Jaime Nubiola
Queremos una filosofía que ilumine la vida, llenándola de luz y de calor, capacitándonos para la escucha atenta de los demás y el diálogo cordial con todos
Me han pedido que preparara una breve introducción para el volumen conmemorativo de los cincuenta años de Anuario Filosófico.
Lo he hecho encantado, pero no me he limitado a hacer el elogio −bien
merecido− de esta excelente revista académica, sino que además me he
aventurado a añadir que los tiempos venideros requieren que los
filósofos salgan del gélido encierro de los departamentos universitarios
y las publicaciones superespecializadas para atender a las demandas de
la sociedad que espera nuestra ayuda para encontrar soluciones a los
acuciantes problemas que la afligen.
Copio lo que escribía para esa presentación, haciéndome eco de lo que vengo repitiendo desde hace años de muy diversas maneras:
“En la mejor estirpe
socrática, para ser filósofo y hacer filosofía en el siglo XXI es
indispensable empeñarse en articular unitariamente pensamiento y vida y
en aprender a compartirlo con los demás. En nuestra vida como filósofos
−y para muchos también como profesores de filosofía−, tenemos que tratar
de integrar en un único campo de actividad aquellos dos conceptos
kantianos de la filosofía, como Schulbegriff (filosofía académica) y Weltbegriff (filosofía vital o mundana). Aprendí de Hilary Putnam
que una filosofía viva −al igual que un campo magnético− se alimenta
precisamente de la tensión entre esos dos polos: hay que prestar
atención, por un lado, a la erudición, a la publicación de trabajos en
revistas altamente especializadas como Anuario; pero, por otro,
hemos de escuchar también los gritos −muchas veces silenciosos− de la
humanidad y tratar de ayudar a nuestros congéneres con soluciones
inteligentes, participando personalmente en los debates actuales. Por
supuesto, hay una tensión entre ambos polos, pero esta tensión es la que
hace que salte la chispa que enciende y da luz y calor. En este
sentido, las transformaciones tecnológicas que de modo tan importante
están afectando a las publicaciones académicas permiten aventurar un
futuro en el que será posible llegar con más facilidad a un público
todavía mucho más amplio”.
En los últimos años en el ámbito de la medicina se encarece la importancia de la investigación médica traslacional,
esto es, una investigación cuyos resultados se apliquen de forma
inmediata a la mejora efectiva de los tratamientos médicos, ya que hay
dudas bastante fundadas acerca de si buena parte de las enormes
inversiones que se han hecho en investigación en muchas áreas han sido
realmente eficaces para conseguir resultados terapéuticos. Algo parecido
podríamos decir con motivo en el caso de mucha filosofía académica,
aunque por supuesto las inversiones económicas han sido muchísimo
menores.
Me parece a mí que la
superespecialización erudita de la filosofía en el siglo pasado en
muchos casos la ha desvitalizado, ha matado la inquietud por descubrir
la verdad, por comprender mejor, aguijón de la búsqueda. La
profesionalización de la filosofía, como la de cualquier otro saber,
encierra el peligro de su trivialización en enredos gremiales, quizás a
fin de cuentas irrelevantes. Basta con asomarse a cualquiera de las
mejores revistas de filosofía para comprobar que la mayor parte de sus
artículos solo resultan realmente comprensibles a sus propios autores y a
aquellos expertos que llevan ya años trabajando en la problemática
concreta que en cada caso se aborde.
Merece la pena volver a recuperar a Sócrates,
el primero de los filósofos, que azuzaba a la sociedad ateniense como
el tábano al jumento para que no se amodorre. Hace unos pocos días, Adam Briggle y Robert Frodeman, autores del libro Socrates Tenured: The Institutions of 21st Century Philosophy, insistían en esto en un artículo titulado (en inglés) precisamente Por qué la política necesita filósofos tanto como ciencia publicado en The Guardian.
Todos advertimos el descarrío general de la gestión política en buena
parte de los países democráticos por un cúmulo de causas diversas,
algunas internas (corrupción, organización electoral obsoleta, falta de
líderes honrados, sectarismo partidista, crisis económica, paro, etc.) y
otras externas (presión migratoria, globalización del mercado,
terrorismo, etc.). Pero quizá lo más inquietante sea la dificultad que
se advierte por doquier para acometer esas reformas, sea en los Estados
Unidos o en España, sobre todo por la resistencia de la organización
política y de las élites económicas a cualquier cambio que pudiera
modificar su ventajosa situación actual.
La gestión pública en una sociedad
democrática requiere científicos y filósofos para poder afinar las
preguntas y perfilar entre todos las respuestas acertadas. La aportación
más crucial de unos y otros es “la propagación de una clara mentalidad:
el compromiso para explicar los propios valores y para escuchar los
valores de los demás. Esto requerirá que los filósofos −concluyen
Briggle y Frodeman− abandonen sus preciadas pretensiones de expertos y
se impliquen en la humilde colaboración con otros. Sobre todo, necesitan
dejar de hablar solamente entre ellos. […] Todos estamos llamados a
filosofar. Por tanto, encontremos modos para hacerlo mejor y en sedes
públicas abiertas a todos”.
La verdadera filosofía es un saber
abierto a la humanidad, a las necesidades de los seres humanos que
anhelan encontrar soluciones razonables a los problemas y, sobre todo,
aspiran a forjar un horizonte que llene de sentido sus vidas, tanto
individual como socialmente. La filosofía es siempre teoría que ilumina
la vida, luz que posibilita el caminar con paso quizá titubeante hacia
la salida de la caverna. Pienso que, en medio de la algarabía
comunicativa contemporánea a veces tan ensordecedora, la filosofía puede
aportar una cierta claridad en las polémicas y puede ayudar a lograr
una mayor paz social mediante la identificación de soluciones eficaces
para los problemas más graves, contando siempre con una razonable
distribución de las cargas compartidas. No tienen los filósofos las
soluciones, pero por así decir están profesionalmente preparados para un
diálogo respetuoso, capaz de sacar lo mejor de todos los pareceres que
conforman el legítimo y fecundo pluralismo de nuestra sociedad.
La intuición central de John Dewey,
el filósofo de la democracia, es que las cuestiones éticas y sociales
no han de quedar sustraídas a la razón humana para ser transferidas a
instancias religiosas o a otras autoridades. Tampoco pueden ser
resueltas simplemente por votación popular. La aplicación de la
inteligencia a los problemas morales y sociales es en sí misma una
obligación moral. La misma razón humana que con tan notable éxito se ha
aplicado a la tecnología se ha de aplicar también a arrojar luz sobre la
mejor manera de organizar la convivencia social.
Pienso que quienes nos dedicamos a la
filosofía podemos tener un papel decisivo en esa tarea si con humildad
aprendemos a escuchar a los demás y tratamos de aportar lo mejor de
nuestra milenaria conversación. Para ayudar a afrontar los graves
problemas de la sociedad actual hacen falta filósofos comprometidos con
la vida. Por eso, no queremos una filosofía encerrada en las revistas de
alta especialización, sino una filosofía que ilumine la vida,
llenándola de luz y de calor, capacitándonos para la escucha atenta de
los demás y el diálogo cordial con todos.