- La novedad del post-concilio
Con la celebración del 50º aniversario de la clausura del Concilio
Vaticano II se concluyó la primera fase del “después del Concilio” y se
abre otra. Si la primera fase ha estado caracterizada por los problemas
relativos a la “recepción” del Concilio, esta nueva se caracterizará,
creo, por el completar e integrar el Concilio; en otras palabras, el
releer el Concilio a la luz de los frutos producidos, dando luz también a
lo que falta, o que estaba presente solo en la fase seminal.
La mayor novedad del post Concilio, en la teología y en la vida de la
Iglesia, tiene un nombre precioso: el Espíritu Santo. El Concilio no
había ignorado su acción en la Iglesia, pero había hablado casi siempre en passant,
mencionándolo a menudo, pero sin dar luz al rol central, ni tampoco en
la constitución sobre la Liturgia. En una conversación, en el tiempo en
el que estábamos juntos en la Comisión Teológica Internacional, recuerdo
que el padre Yves Congar usó una imagen fuerte respecto a esto; habló
de un Espíritu Santo, esparcido aquí y allí en los textos, como se hace
con el azúcar sobre los dulces que, sin embargo, no entra a formar parte
de la composición de la masa.
El deshielo sin embargo había comenzado. Podemos decir que la
esperanza de san Juan XXIII del concilio como de “un nuevo Pentecostés
para la Iglesia” ha encontrado su actuación solo después, con el
concilio concluido, como ha sucedido a menudo, por otro lado, en la
historia de los concilios.
En el año entrante se celebra el 50º aniversario del inicio, en la
Iglesia católica, de la Renovación Carismática. Es uno de los muchos
signos -el más evidente por la vastedad del fenómeno- del despertar del
Espíritu y de los carismas en la Iglesia. El Concilio había allanado el
camino a su acogida, hablando, en la Lumen gentium, de la
dimensión carismática de la Iglesia, junto a esa institucional y
jerárquica, e insistiendo en la importancia de los carismas[1]. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmó:
“Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer
la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido
formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que hacen casi
tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción
eficaz del Espíritu Santo”.
Contemporáneamente, la renovada experiencia del Espíritu Santo ha estimulado la reflexión teológica[2]. Después del concilio se han multiplicado los tratados sobre el Espíritu Santo: entre los católicos, el del mismo Congar[3], de K. Rahner[4], de H.Mühlen[5] y de von Balthasar[6]; entre los luteranos el de J. Moltmann[7] y de M. Welker[8], y de muchos otros. Por parte del magisterio ha estado la encíclica de san Juan Pablo II “Dominum et vivificantem”.
Con ocasión del XVI centenario del concilio de Constantinopla del 381,
el mismo Sumo Pontífice promovió un congreso internacional de
Pneumatología en el Vaticano, cuyos actos fueron publicados por la Librería Editrice Vaticana, en dos grandes volúmenes titulados “Credo in Spiritum Sanctum” [9].
En los últimos años estamos asistiendo a un paso decidido hacia
delante en esta dirección. Hacia el final de su carrera, Karl Barth hizo
una afirmación provocadora que era, en parte, también una autocrítica.
Dijo que en un futuro se desarrollaría una teología diferente, la
“teología del tercer artículo”. En el mismo sentido se expresó Karl
Rahner. Por “tercer artículo” se entiende, naturalmente, el artículo del
credo sobre el Espíritu Santo. La sugerencia no cayó en el vacío. De
aquí se inició la actual corriente denominada, precisamente, “Teología
del tercer artículo”.
No creo que tal corriente quiera sustituir a la teología tradicional
(sería un error si lo pretendiera), sino más bien estar a su lado y
vivificarla. Esta se propone hacer del Espíritu Santo no solo el objeto
del tratado que a él se refiere, la Pneumatología, sino por así decir la
atmósfera en la que se desarrolla toda la vida de la Iglesia y cada
búsqueda teológica, la “luz de los dogmas”, como un antiguo Padre de la
Iglesia definía al Espíritu Santo.
