12/23/16

‘El Espíritu nos invita a volver más verdadera la Navidad’

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.   
Cuarta predicación de Adviento





1. Navidad, misterio “para nosotros”

Prosiguiendo con nuestras reflexiones sobre el Espíritu Santo, en la inminencia de la Navidad queremos meditar sobre el artículo del Credo que habla de la obra del Espíritu Santo en la encarnación. En el Credo decimos: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre”. Meditemos sobre este artículo de fe, de una manera no teológica y especulativa, sino espiritual y “edificante”.
San Agustín distinguía dos modos de celebrar un hecho en la historia de la salvación: como misterio (“en sacramento”), o como simple aniversario. En la celebración a la manera de aniversario, no se necesita otra cosa -decía- que “indicar con una solemnidad religiosa el día del año en el cual cae el recuerdo del hecho sucedido”; en la celebración de tipo mistérico, “no solo se conmemora un hecho, pero se hace de manera que se entienda su significado para nosotros y se lo acoja devotamente”.

La Navidad no es una celebración tipo aniversario (la fecha del 25 de diciembre no es debida, sabemos, a motivos históricos sino simbólicos y de contenido); es una celebración de tipo mistérico que exige ser entendida en su significado para nosotros. San León Magno ponía ya en luz el significado místico del “sacramento de la navidad de Cristo”, diciendo que “los hijos de la Iglesia fueron generados con Cristo en su nacimiento, como han sido crucificados con él en la pasión y resucitados con él en la resurrección”
 .

En el origen de todo está el dato bíblico que se cumplió una vez por siempre, en María: la Virgen se vuelve madre de Jesús por obra del Espíritu Santo. Tal misterio histórico como todos los hechos de la salvación se prolonga a nivel sacramental en la Iglesia y a nivel moral en cada alma creyente. María en su calidad de Virgen Madre que genera el Cristo es el ejemplar perfecto del alma creyente. Escuchemos como un autor de la Edad Media, san Isaac de la Estrella, resume el pensamiento de los Padre sobre este tema:

María y la Iglesia son una madre y más madres; una virgen y más vírgenes. Una y otra madre, una y otra virgen. Por esto en las Escrituras divinamente inspiradas lo que se dice de manera universal de la Virgen Madre Iglesia, se lo entiende de manera singular de la Virgen María… En fin, cada alma fiel, esposa del Verbo de Dios, madre hija y hermana de Cristo, es considerada también ella, a su manera, virgen y fecunda”.

Esta visión patrística ha sido traída a la luz en el Concilio Vaticano II, en los capítulos que la constitución Lumen Gentium dedica a María. Aquí, de hecho, en tres párrafos distintos se habla de la Virgen Madre María, como modelo ejemplar de la Iglesia (n. 63), llamada ella incluso a ser en la fe, virgen y madre (n. 64), y del alma creyente, imitando las virtudes de María, hace nacer y crecer a Jesús en su corazón y en el corazón de sus hermanos (n. 65).


2. “Por obra del Espíritu Santo”

Meditamos sucesivamente sobre el rol de cada uno de los dos protagonistas, el Espíritu Santo y María, para después intentar buscar algún pensamiento en vista de nuestra edificación.
Escribe san Ambrosio:

Es obra del Espíritu Santo el parto de la Virgen… No podemos por lo tanto dudar de que sea creador aquel Espíritu que sabemos ser Autor de la encarnación del Señor… Si por lo tanto la Virgen concibió gracias a la obra y a la potencia del Espíritu, ¿quien podría negar que el Espíritu es creador?

Ambrosio interpreta perfectamente, en este texto, el rol que el Evangelio atribuye al Espíritu Santo en la encarnación, llamándolo sucesivamente, Espíritu Santo y Potencia del Altísimo (cf. Lc 1,35). Eso es el “Spiritus creator” que actúa para llevar a los seres a la existencia (como en Gn 1,2), para crear una nueva y más alta situación de vida; es el Espíritu “que es Señor y da la vida”, como proclamamos en el mismo símbolo de la fe.

También aquí, como en los inicios, Él crea “desde la nada”, o sea desde el vacío de las posibilidades humanas, sin necesidad de ninguna ayuda o de ningún apoyo. Y este “nada”, este vacío, esta ausencia de explicaciones y de causas naturales se llama, en nuestro caso, la virginidad de María: “¿Cómo es posible? No conozco hombre… El Espíritu Santo bajará sobre ti” (Le 1,34-35). La virginidad es aquí un signo grandioso que no se puede eliminar o banalizar, sin desarmar todo el tejido de la narración evangélica y su significado.

