Continuamos nuestras reflexiones sobre la obra del Espíritu Santo en
la vida del cristiano. San Pablo menciona un carisma particular llamado
“discernimiento de espíritus” (1 Cor 12, 10). En su origen esta
expresión tiene un sentido muy preciso: indica el don que permite
distinguir, entre las palabras inspiradas o proféticas pronunciadas
durante una asamblea, las que vienen del Espíritu Santo y las que vienen
de otros espíritus, o sea del espíritu del hombre, o del espíritu
demoníaco, o del espíritu del mundo.
También para el evangelista Juan este es el sentido fundamental. El
discernimiento consiste en “poner a la prueba las inspiraciones para
saber si provienen realmente de Dios” (1 Jn 4,1-6). Para Pablo el
criterio fundamental de discernimiento es confesar a Cristo como “Señor”
(1 Cor 12, 3); para Juan es la confesión que Jesús “vino en la carne”, o
sea la encarnación. Ya con él el discernimiento inicia a ser usado en
función teológica como criterio para discernir las verdaderas de las
falsas doctrinas, la ortodoxia de la herejía, lo que se volverá central a
continuación.
- El discernimiento en la vida eclesiástica
Existen dos campos en los que se debe ejercitar este don del
discernimiento de la voz del Espíritu: el eclesial y el personal. En el
campo eclesiástico el discernimiento de los espíritus es ejercitado con
autoridad por el magisterio, que entretanto debe tener en cuenta entre
otros criterios, también el del “sentido de los fieles”, el “sensus
fidelium”.
Quisiera detenerme sobre un punto en particular que puede ser una
ayuda en la discusión en acto en la Iglesia sobre algunos problemas
particulares. Se trata del discernimiento de los signos de los tiempos.
El Concilio ha declarado:
“Es un deber permanente de la Iglesia escuchar los signos de los
tiempos y de interpretarlos a la luz del evangelio, para que, de manera
adecuada a cada generación, pueda responder a los perennes
interrogativos de los hombres sobre el sentido de la vida presente y
futura y su recíproca relación”.
Queda claro que si la Iglesia tiene que escuchar los signos de los
tiempos a la luz del Evangelio, no es para aplicar a los ‘tiempos’, o
sea a las situaciones y a los problemas nuevos que emergen en la
sociedad, los remedios y las reglas de siempre, sino para dar a estos
respuestas nuevas “aptas para cada generación”, como dice el texto
apenas citado del Concilio. Las dificultad que se encuentra en este
camino -y que debe ser tomada en toda su seriedad- es el miedo de
comprometer la autoridad del magisterio, al admitir cambios en sus
pronunciamientos.
Hay una consideración que puede ayudar, creo, para superar en
espíritu de comunión esta dificultad. La infalibilidad que la Iglesia y
el Papa reivindican para sí, no es seguramente superior a la que se
atribuye a la misma Escritura revelada. Ahora la inerrancia bíblica
asegura que el escritor sacro expresa la verdad de la manera y en el
grado en la cual esa podía ser expresada y entendida en el momento en el
cual escribe. Vemos que muchas verdades se forman lentamente y
progresivamente, como la del más allá y de la vida eterna. También en el
ámbito moral muchos usos y leyes anteriores son abandonados a
continuación, para dar lugar a leyes y criterios más consonantes al
espíritu de la Alianza. Un ejemplo entre todos: en el Éxodo se afirma
que Dios castiga las culpas de los padres en los hijos (cf. Ex 34, 7),
pero Jeremías y Ezequiel dirán lo contrario o sea que Dios no castiga
las culpas de los padres en los hijos, porque cada uno deberá responder
de las propias acciones (cf. Jer 31, 29-30; Ez 18, 1 ss.).
En el Antiguo Testamento el criterio en base al cual se superan las
prescripciones anteriores es aquel de una mejor comprensión del espíritu
de la Alianza y de la Torá; en la Iglesia el criterio es aquel de un
continuo releer el Evangelio a la luz de las preguntas nuevas que a este
se plantean. “Scriptura cum legentibus crescit”, decía san Gregorio
Magno: la Escritura crece junto a quienes la leen.
