El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasado mes de diciembre y en la
primera parte de enero hemos celebrado de tiempo de Adviento y después
el de Navidad: un periodo del año litúrgico que despierta en el pueblo
de Dios la esperanza. Esperar es una necesidad primaria del hombre:
esperar en el futuro, creer en la vida, el llamado “pensar positivo”.
Pero es importante que tal esperanza
sea puesta de nuevo en lo que verdaderamente puede ayudar a vivir y a
dar sentido a nuestra existencia. Es por esto que la Sagrada Escritura
no pone en guardia contra las falsas esperanzas que el mundo nos
presenta, desenmascarando su inutilidad y mostrando la insensatez. Y lo
hace de varias formas, pero sobre todo denunciando la falsedad de los
ídolos en lo que el hombre está continuamente tentado de poner su
confianza, haciéndoles el objeto de su esperanza.
En particular, los profetas y sabios
insisten en esto, tocando un punto focal del camino de fe del creyente.
Porque fe es fiarse de Dios –quien tiene fe, se fía de Dios– pero viene
el momento en el que, encontrándose con las dificultades de la vida, el
hombre experimenta la fragilidad de esa confianza y siente la necesidad
de certezas diferentes, de seguridades tangibles, concretas. Yo me fío
de Dios, pero la situación es un poco fea y yo necesito de una certeza
un poco más concreta. ¡Y allí está el peligro! Y entonces estamos
tentados de buscar consuelos también efímeros, que parecen llenar el
vacío de la soledad y calmar el cansancio del creer. Y pensamos poder
encontrar en la seguridad que puede dar el dinero, en las alianzas con
los poderosos, en la mundanidad, en las falsas ideologías. A veces las
buscamos en un dios que pueda doblarse a nuestras peticiones y
mágicamente intervenir para cambiar la realidad y hacer como nosotros
queremos; un ídolo, precisamente, que en cuanto tal no puede hacer nada,
impotente y mentiroso. Pero a nosotros nos gustan los ídolos, ¡nos
gustan mucho! Una vez, en Buenos Aires, tenía que ir de una iglesia a
otra, mil metros, más o menos. Y lo he hecho, caminando. Y hay un parque
en medio, y en el parque había pequeñas mesas, pero muchas, muchas,
donde estaban sentados los videntes. Estaba lleno de gente, que también
hacía cola. Tú le dabas la mano y él empezaba, pero el discurso era
siempre el mismo: hay una mujer en tu vida, hay una sombra que viene,
pero todo irá bien… Y después pagabas. ¿Y esto te da seguridad? Es la
seguridad de una –permitidme la palabra– de una estupidez. Ir al vidente
o a la vidente que leen las cartas: ¡esto es un ídolo! Esto es un
ídolo, y cuando nosotros estamos muy apegados: compramos falsas
esperanza. Mientras que de la que es la esperanza de la gratuidad, que
nos ha traído Jesucristo, gratuitamente dando la vida por nosotros, de
esa a veces no nos fiamos tanto.
Un Salmo lleno de sabiduría nos
dibuja de una forma muy sugestiva la falsedad de estos ídolos que el
mundo ofrece a nuestra esperanza y a la que los hombres de cada época
están tentados de fiarse. Es el Salmo 115, que dice así:
“Los ídolos, en cambio, son plata y
oro, obra de las manos de los hombres. Tienen boca, pero no hablan,
tienen ojos, pero no ven; tienen orejas, pero no oyen, tienen
nariz, pero no huelen. Tienen manos, pero no palpan, tienen pies, pero
no caminan; ni un solo sonido sale de su garganta. Como ellos serán los
que los fabrican, los que ponen en ellos su confianza» (vv. 4-8).
El salmista nos presenta, de forma un
poco irónica, la realidad absolutamente efímera de estos ídolos. Y
tenemos que entender que no se trata solo de representaciones hechas de
metal o de otro material, pero también de esas construidas con nuestra
mente, cuando nos fiamos de realidades limitadas que transformamos en
absolutas, o cuando reducimos a Dios a nuestro esquemas y a nuestras
ideas de divinidad; un dios que se nos parece, comprensible, previsible,
precisamente como los ídolos de los que habla el Salmo. El hombre,
imagen de Dios, se fabrica un dio a su propia imagen, y es también una
imagen mal conseguida: no siente, no actúa, y sobre todo no puede
hablar. Pero, nosotros estamos más contentos de ir a los ídolos que ir
al Señor. Estamos muchas veces más contentos de la efímera esperanza que
te da este falso ídolo, que la gran esperanza segura que nos da el
Señor.
A la esperanza en un Señor de la vida
que con su Palabra ha creado el mundo y conduce nuestras existencias,
se contrapone la confianza en simulacros mudos. Las ideologías con sus
afirmaciones de absoluto, las riquezas — y esto es un gran ídolo–, el
poder y el éxito, la vanidad, con su ilusión de eternidad y de
omnipotencias, valores como la belleza física y la salud, cuando se
convierten en ídolos a los que sacrificar cualquier cosa, son todo
realidades que confunden la mente y el corazón, y en vez de favorecer la
vida conducen a la muerte. Es feo escuchar y duele en el alma eso que
una vez, hace años, escuché, en la diócesis de Buenos Aires: una mujer
buena, muy guapa, presumía de la belleza, comentaba, como si fuera
natural: “Eh sí, he tenido que abortar porque mi figura es muy
importante”. Estos son los ídolos, y te llevan sobre el camino
equivocado y no te dan felicidad.
El mensaje del Salmo es muy claro: si
se pone la esperanza en los ídolos, te haces como ellos: imágenes
vacías con manos que no tocan, pies que no caminan, bocas que no pueden
hablar. No se tiene nada más que decir, se convierte en incapaz de
ayudar, cambiar las cosas, incapaces de sonreír, de donarse, incapaces
de amar. Y también nosotros, hombres de Iglesia, corremos riesgo cuando
nos “mundanizamos”. Es necesario permanecer en el mundo pero defenderse
de las ilusiones del mundo, que son estos ídolos que he mencionado.
Así dice el Salmo:“Pueblo de Israel, confía en el Señor […], familia de Aarón, confía en el Señor […], confíen en el Señor todos los que lo temen […] El Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga”
(vv. 9.10.11.12). El Señor se acuerda siempre. También en los momentos
feos Él se acuerda de nosotros. Y esta es nuestra esperanza. Y la
esperanza no decepciona nunca. Nunca. Nunca. Los ídolos decepcionan
siempre: son fantasías, no son realidad. Esta es la estupenda realidad
de la esperanza: confiando en el Señor nos hacemos como Él, su bendición
nos transforma en sus hijos, que comparten su vida. La esperanza en
Dios nos hace entrar, por así decir, dentro del alcance de su recuerdo,
de su memoria que nos bendice y nos salva. Y entonces puede brotar el
aleluya, la alabanza al Dios vivo y verdadero, que para nosotros ha
nacido de María, ha muerto en la cruz y resucitado en la gloria. Y en
este Dios nosotros tenemos esperanza, y esto Dios –que no es un ídolo–
no decepciona nunca.