El Espíritu que baja sobre María es, por lo tanto, el Espíritu creador que milagrosamente forma de la Virgen la carne de Cristo; pero también más, además que el “Creator Spiritus”. Él es para María, también “fons vivus, ignis, caritas, et spiritalis unctio” o sea: agua viva, fuego, amor y unción espiritual. Se empobrece enormemente el misterio si se lo reduce solamente a su dimensión objetiva, o sea a sus implicaciones dogmáticas (dualidad de las naturalezas, unidad de la persona), descuidando sus aspectos subjetivos y existenciales.

San Pablo habla de una “carta de Cristo escrita no con la tinta, pero con el Espíritu de Dios viviente, no sobre tablas de piedra pero en las tablas de carne de los corazones”(2 Cor 3,3). El Espíritu Santo escribió esta carta maravillosa que es Cristo, primero en el corazón de María, de manera que -como dice san Agustín- “mientras la carne de Cristo se formaba en el seno de María, la verdad de Cristo se imprimía en el corazón de María”.

El famoso dicho del mismo Agustín según el cual María “concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo” (“prius concepit mente quam corpore”) significa que el Espíritu Santo actuó en el corazón de María iluminándolo y inflamándolo de Cristo, antes aún que en el seno de María llenándolo de Cristo.

Solo los santos y místicos que tuvieron una experiencia personal de la irrupción de Dios en su vida pueden ayudarnos a intuir lo que debió probar María en el momento de la encarnación del Verbo en su seno. Uno de esos, san Buenaventura, escribe:

Sobrevino en ella el Espíritu Santo como fuego divino que inflamó su mente y santificó su carne, confiriéndole una perfectísima pureza. Pero también la potencia del Altísimo la veló para que pudiera sostener un semejante ardor…¡Oh, si tú fueras capar de sentir en qué medida, cuál y cuánto fue grande ese incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio dado, cuál alivio infundido, cuál elevación de la Virgen Madre, la nobleza dada al género humano, cuánta condescendencia dada por la Majestad divina!

Pienso que entonces también tú merecerías cantar con voz suave, junto con la bienaventurada Virgen, ese canto sagrado: “Mi alma magnifica al Señor”.

La encarnación fue vivida por María como un evento carismático al máximo grado, que la volvió el modelo del alma “ferviente en el Espíritu” (Rm 12,11). Fue su pentecostés. Muchos gestos y palabras de María, especialmente en la narración de la visita a santa Isabel, no se entienden si no se mira en esta luz de una experiencia mística sin igual. Todo aquello que vemos obrarse visiblemente en una persona visitada por la gracia (amor, alegría, paz, luz) lo debemos reconocer en medida única, en María en la anunciación. María ha sido la primera en sentir “la sobria ebriedad del Espíritu” de la cual hemos hablado la vez pasada, y el Magnificat es el mejor testimonio.

Se trata entretanto de una ebriedad “sobria” o sea humilde. La humildad de María después de la encarnación nos aparece como uno de los milagros más grandes de la gracia divina. Como pudo María soportar el peso de este pensamiento: “¡Tú eres la Madre de Dios! Tu eres la más alta de las criaturas!”. Lucifer no había soportado esta tensión y, tomado por el vértigo de su propia altura, había precipitado. Maria no; ella permanece humilde, modesta como si nada hubiera sucedido en su vida que le permitiera tener pretensiones. En una ocasión el Evangelio nos la muestra en el acto de mendigarle a otros incluso la posibilidad de ver a su Hijo: “Tu madre y tus hermanos, le dicen a Jesús, están afuera y desean verte” (Lc 8, 20).

  1. De María Virgen”

Ahora consideremos más de cerca la parte de María en la encarnación, su respuesta a la acción del Espíritu Santo. La parte de María consistía, objetivamente, en haber dado la carne y la sangre al Verbo de Dios, es decir en su divina maternidad. Recorramos velozmente el camino histórico, a través del cual la Iglesia ha llegado a contemplar en su plena luz, esta inaudita verdad: !Madre de Dios¡ ¡Una criatura, madre del Creador! “Virgen Madre, hija de tu Hijo, humilde y más alta que cualquier criatura”: así la saluda san Bernardo en la Divina Comedia de Dante Alighieri.

Al inicio y durante todo el período dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, la maternidad de María fue vista casi solo como maternidad física o biológica. Estos heréticos negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o si lo tenía, que este cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o si había nacido de una mujer que hubiera tenido verdaderamente la carne y sangre de ella. Contra ellos era necesario por lo tanto afirmar con fuerza que Jesús era el hijo de María y “fruto de su seno” (Lc 1, 42), y que María era la verdadera y natural madre de Jesús.

En esta fase antigua, en la cual se afirma la maternidad real o natural de María contra los gnósticos y los docetistas, aparece por primera vez el título de Theotókos. De ahora en adelante será justamente el uso de este título que conducirá la Iglesia al descubrimiento de una maternidad divina más profunda, que podríamos llamar maternidad metafísica, en cuanto se refiere a la persona, o a la hipostasis del Verbo.

