Homilía del Papa en la 50° semana de la Unidad de los Cristianos
“El encuentro con Jesús en el camino de Damasco transformó
radicalmente la vida de san Pablo. A partir de entonces, el significado
de su existencia no consiste ya en confiar en sus propias fuerzas para
observar escrupulosamente la Ley, sino en la adhesión total de sí mismo
al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y
resucitado.
De esta manera, él advierte la irrupción de una nueva vida, la vida
según el Espíritu, en la cual, por la fuerza del Señor Resucitado,
experimenta el perdón, la confianza y el consuelo.
Pablo no puede tener esta novedad sólo para sí: la gracia lo empuja a
proclamar la buena nueva del amor y de la reconciliación que Dios
ofrece plenamente a la humanidad en Cristo. Para el Apóstol de los
gentiles, la reconciliación del hombre con Dios, de la que se convirtió
en embajador (cf. 2 Co 5,20), es un don que viene de Cristo.
Esto aparece claramente en el texto de la Segunda Carta a los
Corintios, del que se toma este año el tema de la Semana de Oración por
la Unidad de los Cristianos: «Reconciliación. El amor de Cristo nos
apremia» (cf. 2 Co 5,14-20).
«El amor de Cristo»: no se trata de nuestro amor por Cristo, sino del
amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a
la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino que
es ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo.
Más que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus
divisiones, es un don gratuito de Dios. Como resultado de este don, la
persona perdonada y amada está llamada, a su vez, a anunciar el
evangelio de la reconciliación con palabras y obras, a vivir y dar
testimonio de una existencia reconciliada.
En esta perspectiva, podemos preguntarnos hoy: ¿Cómo anunciar el
evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el
mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que
la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su
vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la
reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir
para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co
5,14-15).
Como nos enseña Jesús, sólo cuando perdemos la vida por amor a él es
cuando realmente la ganamos (cf. Lc 9,24). Es esta la revolución que
Pablo vivió y es también la revolución cristiana de todos los tiempos:
no vivir para nosotros mismos, para nuestros intereses y beneficios
personales, sino a imagen de Cristo, por él y según él, con su amor y en
su amor.
Para la Iglesia, para cada confesión cristiana, es una invitación a
no apoyarse en programas, cálculos y ventajas, a no depender de las
oportunidades y de las modas del momento, sino a buscar el camino con la
mirada siempre puesta en la cruz del Señor; allí está nuestro único
programa de vida.
Es también una invitación a salir de todo aislamiento, a superar la
tentación de la autoreferencia, que impide captar lo que el Espíritu
Santo lleva a cabo fuera de nuestro ámbito. Una auténtica reconciliación
entre los cristianos podrá realizarse cuando sepamos reconocer los
dones de los demás y seamos capaces, con humildad y docilidad, de
aprender unos de otros, sin esperar que sean los demás los que aprendan
antes de nosotros. Si vivimos este morir a nosotros mismos por Jesús,
nuestro antiguo estilo de vida será relegado al pasado y, como le
ocurrió a san Pablo, entramos en una nueva forma de existencia y de
comunión.
Con Pablo podremos decir: «Lo antiguo ha desaparecido» (2 Co 5,17).
Mirar hacia atrás es muy útil y necesario para purificar la memoria,
pero detenerse en el pasado, persistiendo en recordar los males
padecidos y cometidos, y juzgando sólo con parámetros humanos, puede
paralizar e impedir que se viva el presente.
La Palabra de Dios nos anima a sacar fuerzas de la memoria para
recordar el bien recibido del Señor; y también nos pide dejar atrás el
pasado para seguir a Jesús en el presente y vivir una nueva vida en él.
Dejemos que Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) nos
conduzca a un futuro nuevo, abierto a la esperanza que no defrauda, a un
porvenir en el que las divisiones puedan superarse y los creyentes,
renovados en el amor, estén plena y visiblemente unidos.
Este año, mientras caminamos por el camino de la unidad, recordamos
especialmente el quinto centenario de la Reforma protestante. El hecho
de que hoy católicos y luteranos puedan recordar juntos un evento que ha
dividido a los cristianos, y lo hagan con esperanza, haciendo énfasis
en Jesús y en su obra de reconciliación, es un hito importante, logrado
con la ayuda de Dios y de la oración a través de cincuenta años de
conocimiento recíproco y de diálogo ecuménico.
Mientras imploro a Dios el don de la reconciliación con él y entre
nosotros, saludo cordial y fraternalmente a su eminencia el metropolita
Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a su gracia David
Moxon, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a
todos los representantes de las distintas Iglesias y comunidades
eclesiales aquí presentes.
Me complace saludar particularmente a los miembros de la Comisión
mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias
ortodoxas orientales, a quienes deseo un trabajo fructífero en la
sesión plenaria que está teniendo lugar en estos días.
Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey,
que están visitando Roma para profundizar en su conocimiento de la
Iglesia Católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que
estudian en Roma, gracias a las becas del Comité de Cooperación Cultural
con las Iglesias ortodoxas, que opera en el Consejo Pontificio para la
Promoción de la Unidad de los cristianos.
A los superiores y a todos los colaboradores de ese Dicasterio
expreso mi estima y agradecimiento. Queridos hermanos y hermanas,
nuestra oración por la unidad de los cristianos participa en la oración
que Jesús dirigió al Padre antes de la pasión, «para que todos sean uno»
(Jn 17,21).
No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza
paciente y confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el
bien de la plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de
reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de
tantos hermanos y hermanas que, tanto ayer como hoy, están unidos en el
sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades
que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y
servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados”.