La exposición más completa de esta reciente corriente teológica es el
volumen de ensayos que apareció en inglés el pasado octubre, con el
título “Teología del tercer artículo. Para una dogmática pneumatológica”[10].
En él, partiendo de la doctrina trinitaria de la gran tradición,
teólogos de diferentes Iglesias cristianas ofrecen su contribución, como
premisa a una teología sistemática más abierta al Espíritu y que
responde más a las exigencias actuales. Se me ha pedido también a mí,
como católico, contribuir con un ensayo sobre “Cristología y
pneumatología en los primeros siglos de la Chiesa”.
- El credo leído desde abajo
Las razones que justifican esta nueva orientación teológica no son
solamente de orden dogmático, sino también histórico. En otras palabras,
se entiende mejor qué es, y qué se propone, la teología del tercer
artículo si se tienen en cuenta cómo se ha formado el símbolo actual
Niceno-Constantinopolitano. De esta historia emerge clara la utilidad de
leer una vez tal símbolo “a la inversa”, es decir, empezando por el
final en vez de que desde el principio.
Trato de explicar qué pretendo decir. El símbolo
Niceno-Constantinopolitano refleja la fe cristiana en su fase final,
después de todas las declaraciones y las definiciones conciliares,
terminadas en el siglo V. Refleja el orden alcanzado al final del
proceso de formulación del dogma, pero no refleja el proceso mismo. No
corresponde, en otras palabras, al proceso con el que de hecho la fe de
la Iglesia se ha formado históricamente, y tampoco corresponde al
proceso con el que se añade hoy a la fe, entendida con fe viva en un
Dios vivo.
En el credo actual, se parte de Dios Padre y creador, de Él se pasa
al Hijo y a su obra redentora, y finalmente al Espíritu Santo operante
en la Iglesia. En la realidad, la fe siguió el camino inverso. Fue la
experiencia pentecostal del Espíritu que llevó a la Iglesia a descubrir
quién era verdaderamente Jesús y cuál había sido su enseñanza. Con Pablo
y sobre todo con Juan, se llega a subir de Jesús al Padre. Es el
Paráclito que, según la promesa de Jesús, conduce a los discípulos a la
“plena vedad” sobre Él y el Padre (Jn 16, 13).
San Basilio de Cesárea resume en estos términos el desarrollo de la revelación y de la historia de la salvación:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a
través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad
natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se
difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [11].
En otras palabras, en el orden de la creación y del ser, todo parte
del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el
orden de la redención y del conocimiento, todo comienza con el Espíritu
Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. ¡Podemos decir que
san Basilio es el verdadero iniciador de la teología del tercer
artículo! En la tradición occidental todo esto está expresado
sintéticamente en la estrofa final del himno del Veni creator.
Dirigiéndose al Espíritu Santo, en esta la Iglesia reza diciendo:
Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium,
te utriusque Spiritum
credamus omni tempore.
Haz que por ti conozcamos al Padre
y sabemos también quien es el Hijo
y que en ti, Espíritu de ambos,
creamos ahora y eternamente.
Esto no significa mínimamente que el credo de la Iglesia no sea
perfecto o que deba ser reformado. Es la manera de leerlo que de vez en
cuando es útil cambiar, para rehacer el camino con el que se ha formado.
Entre las dos formas de utilizar el credo – como producto cumplido, o
en su mismo hacerse -, está la misma diferencia que hacer personalmente,
de buena mañana, la escalada del Monte Sinaí partiendo del monasterio
de Santa Caterina, o leer el relato de uno que ha hecho la escalada
antes que nosotros.
- Un comentario sobre el “tercer artículo”
Intentaré por lo tanto, en las tres meditaciones de Adviento,
proponer reflexiones sobre algunos aspectos de la acción del Espíritu
Santo, partiendo justamente del tercer artículo del credo que se refiere
a esto. Esto comprende tres grandes afirmaciones: partamos de la
primera:
a.“Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida”.