Entretanto nosotros sabemos que la regla constante del actuar de
Jesús en el Evangelio, en materia moral se resume en pocas palabras: “No
al pecado, sí al pecador”. Nadie es más severo que Él al condenar la
riqueza inicua, pero se auto-invita a la casa de Zaqueo y con su simple
venirle al encuentro lo cambia. Condena el adulterio incluso aquel del
corazón, pero perdona a la adúltera y le da nueva esperanza. Reafirma la
indisolubilidad del matrimonio pero se detiene con la Samaritana que
había tenido cinco maridos y le revela el secreto que no había dicho a
nadie, de manera así explícita: “Soy yo (el Mesías) que te hablo” (Jn 4,
26).
Si nos preguntamos cómo se justifica teológicamente una distinción
tan neta entre el pecado y el pecador, la respuesta es simplísima: el
pecador es una criatura de Dios, hecho a su imagen, y que conserva toda
su dignidad a pesar de todas las aberraciones; el pecado, en cambio, no
es obra de Dios, no viene de él sino del enemigo. Es el mismo motivo por
el cual Cristo se ha hecho similar en todo a nosotros “excepto en el
pecado” (cf. Heb 4,15).
Un factor importante para realizar esta tarea de discernimiento de
los signos de los tiempos es la colegialidad de los obispos. Esa, dice
un texto de la Lumen Gentium, consiente “decidir en común todos los
temas más importantes, mediante una decisión que la opinión del conjunto
permite equilibrar”.
El ejercicio efectivo de la colegialidad aporta el discernimiento a la
solución de los problemas la variedad de las situaciones locales y de
los puntos de vista, las luces y los dones diversos, del cual cada
Iglesia y cada obispo es portador.
Tenemos una conmovedora ilustración de esto en el primer “Concilio”
de la Iglesia, el de Jerusalén. Allí se dio amplio espacio a dos puntos
de vista contrarios, el de los judaizantes y el favorable a la apertura a
los paganos; hubo una “encendida discusión” pero que al final esto les
consintió anunciar la decisión con aquella extraordinaria fórmula:
“Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 6 ss.).
Se ve aquí como el Espíritu guía a la Iglesia en dos maneras
diversas: a veces directamente y carismáticamente, a través de
revelación e inspiración profética; otras veces colegialmente, a través
de la paciencia y el difícil confrontarse, e incluso el compromiso,
entre las partes y los puntos de vista diversos. El discurso de Pedro el
día de Pentecostés y en la casa de Cornelio es muy distinto del
realizado a continuación para justificar su decisión delante de los
ancianos (cf. Hch 11, 4-18; 15, 14); el primero es de tipo carismático,
el segundo es de tipo colegiado.
Es necesario por lo tanto tener confianza en la capacidad del
Espíritu de operar, al final, el acuerdo, aunque si a veces puede parece
que el entero proceso se escape de las manos. Cada vez que los pastores
de las Iglesia cristianas, a nivel local o universal, se reúnen para
tener discernimiento o tomar decisiones importantes, debería estar en el
corazón de cada uno la certeza confiada que el Veni Creator contiene en
dos versos: Ductore sic te praevio – vitemus omne noxium, “teniéndote a ti como guía, evitaremos todo mal”.
- El discernimiento en la vida personal
Pasemos ahora al discernimiento en la vida personal. Como carisma
aplicado a las personas individualmente, el discernimiento de los
espíritus ha tenido en los siglos una notable evolución. En el origen
hemos visto que el don debía servir para discernir las inspiraciones de
los otros, de quienes habían hablado o profetizado en la asamblea; a
continuación esto ha servido sobre todo para discernir las propias
inspiraciones.