Esto sucede durante la época de las grandes controversias cristológicas del V siglo, cuando el problema central entorno a Jesucristo no es más el de su verdadera humanidad, pero aquel de la unidad de su persona. La maternidad de María no es más vista solamente en referencia a la naturaleza humana de Cristo, pero como es más justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Y como esta única persona que María genera no es otra cosa que la persona divina del Hijo, como consecuencia ella aparece como verdadera “Madre de Dios”.

Entre María y Cristo no hay solamente una relación de tipo físico, pero también de orden metafísico, y esto la coloca a una altura vertiginosa, creando una relación singular también entre ella y Dios Padre. San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “Hijo de Dios y de María, casi como diríamos de una persona que es hijo de tal hombre y de tal mujer. En el Concilio de Éfeso esta verdad se vuelve para siempre una conquista de la Iglesia: “Si alguno -se lee en un texto por él aprobado- no confiesa que Dios es verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto la Santa Virgen, habiendo generado según la carne el Verbo de Dios hecho hombre, es la Theotókos, sea anatema”.

Pero también esta meta no era definitiva. Había otro nivel que de la maternidad divina de Maria a descubrir, después de lo físico y de lo metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorizado más en función de la persona de Cristo que respecto a María, si bien era un título mariano. De tal título no se sacaban aún las consecuencias teológicas que se refieren a la persona de María, en particular, su santidad única. El título de Theotókos hacía correr el riesgo de volverse un arma de batalla entre las opuestas corrientes teológicas en cambio de una expresión de la fe y de la piedad hacia María.

Lo demuestra un particular incómodo que no va callado. Justamente Cirilo Alejandrino, que combatió como un león por el título de Theotokos, es el hombre que entre los Padres de la Iglesia, desentona singularmente respecto a la santidad de María. El fue entre los pocos que admitió francamente debilidades y defectos en la vida de María, especialmente a los pies de la cruz. Aquí, según él, la Madre de Dios vaciló en la fe: “El Señor -escribe- tuvo en ese punto que proveer a la Madre que había caído en el escándalo y no había entendido la Pasión, y lo hizo confiándola a Juan, como a un óptimo maestro para que la corrigiera”.

¡No podía admitir que una mujer, aunque fuera la madre de Jesús, pudiera haber tenido una fe mayor de la que tuvieron los apóstoles que, aunque eran hombres, vacilaron en el momento de la Pasión! Son palabras que derivan del general menosprecio hacia la mujer que había en el mundo antiguo y que muestran cuanto poco favoreciera reconocer a María una maternidad física y metafísica respecto a Jesús, si no se reconocía en ella también una maternidad espiritual, o sea del corazón además que del cuerpo.

Aquí se coloca la gran aportación de los autores latinos, en particular de san Agustín, al desarrollo de la mariología. La maternidad de María es vista por ellos como una maternidad en la fe. Sobre la palabra de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica, (Lc 8, 21), Agustín escribe:

¿Podría no haber hecho la voluntad del Padre, la Virgen María, ella que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida para que de ella naciera la salvación de los hombres, que fue creada por Cristo, antes que en ella fuera creado Cristo? Seguramente santa María hizo la voluntad del Padre y por lo tanto es cosa más grande para Maria haber sido discípula de Cristo, que haber sido Madre de Cristo”.

Esta última osada afirmación se basa en la respuesta que Jesús dio a la mujer que proclamaba ‘beata’, la madre por haberlo llevado en su seno y amamantado: “Bienaventurados más bien aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11,27-28).

La maternidad física de María y aquella metafísica están ahora coronadas por el reconocimiento de una maternidad espiritual o de fe, que hace de María la primera y más dócil discípula de Cristo. El fruto más bello de esta nueva visión sobre la Virgen es la importancia que asume el tema de la ‘santidad’ de María. De ella -escribe también san Agustín- “por el honor debido al Señor no se debe ni siquiera hacer mención cuando se habla de pecado”.12 La Iglesia latina expresará esta prerrogativa con el título de “Inmaculada” y la Iglesia griega con el de “Toda Santa” (Panhagia).


4. El tercer nacimiento de Jesús
 
Ahora intentemos ver qué es lo que “el misterio” del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo de María Virgen significa “para nosotros”. Hay un pensamiento osado sobre la Navidad, que pasó de una época a otra en la boca de los más grandes doctores y maestros del espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo y otros. Este dice en sustancia así: “De qué me serviría a mí que Cristo haya nacido una vez en Belén de María, si él no nace por fe también en mi corazón?”. “Dónde es que Cristo nace en el sentido más profundo, sino en tu corazón y en tu alma?”, escribe san Ambrosio.