El credo no dice que el Espíritu Santo es “el” Señor (un poco antes,
en el credo se proclama: “creo en un solo Señor Jesucristo”. Señor (en
el texto original, to kyrion, neutro!) indica aquí la naturaleza, no la persona; dice qué cosa es, no quién
es el Espíritu Santo. “Señor” quiere decir que el Espíritu Santo
comparte la Señoría de Dios, que está de la parte del Creador, no de las
criaturas; en otras palabras que es de naturaleza divina.
A esta certeza la Iglesia había llegado basándose no solamente en la
Escritura, pero también en la propia experiencia de salvación. El
Espíritu, escribía ya san Atanasio, no puede ser una creatura porque
cuando somos tocados por él (en los sacramentos, en la Palabra, en la
oración) sentimos la experiencia de entrar en contacto con Dios en
persona, no con un intermediario suyo. Si nos diviniza, quiere decir que
es el mismo Dios[12].
¿No se podía, en el símbolo de la fe, decir la misma cosa de una
manera más explícita, definiendo al Espíritu Santo pura y simplemente
“Dios y consustancial con el Padre”, como se había hecho con el Hijo en
el concilio de Nicea? Seguramente y fue justamente esta la crítica
hecha por algunos obispos, entre los cuales san Gregorio Nazianzeno, a
la definición. Por motivos de oportunidad y de paz, se prefirió decir la
misma cosa con expresiones equivalentes, atribuyendo al Espíritu,
además que el título de Señor, también la isotimia, o sea la igualdad con el Padre y el Hijo en la adoración y en la glorificación de la Iglesia.
La expresión sucesiva, según la cual el Espíritu Santo “da la vita”,
es traída de diversos pasajes del Nuevo Testamento: “Es el Espíritu que
da la vida” (Jn 6, 63); “La ley del Espíritu da la vida en Cristo
Jesús” (Rm 8, 2); “El último Adan se volvió espíritu dador de vida” (1
Cor 15, 45); “La letra mata, el Espíritu vivifica” (2 Cor 3, 6).
Nos ponemos tres preguntas. Primero, ¿qué vida da el
Espíritu Santo? Respuesta: da la vida divina, la vida de Cristo. Una
vida sobre-natural, no una super-vida natural; crea al hombre nuevo, no
al superhombre de Nietzsche “inflado de vida”. Segundo, ¿dónde nos da
tal vida? Respuesta: en el bautismo, que es presentado de hecho como un
“renacer del Espíritu” (Jn 3, 5), en los sacramentos, en la palabra de
Dios, en la oración, en la fe, en el sufrimiento aceptado en unión con
Cristo. Tercero, ¿cómo nos da la vida, el Espíritu? Respuesta: haciendo
morir las obras de la carne. “Si con la ayuda del Espíritu hacen morir
las obras de la carne vivirán” dice san Pablo en Romanos 8,13.
b.“… y procede del Padre (y del Hijo) y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”.
Pasemos ahora a la segunda afirmación del credo sobre el Espíritu Santo. Hasta ahora el símbolo de fe nos ha hablado de la naturaleza del Espíritu, no aún de la persona; nos ha dicho que es, no quien
es el Espíritu, nos ha hablado de lo que acomuna al Espíritu Santo al
Padre y al Hijo – el hecho de ser Dios y de dar la vida. Con la presente
afirmación se pasa a lo que distingue al Espíritu Santo del Padre y del
Hijo. Lo que lo distingue del Padre es que procede de él (otro
es aquel que procede, otro aquel del que procede); lo que lo distingue
del Hijo es que procede del Padre no por generación, pero por espiración, para expresarnos en términos simbólicos, no como el concepto (logos) que procede de la mente, pero como el soplo procede de la boca.
Es el elemento central del artículo del credo, aquello con lo que se
entendía definir el lugar que el Paráclito ocupa en la Trinidad. Esta
parte del símbolo es conocida sobre todo por el problema del Filioque,
que fue por un milenio el objeto principal del desacuerdo entre Oriente
y Occidente. No me detengo sobre este problema que fue incluso
demasiado discutido, también porque yo mismo he hablado de él en esta
sede, abordando el tema de la comunión de fe entre Oriente y Occidente,
en la cuaresma del año pasado.
