(Diciembre 2016)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Después de la clausura del Año de la misericordia, con alcance mundial,
comenzamos el Adviento y un nuevo año litúrgico. La Iglesia nos anima a
acelerar nuestra marcha hacia el Señor. Una recomendación siempre actual, pero
que, en preparación de la Navidad, cobra si cabe mayor urgencia.
Todos tenemos grabadas en el alma unas palabras que, en las próximas
semanas, lo llenan todo: veni, Domine, et noli tardare; ven, Señor, no
tardes. Se nos invita a poner la mirada en Cristo, recordando su nacimiento
terreno en Belén y esperando —también con alegría y paz— su gloriosa llegada al
final de los tiempos. Si faltara este empeño, quizá las ocupaciones del día a
día, el monótono repetirse de jornadas casi siempre iguales, conviertan nuestro
caminar cotidiano en una existencia gris, sin relieve, aminorando la
expectativa del encuentro con el Salvador.
De ahí ese estupendo grito de la Iglesia: ¡ven, Señor Jesús! Como
explicaba san Bernardo, entre el primero y el último Adviento discurre un adventus
medius, una llegada intermedia de Cristo, que ocupa todo el arco de nuestra
existencia. «Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la
primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última,
aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo».
Al prepararnos para la inminente conmemoración del nacimiento de Jesús
en Belén, estas semanas nos mueven a percibir cómo Dios se avecina en cada
instante a nosotros, nos espera en los sacramentos —especialmente en los de la
Penitencia y la Eucaristía—, e igualmente en la oración, en las obras de
misericordia. «Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino
hoy, ahora. El único verdadero Dios, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”
no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra
historia, sino que es el Dios-que-viene».
Cada jornada de esta espera nos sitúa intensamente junto a María y a
José, también con Simeón, Ana, y con todos los justos de la antigua Alianza que
ansiaban la venida del Mesías. Adentrémonos en las hambres del Señor —porque son
sus delicias estar con los hijos de los hombres—, que se manifiestan en la
historia de la salvación. ¿Cómo nos esforzamos por corresponder? Volvamos con
mayor continuidad nuestros ojos a la Virgen y al santo Patriarca: meditemos
cómo aguardaban, con un afán mayor en cada jornada, el nacimiento del Hijo de
Dios. Es lógico considerar que, durante los meses que precedieron a ese
celestial acontecimiento, sus conversaciones girarían alrededor de Jesús.
Cobran gran actualidad las palabras de nuestro Padre: acompaña con
gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David:
Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de
José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá
en Belén.... Os sugiero que afinemos con más afecto en el rezo del
Ángelus.
En esta época nuestra, tan compleja como apasionante, existe el riesgo
de que el ajetreo del ambiente nos empuje, casi sin darnos cuenta, al
atolondramiento: a hacernos perder el enfoque de que el Señor se halla muy
cerca. Jesús se nos da del todo, y nada más normal que nos pida mucho. No
entender esta realidad significa no entender o no adentrarse en el Amor de
Dios.
Pero no imaginemos situaciones anormales o extraordinarias. El Señor
espera que nos es- meremos en la realización de los deberes ordinarios propios
de un cristiano. Por eso os pro- pongo que estas semanas —que en tantos países
se caracterizan por un crescendo de preparativos externos para la
Navidad—, supongan en vuestro caminar un crescendo de recogimiento en el
trato con Dios y en el servicio generoso y alegre a los demás. En medio de las
prisas, de las compras —o de las estrecheces económicas, quizá ligadas a cierta
falta de seguridad social—, de guerras o catástrofes naturales, hemos de
sabernos contemplados por Dios. Así encontraremos la paz del corazón. Dirijamos
nuestra mirada a Cristo que llega, como el Papa comentaba unas semanas atrás,
citando una conocida frase de san Agustín: «“Tengo miedo de que el Señor pase”
y no le reconozca; que el Señor pase delante de mí en una de estas personas
pequeñas, necesitadas, y yo no me dé cuenta de que es Jesús ».
