor y su deseo de perdonar, trata de escapar
de su tarea y huye.
Durante su huida, el profeta entra en
contacto con los paganos, los marineros de la nave sobre la que se
embarca para alejarse de Dios y de su misión. Y huye lejos porque Nínive
estaba en la zona de Irak y él huye a España. Pero huye de verdad. Y es
precisamente el comportamiento de estos hombres, como después será el
de los habitantes de Nínive, que nos permite hoy reflexionar un poco
sobre la esperanza que, delante del peligro y de la muerte, se expresa
en oración.
De hecho, durante la travesía en el
mar, estalla una gran tormenta, y Jonás baja en la bodega del barco y se
duerme. Los marineros sin embargo, viéndose perdidos, «invocaron cada
uno al propio dios» (Jon 1,5). Eran paganos. El capitán del barco despierta a Jonás diciéndole: «Qué haces aquí dormido? Levántate e invoca a tu dios. Tal vez ese dios se acuerde de nosotros, para que no perezcamos» (Jon 1,6).
Las reacciones de estos “paganos” es
la reacción justa delante de la muerte; porque es entonces que el hombre
hace experiencia completa de la propia fragilidad y de la propia
necesidad de salvación. El horror instintivo de morir desvela la
necesidad de esperar en el Dios de la vida. «Quizá
Dios se acuerde de nosotros y no pereceremos»: son las palabras de la
esperanza que se convierten en oración, esa súplica llena de angustia
que sale de los labios del hombre delante a un inminente peligro de
muerte.
Demasiado fácilmente diseñamos el dirigirnos a Dios en la necesidad
como si fuera solo una oración interesada, y por eso imperfecta. Pero
Dios conoce nuestra debilidad, sabe que nos acordamos de Él para pedir
ayuda, y con la sonrisa indulgente de un padre responde benevolente.
Cuando Jonás, reconociendo la propia
responsabilidad, se hace echar al mar para salvar a sus compañeros de
viaje, la tempestad se calma. La muerte inminente ha llevado a esos
hombres paganos a la oración, ha hecho que el profeta, a pesar de todo,
viviera la propia vocación al servicio de los otros aceptando
sacrificarse por ellos, y ahora conduce a los supervivientes al
reconocimiento del verdadero Señor y a la alabanza. Los marineros, que
habían rezado con miedo dirigiéndose a sus dioses, ahora, con sincero
temor del Señor, reconocen al verdadero Dios y ofrecen sacrificios y
hacen promesas. La esperanza, que
les había llevado a rezar para no morir, se revela aún más poderoso y
obra una realidad que va también más allá de lo que ellos esperaban: no
solo no perecen en la tempestad, sino que se abren al reconocimiento del
verdadero y único Señor del cielo y de la tierra.
Sucesivamente, también los habitantes
de Nínive, delante de la perspectiva de ser destruidos, rezan,
empujados por la esperanza en el perdón de Dios. Harán penitencia,
invocarán al Señor y se convertirán a Él, empezando por el rey, que,
como el capitán de la nave, da voz a la esperanza diciendo: «Tal vez Dios se vuelva atrás y se arrepienta … de manera que no perezcamos» (Jon 3,9).
También para ellos, como para la tripulación en la tormenta, haber
afrontado la muerte y haber resultado salvados les ha llevado a la
verdad. Así, bajo la misericordia divina, y aún más a la luz del
misterio pascual, la muerte se puede convertir, como ha sido para san
Francisco de Asís, en “nuestra hermana muerte” y representar, para cada
hombre y para cada uno de nosotros, la sorprendente ocasión de conocer
la esperanza y de encontrar al Señor. Que el Señor nos haga entender
esto: la unión entre oración y esperanza. La oración te lleva adelante a
la esperanza. Y cuando las cosas se vuelven oscuras, más oración y
habrá más esperanza.