Me limito a poner en claro aquello que podemos recoger de esta parte
del símbolo y que enriquece nuestra fe común, dejando de lado las
disputas teológicas. Esto nos dice que el Espíritu Santo no es un
pariente pobre de la Trinidad. No es un simple “modo de actuar” de Dios,
una energía o un fluido que atraviesa el universo como pensaban los
estoicos; es una “relación subsistente”, por lo tanto una persona.
No tanto la “tercera persona singular”, sino más bien “la primera persona plural”. El “Nosotros” del Padre y del Hijo[13].
Cuando, para expresarnos de manera humana, el Padre y el Hijo hablan
del Espíritu Santo, no dicen “él”, sino “nosotros”, porque él es la
unidad del Padre y del Hijo. Aquí se ve la fecundidad extraordinaria de
la intuición de san Agustín para quien el Padre es quien ama, el Hijo el
amado y el Espíritu el amor que los une, el don intercambiado. Sobre
esto se basa la creencia de la Iglesia occidental, según la cual el
Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”.
El Espíritu Santo, a pesar de todo, quedará siempre el Dios
escondido, también si logramos conocer los efectos. Él es como el
viento: no se sabe de donde viene y adonde va, pero se ven los efectos
cuando pasa. Es como la luz que ilumina todo lo que está delante,
quedando esa escondida. Por esto es la persona menos conocida y amada de
los Tres, a pesar de que sea el Amor en persona. Nos resulta más fácil
pensar en el Padre y en el Hijo como “personas”, pero es más difícil
para el Espíritu.
No existen categorías humanas que puedan ayudarnos a entender este
misterio. Para hablar de Dios Padre nos ayuda la filosofía que se ocupa
de la causa primera (el “Dios de los filósofos”); para hablar del Hijo
tenemos la analogía humana de la relación padre – hijo y tenemos también
la historia, porque el Verbo se hizo carne. Para hablar del Espíritu no
tenemos sino la revelación y la experiencia. La misma Escritura nos
habla de él sirviéndose casi siempre de símbolos naturales: la luz, el
fuego, el viento, el agua, el perfume, la paloma.
Comprenderemos plenamente quién es el Espíritu Santo solamente en el
paraíso. Más aún, lo viviremos en una vida que no tendrá fin, en una
profundidad que nos dará inmensa alegría. Será como un fuego dulcísimo
que inundará nuestra alma y la colmará de gozo, como cuando el amor
arrolla el corazón de una persona y esta se siente feliz.
c.“… y ha hablado por medio de los profetas”
Estamos en la tercera y última gran afirmación sobre el Espíritu
Santo. Después de haber profesado nuestra fe en la acción vivificadora y
santificadora del Espíritu Santo en la primera parte del artículo (el
Espíritu que es Señor y da la vida), ahora se indica también su acción
carismática. De ella se nombra un carisma para todos, aquel que Pablo
considera el primero por importancia, o sea la profecía. (cf 1 Cor 14).
También del carisma profético se menciona solamente una etapa: el
Espíritu que “ha hablado por medio de los profetas”, o sea en el Antiguo
Testamento. La afirmación se basa sobre diversos textos de la
Escritura, y en particular en 2 Pedro 21: “Movidos por el Espíritu
Santo, hablaron algunos hombres de parte de Dios”.