La evolución no es arbitraria; se trata de hecho del mismo don, si
bien aplicado a objetos diversos. Gran parte de aquello que los autores
espirituales han escrito sobre el “don del consejo”, se aplica también
al carisma del discernimiento. Por medio del don o el carisma del
consejo, el Espíritu Santo ayuda a evaluar las situaciones y orientar
las decisiones, no solamente en base a criterios de sabiduría y
prudencia humana, sino también a la luz de los principios sobrenaturales
de la fe.
El primer y fundamental discernimiento de los espíritus es el que
permite distinguir “el Espíritu de Dios” del “espíritu del mundo” (cf. 1
Cor 2, 12). San Pablo da un criterio objetivo de discernimiento, el
mismo que ha dado Jesús: el de los frutos. Las “obras de la carne”
revelan que un cierto deseo viene desde el hombre viejo pecaminoso; “los
frutos del Espíritu” revelan que vienen desde el Espíritu (cf. Gal 5,
19-22). “La carne de hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el
Espíritu tiene deseos contrarios a la carne” (Gal 5, 17).
A veces este criterio objetivo no es suficiente porque la decisión no
es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien y se trata de
entender qué cosa Dios quiere en una precisa circunstancia. Fue sobre
todo para responder a esta exigencia que san Ignacio de Loyola
desarrolló su doctrina sobre el discernimiento. Él invita a mirar sobre
todo una cosa: las propias disposiciones interiores, las intenciones
(los ‘espíritus’) que están detrás de una determinada decisión. En esto
él se inserta en una tradición ya afirmada. Un autor medieval había
escrito:
“¿Podría alguien examinar las inspiraciones, si vienen de Dios, si no
le ha sido dado por Dios el discernimiento, para poder así examinar
exactamente y con recto juicio los pensamientos, las disposiciones, las
intenciones del espíritu? El discernimiento es como la madre de todas
las virtudes y es necesario para todos al dirigir la vida, sea propia
que de los otros… Este es por lo tanto el discernimiento: la unión del
recto juicio y de la virtuosa intención”.
San Ignacio ha sugerido medios prácticos para aplicar estos criterios.
Uno es este: cuando se está delante de dos posibles decisiones, es
bueno detenerse sobre una como si sin lugar a dudas tuviera que seguir a
esta, quedarse en tal estado por un día o más; evaluar entonces las
reacciones del corazón delante de tal decisión: si da paz, si se
armoniza con el resto de las propias decisiones; si algo dentro de ti de
anima en aquella dirección, o al contrario si la cosa deja un velo de
inquietud. Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo en un clima
de oración, de abandono a la voluntad de Dios, de apertura al Espíritu
Santo.
En la base del discernimiento, en San Ignacio de Loyola está su doctrina de la “santa indiferencia”.
Esta consiste en ponerse en un estado de total disponibilidad a aceptar
la voluntad de Dios, renunciando, desde el comienzo, a toda preferencia
personal, como una balanza preparada para inclinarse del lado en donde
estará el peso mayor. La experiencia de la paz interior se vuelve así el
criterio principal de cada discernimiento. Hay que considerar conforme a
la voluntad de Dios la decisión que después de prolongada evaluación y
oración está acompañada por una mayor paz en el corazón.
En el fondo se trata de poner en práctica el viejo consejo que el
suegro Jetro le dio a Moisés: “presentar las cuestiones a Dios” y
esperar en oración su respuesta (cf. Ex 18, 19). Hay que tener en cada
caso la disposición habitual de seguir la voluntad de Dios, como la
condición más favorable para un buen discernimiento. Jesús decía: “Mi
juicio es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad de quien
me ha mandado” (Jn 5, 30).
El peligro de algunos modos modernos de entender y practicar el
discernimiento es acentuar a tal punto los aspectos psicológicos, que
llevan a olvidar el agente primario de cada discernimiento que es el
Espíritu Santo. El evangelista Juan ve, como factor decisivo en el
discernimiento, “la unción que viene del Santo” (1 Jn 2,20). También San
Ignacio recuerda que en ciertos casos es solamente la unción del
Espíritu Santo la que permite discernir lo que hay que hacer.
