El Papa en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) está la palabra de Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Una palabra acompañada por la mirada y el gesto de la mano que le señalan a Él, Jesús. Imaginamos
la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando;
hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edades, venidos allí, al
río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos
les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había
purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la
verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y
de Jacob.
Juan predica que el reino de los
cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario
prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y se pone a bautizar
en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (cfr Mt 3,1-6).
Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer
penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Él sabe, Juan sabe, que el
Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para
reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él
llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (cfr Jn 1,33).
Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores –como
todos nosotros–. Es su primer acto público, la primera cosa que hace
cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al
Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué sucede –lo hemos
celebrado el domingo pasado–: sobre Jesús baja el Espíritu Santo en
forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cfr Mt 3,16-17).
Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está
desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en
medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el
Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la
justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías,
el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero
de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.
Así Juan lo indica a la gente y a sus
discípulos. Porque Juan tenía un numeroso círculo de discípulos, que lo
habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se
convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus
nombres: Simón, llamado después Pedro, su hermano Andrés, Santiago y su
hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, ¿por
qué nos hemos parado mucho en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es
una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisiva por nuestra
fe; es decisiva también por la misión de la Iglesia. La Iglesia, en
todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista,
indicar a Jesús a la gente diciendo: “Este
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Él es un el
único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero
es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No no. Él.
Y estas son las palabras que nosotros
sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al
pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no
se anuncia a sí misma. Ay, ay cuando la Iglesia se anuncia a sí misma.
Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se
lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a
su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la
libertad.
La Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.
Después del ángelus, el Santo Padre ha añadido:
Queridos hermanos y hermanas,
hoy se celebra la Jornada Mundial del
Migrante y del Refugiado, dedicada al tema “Menores migrantes,
vulnerables y sin voz”. Estos nuestros hermanos pequeños, especialmente
si no están acompañados, están expuestos a muchos peligros. Y os digo,
¡hay muchos! Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a
los menores migrantes la protección y la defensa, como también su
integración.
Dirijo un saludo especial a la
representación de distintas comunidades étnicas aquí reunidas, en
particular a las católicas de Roma. Queridos amigos, os deseo vivir
serenamente en las localidades que os acogen, respetando las leyes y las
traiciones y, al mismo tiempo, cuidando los valores de vuestras
culturas de origen. ¡El encuentro de varias culturas es siempre un
enriquecimiento para todos! Doy las gracias a la oficina Migrantes de la
diócesis de Roma y a los que trabajan con los migrantes para acogerlos y
acompañarlos en sus dificultades, y animo a continuar esta obra,
recordando el ejemplo de santa Francisca Javier Cabrini, patrona de los
migrantes, de la que este año se celebra el centenario de la muerte.
Esta religiosa valiente dedicó su vida a llevar el amor de Cristo a los
que estaban lejos de la patria y de la familia. Su testimonio nos ayude a
cuidar del hermano forastero, en el cual está presente Jesús, a menudo
que sufre, es rechazado y humillado. Cuántas veces en la Biblia el Señor
no ha pedido acoger migrantes y forasteros, recordándonos que también
nosotros somos forasteros.
Saludo con afecto a todos vosotros,
queridos fieles procedente de distintas parroquias de Italia y de otros
países, como también a las asociaciones y a los distintos grupos. En
particular, los estudiantes del Instituto Meléndez Valdés de
Villafranca de los Barros, España.
A todos os deseo un feliz domingo y buen almuerzo. Y nos os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!