- Un artículo que es necesario completar
La Carta a los Hebreos dice que “después de haber hablado un tiempo
por medio de los profetas, en los últimos tiempos Dios nos ha hablado en
el Hijo” (cf Hb 1,1-2). El Espíritu no ha dejado por lo tanto de hablar
por medio de los profetas; lo ha hecho con Jesús y lo hace también hoy
en la Iglesia. Esta y otras lagunas del símbolo fueron colmadas poco a
poco en la práctica de la Iglesia, sin necesidad, por esto, de cambiar
el texto del credo (como sucedió lamentablemente en el mundo latino con
el añadido del Filioque). Tenemos un ejemplo en la epiclesi de la liturgia ortodoxa llamada de San Jacobo, que dice así:
“Manda tu santísimo Espíritu, Señor y vivificador, que está sentado
contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo unigénito; que reina, consustancial
y coeterno. Él ha hablado en la Ley, en los profetas del Nuevo
Testamento; ha bajado en forma de paloma sobre Nuestro Señor Jesucristo
en el río Jordán, reposando sobre él, y bajó sobre los santos apóstoles
el día de la santa Pentecostés”. [14]
Uno quedaría desilusionado por lo tanto si quisiera encontrar en el
artículo sobre el Espíritu Santo todo o también solamente lo mejor de la
revelación bíblica sobre él. Esto pone en evidencia la naturaleza y el
límite de cada definición dogmática. Su finalidad no es decir todo sobre
un dato de la fe, sino trazar un perímetro dentro del cual se debe
colocar cada afirmación y que ninguna afirmación puede contradecir. A
esto se añade en nuestro caso, el hecho que el artículo fue compuesto en
un momento en el cual la reflexión sobre el Paráclito había apenas
iniciado y, por añadidura, razones históricas contingentes (el deseo de
paz del emperador) imponía un compromiso entre las partes.
Pero nosotros no tenemos solamente las pocas palabras del credo sobre
el Paráclito. La teología, la liturgia y la piedad cristiana, sea en
Occidente que en Oriente, han revestido de “carne y sangre” las escarzas
afirmaciones del símbolo de la fe. En la secuencia de Pentecostés la
íntima relación y personal del Espíritu Santo con cada alma – una
dimensión completamente ausente en el símbolo – ha sido expresada con
títulos como padre de los pobres, luz de los corazones, dulce huésped
del alma, dulcísimo alivio.
La misma secuencia dirige al Espíritu Santo una serie de oraciones
que sentimos particularmente bellas y necesarias. Concluimos
proclamándolas juntas, buscando de individuar entre ellas aquella que
sentimos más necesaria para nosotros:
Lava quod ests órdidum,
Riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Flecte quod est rígidum,
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.
Lava lo que está sucio,
riega lo que está árido,
sana lo que sangra.
riega lo que está árido,
sana lo que sangra.
Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está gélido,
endereza lo que está desviado.
________________________________________calienta lo que está gélido,
endereza lo que está desviado.
[1] Lumen gentium 12.
[2]Cf. La riscoperta dello Spirito. Esperienza e teologia dello Spirito Santo, a cura di Claus Hartmann e Heribert Muhlen, Milano 1975 (ed. originale, Erfahrung und TheolgiedesHeiligenGeistes, München 1974).
[3] Y. Congar, Credo nello Spirito Santo,2, Brescia 1982, pp. 157-224
[4] K. Rahner, Erfahrung des Geistes. Meditation auf Pfingsten, Herder, Friburgo i. Br. 1977.
[5] H. Mühlen ,Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963
[6] U. von Balthasar, Spiritus Creator, Brescia 1972, p. 109
[7] J. Moltmann, Lo Spirito della vita, , Brescia 1994, pp. 102-108.
[8] M. Welker, Lo Spirito di Dio. Teologia dello Spirito Santo, Brescia 1995, p.62.
[9] Editi da Libreria Editrice Vaticana nel 1983.
[10]Third Article Theology: A PneumatologicalDogmatics, a cura di MykHabets, Fortress Press, Settembre 2016.
[11] Basilio di Cesarea, De SpirituSancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[12] S. Atanasio, Cartas a Serapiòn, I, 24 (PG 26, 585).
[13]Cf H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Aschendorff, Münster in W. 1963. Il primo a definire lo Spirito Santo il «divino Noi» è stato S. Kierkegaard, Diario II A 731 (23 aprile 1838).
[14] In A. Hänggi – I. Pahl, PrexEucharistica, Fribourg, Suisse, 1968, p.