«Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19).
Así Lucas describe la actitud con la que María recibe todo lo que estaban viviendo en esos días. Lejos de querer entender o adueñarse de la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo. Desde sus entrañas aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le enseñó, a lo largo de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia. Aprendió a ser madre y, en ese aprendizaje, le regaló a Jesús la hermosa experiencia de saberse Hijo. En María, el Verbo Eterno no sólo se hizo carne sino que aprendió a reconocer la ternura maternal de Dios. Con María, el Niño-Dios aprendió a escuchar los anhelos, las angustias, los gozos y las esperanzas del Pueblo de la promesa. Con ella se descubrió a sí mismo Hijo del santo Pueblo fiel de Dios.
Así Lucas describe la actitud con la que María recibe todo lo que estaban viviendo en esos días. Lejos de querer entender o adueñarse de la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo. Desde sus entrañas aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le enseñó, a lo largo de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia. Aprendió a ser madre y, en ese aprendizaje, le regaló a Jesús la hermosa experiencia de saberse Hijo. En María, el Verbo Eterno no sólo se hizo carne sino que aprendió a reconocer la ternura maternal de Dios. Con María, el Niño-Dios aprendió a escuchar los anhelos, las angustias, los gozos y las esperanzas del Pueblo de la promesa. Con ella se descubrió a sí mismo Hijo del santo Pueblo fiel de Dios.
En los evangelios María aparece como mujer de pocas palabras, sin
grandes discursos ni protagonismos pero con una mirada atenta que sabe
custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo amado
por Él. Ha sabido custodiar los albores de la primera comunidad
cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud. Ella se ha
acercado en las situaciones más diversas para sembrar esperanza.
Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos.
Tantas devociones, tantos santuarios y capillas en los lugares más
recónditos, tantas imágenes esparcidas por las casas, nos recuerdan esta
gran verdad. María, nos dio el calor materno, ese que nos cobija en
medio de la dificultad; el calor materno que permite que nada ni nadie
apague en el seno de la
Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse importantes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo Pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse importantes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo Pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra,
al comenzar un nuevo año, significa recordar una certeza que acompañará
nuestros días: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos.
Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias
individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una
sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría sino una
sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar».
Una sociedad sin madres sería una sociedad sin piedad que ha dejado
lugar sólo al cálculo y a la especulación.
Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar
testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de
la esperanza. He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos
presos, o postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la
esclavitud de la droga, con frío o calor, lluvia o sequía, no se dan por
vencidas y siguen peleando para darles a ellos lo mejor. O esas madres
que en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran
abrazar y sostener sin desfallecer el sufrimiento de sus hijos.
Madres que dejan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos
se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia
de hijos.
Comenzar el año haciendo memoria de la bondad de Dios en el rostro maternal de María, en el rostro maternal de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de «la orfandad espiritual», esa orfandad que vive el alma cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios.
Comenzar el año haciendo memoria de la bondad de Dios en el rostro maternal de María, en el rostro maternal de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de «la orfandad espiritual», esa orfandad que vive el alma cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios.
Esa orfandad que vivimos cuando se nos va apagando el sentido de
pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios.
Esa orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe
mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos
olvidamos que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y
que estamos invitados a compartirla en esta casa común.
Tal orfandad autorreferencial fue la que llevó a Caín a decir:
«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9), como afirmando: él
no me pertenece, no lo reconozco. Tal actitud de orfandad espiritual es
un cáncer que silenciosamente corroe y degrada el alma.
Y así nos vamos degradando ya que, entonces, nadie nos pertenece y no
pertenecemos a nadie: degrado la tierra, porque no me pertenece,
degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no
le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros mismos
porque nos olvidamos quiénes somos, qué «apellido» divino tenemos.
La pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura
fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y,
por tanto, de gran vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no
virtual) va cauterizando nuestros corazones (cf. Carta enc. Laudato si’,
49) haciéndolos perder la capacidad de la ternura y del asombro, de la
piedad y de la compasión. La orfandad espiritual nos hace perder la
memoria de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser
abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor
del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad.
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos vuelve a dibujar en
el rostro la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos
pertenecemos; de saber que solamente dentro de una comunidad, de una
familia, las personas podemos encontrar «el clima», «el calor» que nos
permita aprender a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a
«consumir y ser consumidos». Celebrar la fiesta de la Santa Madre de
Dios nos recuerda que no somos mercancía intercambiable o terminales
receptoras de información. Somos hijos, somos familia, somos Pueblo de
Dios.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos impulsa a generar y cuidar
lugares comunes que nos den sentido de pertenencia, de arraigo, de
hacernos sentir en casa dentro de nuestras ciudades, en comunidades que
nos unan y nos ayudan (cf. Carta enc. Laudato si’, 151).
Jesucristo en el momento de mayor entrega de su vida, en la cruz, no
quiso guardarse nada para sí y entregando su vida nos entregó también a
su Madre. Le dijo a María: aquí está tu Hijo, aquí están tus hijos. Y
nosotros queremos recibirla en nuestras casas, en nuestras familias, en
nuestras comunidades, en nuestros pueblos.
Queremos encontrarnos con su mirada maternal. Esa mirada que nos
libra de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos:
que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne.
Esa mirada que nos enseña que tenemos que aprender a cuidar la vida de
la misma manera y con la misma ternura con la que ella la ha cuidado:
sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no
somos huérfanos, tenemos una Madre. Confesemos juntos esta verdad. Y los
invito a aclamarla tres veces como lo hicieron los fieles de Éfeso:
Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios.