Juan Manuel Mora
De sus gestos y sus palabras pueden proponerse siete lecciones de comunicación
Desde el día de su elección, el 13 de marzo de 2013, el papa Francisco ha ido conquistando la confianza de la gente, llamando incluso la atención de quienes tienen responsabilidad en el mundo sobre los problemas de la pobreza, la inmigración o los excluidos. Francisco ha recuperado la autoridad de los mejores años de Juan Pablo II −cuando defendía la libertad frente al comunismo− y de Benedicto XVI −cuando separaba la religión de la violencia−. Ha devuelto a muchos el sano orgullo de sentirse católicos y está atrayendo a personas hasta ahora alejadas de la Iglesia. Un fenómeno que algunos han llamado “efecto Francisco”, y que se verifica en un cambio favorable en la opinión pública.
Se trata de un efecto con doble causa:
la influencia del papa quizá no habría sido posible sin la renuncia de
Benedicto, un acto de humildad de enorme grandeza. En febrero de 2013,
cuando se hizo efectiva su marcha, la Iglesia arrastraba desde hacía
años graves problemas, sobre todo por la crisis de pedofilia,
desgarradora por los daños personales, donde un solo caso es demasiado.
Pero tuvo además otra consecuencia: robó la credibilidad de la Iglesia,
pues algunos pensaron: la Iglesia no practica lo que predica, no me
interesa lo que dice.
En el tiempo transcurrido desde la
elección ha cambiado el ambiente. Se ha verificado un paso de página y
se mira hacia la Iglesia como un punto de referencia. Además de la
asistencia del Espíritu Santo en la Iglesia, ¿cómo ha sucedido este
cambio? ¿qué está haciendo el papa? ¿qué podemos aprender de él a la
hora de comunicar la fe? De sus gestos y sus palabras pueden proponerse
siete lecciones de comunicación.
Una iglesia ‘en salida’
Los creyentes han de ser personas que no se instalen en
sus convicciones y salgan al encuentro de los demás
sus convicciones y salgan al encuentro de los demás
Es una de las expresiones más repetidas
por Francisco desde el primer día. Suele decir que prefiere «una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una
Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las
propias seguridades» (Evangelii Gaudium, 49) o a una Iglesia que
se queda esperando a que los fieles acudan. Hoy no se trata, como en la
parábola evangélica, de salir a recuperar a la oveja perdida mientras
esperan las otras 99 en el redil. Dice el papa: «Nosotros tenemos una
¡nos faltan las noventa y nueve! Tenemos que salir, tenemos que ir a
buscarlas» (Catequesis, 17 de junio del 2013).
Para Francisco la Iglesia no es un
establecimiento donde se despacha un producto que el público viene a
recoger, sino un conjunto de personas que sale al encuentro de los
demás, con una buena noticia que comunicar. El papa propone una nueva
cultura del encuentro. Las instituciones católicas y cada uno de los
creyentes han de ser personas en salida, que no se instalan en
sus creencias y convicciones, que no se rodean solamente de quienes
piensan igual, sino que salen al encuentro, se exponen a la intemperie.
Juan Pablo II decía que la fe madura
cuando se comunica. De modo similar, los católicos maduran al someterse a
la prueba del diálogo con quienes no han recibido el don de la fe.
Esto lo saben bien los educadores: sólo se ha aprendido algo de verdad
cuando se es capaz de explicarlo.
La salida que Francisco reclama para la
Iglesia tiene como destino preferente las periferias. Es decir, el papa
propone una salida sin exclusiones, que llegue a las personas más
alejadas, a las que aparentemente menos pueden entender el mensaje.
Confirma así uno de los rasgos de la Iglesia: la universalidad. Rodney Stark
decía que, a lo largo de la historia, la Iglesia ha mantenido su
capacidad de evangelizar cuando ha mantenido su capacidad de
relacionarse con extraños: bárbaros, paganos, ateos. Del mismo modo, ha
perdido esa capacidad cuando se ha encerrado en guetos.
Esta disposición de salida tiene mucho
que ver con la comunicación. Quien desea comunicar no actúa con
pasividad, de modo defensivo o reactivo. Toma la iniciativa, se da a
conocer, expone su discurso. Una Iglesia en salida es una Iglesia
dispuesta a comunicar.
Volver a lo esencial del mensaje
Los católicos no siguen una doctrina, ni una moral, sino a
Jesucristo, que les redime, les libera y les hace felices
Jesucristo, que les redime, les libera y les hace felices
Si buscásemos los motivos de la
aparición de la Iglesia en los medios de comunicación en las últimas
décadas nos encontraríamos algunas cuestiones recurrentes como
homosexualidad, preservativos, comunión de divorciados, ordenación de
mujeres, celibato sacerdotal… y quizá alguno más, de características
similares. Temas que han hecho que la Iglesia sea sobre todo tema de
debate o de polémica. Podríamos decir que, con frecuencia, el anuncio de
la fe ha tomado la forma de las discusiones, donde a menudo se mezclan
cuestiones religiosas, ideológicas e incluso políticas. Además, el tono
de esas discusiones es, muchas veces, negativo, defensivo o reductivo.
Paradójicamente, los asuntos que se
acaban de mencionar, aunque tengan relevancia, no pertenecen a los
artículos del Credo, ni son mencionados entre las bienaventuranzas.
Dicho con otras palabras, no son comunes las conversiones al catolicismo
por lo que la Iglesia dice sobre los preservativos o el celibato.
Se entiende que Francisco, en Evangelii Gaudium,
haya recordado que el anuncio cristiano ha de concentrarse en «lo
esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y, al
mismo tiempo, lo más necesario». Poniendo nombre: Jesucristo, nuestro
Salvador. No se comienza a ser cristiano por una gran idea, ni como
consecuencia de una discusión. Benedicto XVI recordaba con frecuencia
que los católicos no siguen una doctrina, ni una moral, sino a
Jesucristo, Dios y hombre verdadero, el amor de sus vidas, que les
redime, les libera y les hace felices. Desde Cristo, paulatinamente, se
llega a entender el dogma y a vivir la moral, pero en ese orden, de más a
menos, de modo positivo, con paciencia.
Quizá esto se puede aplicar a los
católicos de a pie: en las conversaciones sobre la fe, podemos
preguntarnos cuánto tiempo ocupan los asuntos polémicos y cuánto otros
temas esenciales. Hay que mostrar la belleza y el atractivo de lo
esencial. Aspirar a que se verifique una primera conversión, aunque
queden muchas cosas por aclarar. Este es el único modo de pasar de una
actitud de resistencia a una actitud de influencia. En el campo de la
comunicación, este principio de volver a lo esencial y de abandonar las
discusiones equivale a mantener el foco al presentar el mensaje, y
también a recuperar la serenidad en el tono de las conversaciones. Como
ha dicho Austen Ivereigh: en las discusiones sobre estos temas hace falta más luz y menos calor (more light, less heat).
Una Iglesia de los pobres y para los pobres
Con esta insistencia en los más necesitados, Francisco se empeña
en que los católicos seamos más misericordiosos
en que los católicos seamos más misericordiosos
Dentro de esos temas esenciales a los
que es preciso volver, Francisco repite una y otra vez la prioridad de
la atención a los más necesitados, a los que Cristo se dirige de modo
especial y a los que hay que ayudar también materialmente. Ha puesto en
el candelero una prioridad que es evangélica. Es una manera radical de
dejar de discutir sobre temas secundarios y de dedicarse operativamente a
lo que Jesucristo encargó a sus discípulos.
Hemos dicho antes que los problemas de
la pedofilia dañaron gravemente la credibilidad de la Iglesia. En
consecuencia, para lograr que la propuesta cristiana sea aceptada, es
preciso recuperar la credibilidad, que es una condición de la
comunicación: si no se cree en quien comunica, no se cree tampoco en lo
que dice, diga lo que diga. La insistencia de Francisco en los más
necesitados puede ser una buena manera de restaurar la credibilidad. Al
dedicarse a los pobres, los católicos demuestran rectitud, desinterés,
generosidad. Existe una relación entre la pureza y la pobreza.
El mandato evangélico es suficiente para
mantener esta prioridad, no hacen falta más motivos. Es bueno por sí
mismo. Es bueno por las personas a las que se ayuda. Pero la
preocupación por los más necesitados tiene múltiples efectos positivos,
también en los que fomentan esta premura. Como ha escrito Stefan Zweig «la visión del dolor ajeno despierta una mirada más penetrante y sabia».
Quien practica la misericordia, se
vuelve misericordioso. Con esta insistencia en los más necesitados,
Francisco está haciendo que los católicos seamos más misericordiosos. Pablo VI,
en un famoso discurso después del Concilio Vaticano II, decía que él
veía a la Iglesia como «sirvienta del mundo». No como juez ni policía
del mundo. Sirvienta, profesión con una gran fuerza evocadora. Quizá
tenemos que profundizar en esta autoconciencia.
En suma, con esta orientación hacia los
pobres, Francisco promueve acciones que son buenas en sí mismas, ayuda a
los católicos a recuperar la credibilidad en su comunicación y a
convertir su propio corazón.
Un lenguaje transparente
Hablar desde la experiencia personal, con palabras
sencillas y claras; hechas propias en nuestra vida
sencillas y claras; hechas propias en nuestra vida
El papa ha establecido una nueva agenda
de prioridades. Y está empleando un estilo y un lenguaje diferentes. Son
muchas las expresiones que Francisco ha usado y que han roto esquemas:
se ha referido por ejemplo, a las «quince enfermedades» de la Curia
romana; ha instado a los políticos europeos a evitar que «el
Mediterráneo se convierta en el cementerio de Europa»; en México se
inventó la «cariñoterapia».
El papa suele dirigirse una vez al año a
toda la Curia, para felicitar la Navidad y desear un buen año nuevo. En
el mensaje de 2014, recomendaba la autoironía y el buen humor. Y aconsejaba rezar una oración de santo Tomás Moro:
«Dame, Dios mío, una buena digestión y también algo que digerir; dame
la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un
alma que no conozca el aburrimiento, los suspiros y las quejas. No
permitas que me líe demasiado con esa cosa tan estorbosa que se llama
“yo”».
Benedicto XVI solía decir que el léxico
cristiano está plagado de expresiones de gran profundidad, de gran valor
histórico, que han pasado al lenguaje común, pero cuyo verdadero
significado mucha gente ignora. Él se refería al término “tabernáculo”,
pero podemos decir lo mismo de calvario, trinidad, eucaristía. Los
católicos los emplean, pero poca gente los entiende. Se ha producido una
gran pérdida de memoria colectiva.
Muchas personas conocen vagamente esas
palabras y piensan que realmente conocen los conceptos. Es decir, muchos
no saben que no saben, no hay demanda. Por eso, Benedicto XVI concluía
que nuestra misión es «crear una nueva curiosidad», inducir la demanda. Y
esto implica una gran transparencia en el lenguaje. Al hablar de la
experiencia cristiana tenemos que buscar palabras sencillas y claras;
conviene que usemos nuestras propias palabras, que hablemos desde el
corazón, sin limitarnos a repetir lo que otros han pensado. Hemos de
abandonar los lugares comunes. Ese lenguaje sencillo surge cuando se dan
determinadas actitudes personales: transparencia, sencillez,
sinceridad, humildad, que se expresan también en las palabras.
Antes hablábamos de volver a lo esencial
del anuncio. Cabría añadir ahora: volver a lo esencial en las
actitudes. Actitudes cristianas básicas, que a veces parecen también
dormidas en su sueño encantado, por el desuso. Lenguaje claro, actitudes
sencillas, son condiciones de toda buena comunicación, también de la
comunicación de la fe.
Ver la evangelización desde la misión
La comunicación de la fe ha de transmitir algo interesante para
quien escucha, no algo interesante para quien habla
quien escucha, no algo interesante para quien habla
El papa vincula la acción evangelizadora
a los problemas de la Iglesia y del mundo: los inmigrantes, las
guerras, el conflicto palestino, la crisis ecológica, los cristianos
perseguidos, la situación de Cuba. Estas referencias nos recuerdan que
no conviene ver la comunicación de la fe sólo desde lo individual ni
desde lo subjetivo, ni ver la experiencia cristiana sólo desde el
esfuerzo de superación personal.
Una actitud subjetivista puede conducir
al voluntarismo, puede convertirnos en autorreferenciales. Y nos puede
terminar agotando, porque nuestros defectos son agotadores. El papa
invita a ver las cosas desde la mirada de Dios misericordioso, que es
quien primerea, quien da el primer paso, quien convierte los
corazones. Y también desde la mirada del otro. Sobre todo, desde la
persona que necesita nuestra ayuda, material o espiritual, que es lo más
motivador, lo que remueve la comodidad, la pereza, los respetos
humanos.
Es mucho más motivador el esfuerzo por
construir un mundo mejor, que el esfuerzo por convertirse en una persona
mejor. Ver la comunicación desde el otro tiene otras consecuencias. Si
se quiere proponer a alguien que se transforme en un cristiano en salida,
hay que contagiarle el entusiasmo por el proyecto, por la apasionante
misión de la Iglesia. Y se entusiasmará con los fines, no con los
medios; con la meta, no con el esfuerzo.
Esta idea se ha expresado de muchas
maneras. Recordamos la metáfora del dedo y de la luna: cuando alguien
señala la luna, podemos mirar al cielo, o podemos quedarnos en el dedo.
En la misma línea se sitúa una metáfora de Saint Exupery.
Decía: si quieres que un joven sea un gran navegante no tienes que
enseñarle la técnica de hacer barcos, tienes que contagiarle el amor al
mar. Suele decirse que la comunicación no es lo que se dice sino lo que
el otro entiende. Que la comunicación ha de transmitir algo interesante
para quien escucha, no algo interesante para quien habla. Esto sucede
cuando se va la comunicación desde la misión, como nos anima Francisco.
Coherencia
Francisco primero hace y luego dice: se oyen sus palabras, se
ven sus actitudes, y se comprueba que coinciden
ven sus actitudes, y se comprueba que coinciden
Se ha dicho que el papa emplea un
lenguaje diferente. Pero ante todo vemos que toma decisiones y que
actúa. Francisco primero hace y luego dice. Le vemos usar un coche
discreto, abrazar a un enfermo de apariencia repulsiva, subir su propio
maletín al avión: se oyen sus palabras, se ven sus actitudes, y se
comprueba que unas y otras coinciden.
Hay un famoso libro de comunicación que
se titula “Tú eres el mensaje”. Y un autor afirma: lo que haces grita
tanto que no me deja oír lo que dices. Con otras palabras: la coherencia
entre el ser, el obrar y el hablar es un requisito esencial de la
comunicación. Por eso, quien quiere comunicar la fe ha de ser, él mismo,
más amable, sociable, dialogante, misericordioso o servicial. Así
deberían ser conocidos los cristianos en el mundo: como los que más y
mejor saben escuchar, comprender, conversar.
Esta idea tiene otra aplicación: el mejor modo de transmitir la experiencia cristiana es compartirla, animar a vivirla. Confucio, en una expresión de sabiduría ancestral, afirma: «Lo oí y lo olvidé, lo vi y lo entendí, lo viví y lo aprendí».
Coherencia también en el tiempo. Hay
personas que, con el paso de los años, se van desgastando en su forma de
vivir la fe: se van enfriando, desencantando, perdiendo el vigor y la
alegría. Y los demás observan y se hacen preguntas. Recientemente
encontré unas palabras que me llamaron la atención: «La vejez hay que
dedicarla a rezar, a sonreír, a dar gloria a Dios, a dar alegría a los
demás, manteniendo la capacidad de maravillarse y conservando el gusto
de vivir». Son ideas que pueden aplicarse a la vejez, a la madurez y a
la juventud, a todas las etapas de la vida.
Vivida de este modo, la vocación
cristiana convierte el paso del tiempo no en un ejercicio de desgaste,
sino en un camino hacia la plenitud. Cuantos más años pasan, más cerca
se está de la plenitud. Más el cuerpo se deteriora, más el espíritu
madura. Esto se puede aplicar a la biografía personal −décadas− y a la
historia de la Iglesia −siglos−. Cuanto más tiempo lleva la Iglesia en
un lugar, más frutos trae. Esa coherencia en el tiempo, esa madurez, esa
plenitud, es lo que atrae, lo que verdaderamente comunica.
Contagiar la alegría
Al ver la alegría de los católicos, muchos se tienen que
sentir removidos y “querer ser parte de esto”
sentir removidos y “querer ser parte de esto”
Así ha llamado el Papa a su documento
programático: la alegría del Evangelio. Allí invita a los católicos a
«una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría». Los cristianos
transmiten el Evangelio «no como quien impone una nueva obligación, sino
como quien comparte una alegría», afirma en el número 14 de ese
documento.
Estas palabras recuerdan una expresión de la Madre Teresa de Calcuta:
«Posiblemente no nos encontraremos en situación de dar mucho, pero
siempre podemos dar la alegría de un corazón que ama a Dios». San Josemaría Escrivá contaba que, en los primeros tiempos del Opus Dei, la gente decía que aquellos jóvenes que se acercaban a él habían hecho un voto de alegría: tan contentos se les veía.
Uno de mis libros favoritos se llama así: “Por qué la alegría”. Allí se recogen unas famosas y amargas palabras de Nietzsche:
«Más salvados tendrían que parecer (los cristianos) para creer yo en su
Salvador». Son amargas, pero es otra forma de expresar lo que hemos
afirmado en positivo.
Alguien ha dicho que el cristianismo se
contagia por envidia. Las personas que se acercan a la Iglesia, al ver
la alegría de los católicos, se tienen que sentir removidos, hasta poder
decir: “quiero ser parte de esto”. Se trata de una clave muy importante
de la comunicación de la fe. Los católicos experimentan a Dios, tocan a
Dios, confían en Dios y de ahí surge la alegría. No son optimistas por
las estadísticas, por sus virtudes personales, ni por la situación del
mundo. La alegría nace de saber que forman parte de algo más grande que
ellos.
En suma, de acuerdo con estas lecciones
del Papa Francisco, ¿qué tendría que ser la Iglesia? Una comunidad
acogedora y alegre, que celebra su fe, que vive con austeridad, que
practica la caridad, que se preocupa de los necesitados, que tiene un
proyecto apasionante, una visión positiva del hombre y del mundo que
nace de la fe y de la esperanza.