En particular, cuidemos mejor los detalles de piedad que tornan más
íntimo y cálido el trato con Dios, y preparan a Jesús Niño una posada acogedora:
por ejemplo, santiguarnos con pausa, sabiéndonos acogidos por la Trinidad y
salvados por la Cruz; recogernos, con naturalidad pero con devoción, a la hora
de bendecir la mesa o de dar gracias a Dios por los alimentos; mostrar, en las
genuflexiones ante el Belén perenne del sagrario, la firmeza de una fe
concreta y actual; acompañar una limosna con una sonrisa; saludar con cariño a
nuestra Madre en sus imágenes, preparando en estos primeros días de diciembre
la solemnidad de su Inmaculada Concepción... En la aridez de ciertas jornadas,
la Virgen nos hará encontrar flores colmadas de buen aroma, del bonus odor
Christi, como se narra en las apariciones de la Virgen de Guadalupe a san
Juan Diego, que conmemoramos el día 12.
A partir del 17 de diciembre, la espera de Jesús se vuelve santamente
impaciente: el que ha de venir, llegará sin tardanza, y ya no habrá temor en
nuestra tierra, porque Él es nuestro Salvador. «Cuando oigamos hablar del
nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable;
grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si
lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que
no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en
nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la
posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene
recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz
de la gloria de Dios».
Cuando el trato con Dios adquiere este sabor sereno y dichoso tan
propio del portal de Belén, brota a nuestro alrededor, como fruto maduro,
también un ambiente familiar más intenso y rebosante de gozo, tan unido a estas
fechas. Por eso la Iglesia nos empuja a disponer mejor el corazón durante el
Adviento, y nos anima a olvidar reclamos de poca monta, ruido que nos despista,
superficialidad de lo inmediato... Quizá nos ocupamos de muchas cuestiones, y
nos falta sosiego en el trato con Dios. Si logramos mantener esa calma en la
relación con el Señor, la ofreceremos también a los demás: la convivencia más
estrecha en los días de Navidad nos apartará de discusiones, enfados,
impaciencias o ligerezas, y gustaremos de descansar y rezar juntos, de
alimentar buenos ratos en familia, de limar prejuicios o rencorcillos que quizá
quedaron en el alma.
No os preocupe si, a pesar de nuestra buena voluntad, algunas veces nos
asaltan las distracciones en las prácticas de piedad. Pero luchemos para
adquirir la necesaria fortaleza sobrenatural y humana para rechazarlas.
Renovemos con perseverancia nuestro afán por construir dentro de nosotros un belén
viviente donde acoger a Jesús, a base de ratos de oración ante el
Nacimiento, aunque en ocasiones nos dé la impresión de estar con la cabeza en
las nubes. Pensad entonces que san Josemaría no se desanimaba al verse así en
algunos momentos suyos ante el Señor. En 1931 anotaba: conozco un
borrico de tan mala condición que, si hubiera estado en Belén junto al buey, en
lugar de adorar, sumiso, al Creador, se hubiera comido la paja del pesebre.
Por eso, me llena de gozo que se difunda, en muchos países, la costumbre cristiana
de instalar un Nacimiento en las casas.
No dejéis de acordaros en estos días de la gente sola o que pasa
necesidades, y a quienes podemos ayudar de un modo u otro, conscientes de que
los primeros beneficiados somos nosotros mismos. Procurad contagiar esta
solicitud tan cristiana a parientes, amigos, vecinos, colegas: qué detalle tan
cristiano, entre tantos, el de algunos fieles de la Obra que durante algunas
noches van a ofrecer algo de comer y de beber a personas sin hogar, y también a
quienes se ocupan de vigilar el descanso de los ciudadanos.
Antes de poner fin a estas líneas, deseo agradecer de nuevo al Santo
Padre el cariño que me manifestó en la audiencia del pasado 7 de noviembre, y
la bendición que impartió a los fieles y apostolados de la Prelatura. Continuad
rezando por su persona y sus intenciones, con la firme esperanza de que
Jesucristo, en la Navidad próxima, derrame con abundancia sus dones sobre la
Iglesia, el Romano Pontífice y el mundo entero.
Y recurramos muy filialmente a la Virgen durante los días de la novena
a la Inmaculada. Sintamos el orgullo santo de ser hijos de tan buena Madre, que
con su hacer —como apuntaba san Josemaría— nos coloca frente a frente con
Jesús. Este trato nos impulsará también a aumentar con gozo nuestra cercanía a
las enfermas y a los enfermos. No dejéis de meditar el cariño y la proximidad
paterna con que nuestro Fundador nos acompañó ya en las primeras Navidades de
la historia de la Obra: a solas con Dios, con María y José; y con cada uno y
cada una de sus hijas y de sus hijos que vendríamos al Opus Dei.
Con todo cariño, os bendice, os pide más oraciones, más fidelidad, vuestro Padre + Javier