Santo Tomás de Aquino recoge la tradición constante de la Iglesia cuando explica las tres misas que se celebran en Navidad en referencia al triple nacimiento del Verbo: aquella del Padre, la temporaria de la Virgen y la espiritual del alma creyente.15 Haciéndose eco de esta tradición, san Juan XXIII, en el mensaje navideño de 1962 elevaba esta ardiente oración: “Oh verbo eterno del Padre, Hijo de Dios y de María, innova también hoy en el secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento”

¿De dónde viene esta idea osada de que Jesús no solamente ha nacido “para” nosotros sino también “en” nosotros? San Pablo habla de Cristo, que debe “formarse” en nosotros (Gal 4,19); dice también que en el bautismo el cristiano se “reviste de Cristo (Rm 13,14) y que Cristo tiene que venir a “habitar por la fe en nuestros corazones”(Ef 3,17).El tema del nacimiento de Cristo en el alma reposa sobre todo en la doctrina del cuerpo místico. De acuerdo con ella, Cristo repite místicamente “en nosotros” lo que ha obrado una vez “para nosotros”, en la historia. Esto vale para el misterio pascual, pero también para el misterio de la encarnación: “El Verbo de Dios, escribe san Máximo Confesor, quiere repetir en todos los hombres el misterio de su encarnación”.

El Espíritu Santo nos invita por lo tanto a “volver al corazón” para celebrar en este, una Navidad más íntima y más verdadera, que vuelva “verdadera” también la Navidad que celebramos exteriormente, en los retiros y en las tradiciones.

El Padre quiere generar en nosotros a su Verbo, para poder pronunciar siempre y nuevamente, dirigiéndose a Jesús y a nosotros juntos, aquella dulcísima palabra: “Tú eres mi hijo; hoy te he generado” (Eb 1,5). El mismo Jesús desea nacer en nuestro corazón. Es así que lo debemos pensar en la fe: como si en estos últimos días de Adviento, él pasase en medio de nosotros y golpeara de puerta en puerta como aquella noche en Belén, en la búsqueda de un corazón en el cual nacer espiritualmente.

San Buenaventura ha escrito un opúsculo titulado: “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. Allí escribe qué quiere decir concretamente, hacer nacer a Jesús en el propio corazón. El alma devota, escribe, puede espiritualmente concebir al Verbo de Dios como María en la Anunciación, darlo a luz como María en la Navidad, darle el nombre como en la Circuncisión, buscarlo y adorarlo con los Magos en la Epifanía, y finalmente ofrecerlo al Padre como en la Presentación del Templo.

El alma, explica, concibe a Jesús cuando, descontenta de la vida que conduce, estimulada por santas inspiraciones y encendiéndose de santo ardor, y para concluir tomando distancia decididamente de sus viejos hábitos y defectos es como fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe en propósito de una vida nueva. ¡Fue la concepción de Cristo!

Este propósito de vida nueva debe entretanto traducirse, sin tardar, en algo concreto, en un cambio posiblemente también externo y visible en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el propósito no es puesto en práctica, Jesús es concebido pero no es “dado a luz”. ¡No se celebra “la segunda fiesta” del Niño Jesús que es el Navidad”. Es un aborto espiritual, uno de los numerosos ‘dejar para después’ de la cual la vida está llena y una de las razones principales por las cuales tan pocas personas se vuelven santos.

Si decides cambiar estilo de vida, dice san Buenaventura, deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Primero te se presentarán los hombres carnales de tu ambiente para decirte: “es demasiado arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas, te perjudicarás la salud; estas cosas no van bien con tu situación, comprometes el buen nombre y la dignidad de tu cargo…”.

Superado este obstáculo, se presentarán otros que tienen fama de ser y, quizás lo son también de hecho, personas pías y religiosas, pero que no creen verdaderamente en la potencia de Dios y de su Espíritu. Estos te dirán que si inicias a vivir de esta manera -dando tanto espacio a la oración, evitando las críticas inútiles, haciendo obras de caridad- serás considerado en breve un santo, un hombre espiritual, y como tú sabes muy bien de no serlo, acabarás por engañar a la gente y a ser un hipócrita, atrayendo sobre ti la ira de Dios que indaga los corazones. ¡Deja, tienes que hacer como todos!

A todas estas tentaciones hay que responder con fe: “¡No se ha vuelto demasiado corta la mano del Señor al punto de no poder salvarnos!” (Is 59, 1), y casi con ira contra nosotros mismos, exclamar, como Agustín a la vigilia de su conversión: “Si estos y estas, por qué no también yo?.

Terminemos recitando la oración encontrada en un antiguo papiro en el que la Virgen es invocada con el título de Theotokos, Dei genitrix, Madre de Dios:


Sub tuum praesidium confugimus,
Sancta Dei Genetrix.
Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus,
sed a periculis cunctis libera nos semper,
Virgo gloriosa et benedicta.
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!