Hay una profunda razón teológica en esto. El Espíritu Santo es él
mismo la voluntad sustancial de Dios y cuando entra en un alma “se
manifiesta como la voluntad misma de Dios para aquel en el cual se
encuentra”.
El discernimiento no es en fondo ni un arte ni una técnica, sino un
carisma, o sea un don del Espíritu. Los aspectos psicológicos tienen una
gran importancia, pero ‘secundaria’, o sea que vienen en segundo lugar.
Un Padre antiguo escribía:
“Purificar el intelecto es solo del Espíritu Santo. Es necesario por
lo tanto con todo los medios, especialmente con la paz del alma, hace
‘reposar’ sobre nosotros el Espíritu Santo, para tener junto a nosotros
siempre encendida la lámpara del conocimiento. Si esa resplandece sin
interrupción en el hondo del alma, no solamente los mezquinos y
tenebrosos asaltos del demonio se vuelve manifiestos al intelecto, sino
que además pierden su fuerza, son desenmascarados por aquella santa y
gloriosa luz. Por ello el Apóstol dice: No apaguen el Espíritu (1 Ts
5,19)”.
El Espíritu Santo no difunde habitualmente en el alma esta luz suya
de manera milagrosa y extraordinaria, sino simplemente a través de la
Escritura. Los discernimientos más importantes de la historia de la
Iglesia sucedieron así. Fue escuchando la palabra del Evangelio: “Si
quieres ser perfecto…”, que Antonio entendió lo que debía hacer e inició
el monaquismo. Fue también así que Francisco de Asís recibió la luz
para iniciar su movimiento de retorno al evangelio. “Después que el
Señor me dio a los frailes -escribe en su testamento- nadie me mostraba
qué cosa debía hacer, pero el mismo Altísimo me reveló que tenía que
vivir de acuerdo a la forma del santo evangelio”. El Altísimo se lo
reveló escuchando, durante una misa, el pasaje evangélico en el cual
Jesús le dice a los discípulos de ir por el mundo “sin llevar nada para
el viaje: ni bastón ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas” (cf. Lc
9,3).
Recuerdo un pequeño caso parecido de que fue yo mismo testigo: un
hombre se me acercó durante una misión presentándome su problema. Tenía
un joven de once años aún no bautizado. “Si lo bautizo, decía, se arma
un drama en mi familia, porque mi mujer se ha vuelto testimonio de
Jehová y no quiere oír hablar de bautizarlo en la Iglesia; si no lo
bautizo no me siento tranquilo en mi conciencia, porque cuando nos
casamos éramos ambos católicos y hemos prometido bautizar a nuestros
hijos”. Un caso clásico de discernimiento. Le dije que volviera el día
después, para darme tiempo para rezar y reflexionar. El día después veo
que viene a verme y radiante me dice: “He encontrado la solución padre.
He leído en la biblia el episodio de Abraham y he visto que cuando
Abraham llevó para inmolar a su hijo Isaac ¡no le dijo nada a su
esposa!”. La palabra de Dios lo había iluminado mejor que cualquier
consejo humano. Bauticé yo mismo al joven y fue una gran alegría para
todos.
Al lado de la escucha de la Palabra, la práctica más común para
ejercitar el discernimiento a nivel personal es el examen de conciencia.
Esto pero no debería limitarse solamente a la preparación para la
confesión, pero volverse una capacidad constante de ponerse bajo la luz
de Dios y dejarse ‘escrutar’ en el íntimo por Él. A causa de un examen
de conciencia no practicado o no hecho bien, también la gracia de la
confesión se vuelve problemática: o no se sabe que confesar, o se carga
demasiado con un peso psicológico y moralizador, interesado solamente a
mejorar al vida.
Un examen de conciencia reducido solamente a la preparación de la
confesión hace individuar algunos pecados, pero no lleva a una relación
auténtica, a tu per tu con Cristo. Se vuelve fácilmente una lista de
imperfecciones confesadas para sentirse más tranquilos, sin aquella
actitud de real arrepentimiento que hace sentir la alegría de tener en
Jesús “un tan Redentor tan grande”.
- Dejarse guiar por el Espíritu Santo
El fruto concreto de esta meditación tendría que ser una renovada
decisión de confiarse todo y enteramente a la guía interior del Espíritu
Santo, como en una especie de “dirección espiritual”. Está escrito que
“cuando la nube se elevaba y dejaba la Morada, los israelitas levantaban
el campamento, y si la nube no se levantaba, ellos no partían” (Ex 40,
36-37). También nosotros no tenemos que emprende nada si no es el
Espíritu Santo (del cual la nube, según los Padres era figura), quien nos mueve, o sin haberlo consultado antes de cada acción.
Tenemos el ejemplo más luminoso en la vida misma de Jesús. Él no
inicia nunca nada sin el Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo anduvo
por el desierto; con la potencia del Espíritu Santo volvió e inició su
predicación; “en el Espíritu Santo” eligió a sus apóstoles (cf Hch 1,2);
en el Espíritu Santo rezó y se ofreció él mismo al Padre (cf. Heb 9,
14).
Tenemos que protegernos de una tentación: la de querer dar consejos
al Espíritu Santo, en cambio de recibirlos. “¿Quién ha dirigido al
Espíritu del Señor y como su consejero le ha dado sugerencias? (Is
40,13). El Espíritu Santo nos dirige a todos y no es dirigido por nadie;
guía y no es guiado. Hay un modo sutil de sugerirle al Espíritu Santo
lo que debería hacer con nosotros y cómo debería guiarnos. A veces
incluso, nosotros tomamos decisiones y las atribuimos con desenvoltura
al Espíritu Santo.
Santo Tomás de Aquino habla de esta guía interior del Espíritu como
de una especie de “instinto propio de los justos”: “Como en la vida
corporal -escribe- el cuerpo no es movido sino por el alma que lo
vivifica, así en la vida espiritual cada movimiento nuestro debería
venir des Espíritu Santo”. Es así que actúa la “ley del Espíritu”, esto es lo que el Apóstol llama “dejarse guiar por el Espíritu” (Gal 5,18).
Tenemos que abandonarnos al Espíritu Santo como las cuerdas del arpa a
los dedos de quien las mueve. Como buenos actores tener el oído abierto
a la voz del sugeridor escondido, para recitar fielmente nuestra parte
en la escena de la vida. Es más fácil de lo que se piensa, porque
nuestro sugeridor nos habla adentro, nos enseña cada cosa, nos instruye
en todo. Es suficiente a veces una simple ojeada interior, un movimiento
del corazón, una oración. De un santo obispo del II siglo, Melitón de
Sardi, se lee este este hermoso elogio que ojalá se pudiera hacer de
cada uno de nosotros después de la muerte: “En su vida hizo cada cosa en
el Espíritu Santo”.
Pidamos al Paráclito de dirigir nuestra mente y toda nuestra vida con
las palabras de una oración que se recita en el Oficio de Pentecostés
de las Iglesias del rito sirio:
“Espíritu que distribuyes a cada uno los carismas;
Espíritu de sabiduría y de ciencia, enamorado de los hombres;
que llenas a los profetas, perfeccionas a los apóstoles,
fortificas a los mártires, inspiras las enseñanzas de los doctores.
Es a ti Dios Paráclito, a quien dirigimos nuestra súplica.
Te pedimos renovarnos con tus santos dones,
de posarte en nosotros como sobre los apóstoles en el Cenáculo.
Infunde en nosotros tus carismas,
llénanos de la sabiduría de tu doctrina;
haz de nosotros templos de tu gloria,
inebrianos con la bebida de tu gracia.
Danos el don de vivir para ti, de consentirte y de adorarte,
tú el puro, el santo, Dios Espíritu Paráclito”.