Salvador Bernal
A lo largo de la semana se ha producido un fenómeno impropio de una República laica, que no deseo pasar por alto
Comencé a escribir mientras se celebraba
la segunda vuelta de las primarias de la derecha y el centro franceses,
para elegir su candidato en los comicios presidenciales del próximo
abril. Las encuestas previas daban ganador a François Fillon,
que terminó destacado en la primera vuelta, casi al borde de la mayoría
absoluta, en contra de las previsiones. También habría ganado el debate
en televisión cara a cara con Alain Juppé del pasado jueves. Y, aunque Nicolas Sarkozy
ofreció apoyo a Fillon, estaba por ver la decisión de sus seguidores en
primera vuelta. La legitimidad del candidato será aún mayor, porque ha
crecido la participación ciudadana: entre las dos vueltas, casi nueve
millones de ciudadanos han expresada su opinión. Esta vez, los sondeos
no han fallado.
Pero a lo largo de la semana se ha
producido un fenómeno impropio de una República laica, que no deseo
pasar por alto. Confirma, por desgracia, la necesidad de seguir
promoviendo el auténtico laicismo en la vida pública. He leído
demasiadas cosas en línea de una descalificación al candidato favorito,
no por razones políticas, sino con argumentos ideológicos y doctrinales.
Como si un católico no tuviera aún plenitud de derechos de ciudadanía
en el país vecino, y su elección pusiera en peligro la normalidad
democrática.
De nada sirve, ante ese fundamentalismo
laicista, la trayectoria política de un hombre bien conocido,
especialmente por sus cinco años al frente del gobierno de la nación,
bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy. Resulta explicable que su
probada honradez y su coherencia personal, distinta ciertamente de otros
candidatos, le haga ganado unos puntos más de votos entre el electorado
creyente. Pero muchos católicos votaron también a Alain Juppé, alcalde
hoy de Burdeos, y al propio Sarkozy. Aunque se han equivocado ahora los
sondeos, no está de más recordar que uno realizado por IFOP entre
septiembre y noviembre para la revista Pèlegrin, daba a Juppé
favorito entre los católicos... La diferencia total es mucho más amplia
que la del llamado aún “voto católico”, como si estuviéramos en la
Iglesia preconciliar. (Por cierto, me parece anacrónico sambenito de los
laicistas recalcitrantes).
En modo alguno, han sido determinantes
las creencias. No sé si el énfasis que ponen ciertos comentaristas
intenta promover a Juppé o, más bien, piensa en evitar una casi
inevitable confrontación con Marine Le Pen, desde las
previsiones de que no habrá representante de la izquierda en la recta
final. Pero no parece que descalificar con estereotipos al candidato de
los republicanos vaya a dar votos al de los socialistas, probablemente,
el actual presidente François Hollande.
Aparte del aspecto relativo a las
personas −¿por quién se decantaban los franceses en este domingo final
de noviembre?−, la polémica denota la importancia de la identidad
nacional en la actual política francesa, que afecta a todos, y no sólo a
la extrema derecha. No depende de las políticas familiares −derecho a
la vida, reproducción asistida, “pacs” y parejas homosexuales,
adopción−, temas de enjundia antropológica, sobre los que existe
abundante criterio en la doctrina social católica. De hecho, apenas
había diferencias entre los dos finalistas. Se trata más bien de la
cuestión de futuro, ligada a las raíces. Se traslada a la propia nación
el viejo debate sobre las raíces cristianas de Europa.
Paradójicamente, quienes plantean con
más fuerza este problema, consideran el presente y el futuro para no
aceptar la realidad histórica. Desde luego, el proceso de secularización
en Occidente ha afectado también a la hija mayor de la Iglesia,
como se decía antiguamente de Francia. Pero no es una minoría, como
sucede en tantos lugares; mucho menos una comunidad, en el sentido en
que se habla de la comunidad judía o musulmana. En la práctica, la
prensa da gran espacio a las violencias o profanaciones antisemitas o
antiislámicas, a pesar de que la intolerancia mayoritaria afecta a
tumbas o templos cristianos.
Más problemático resulta el
neoliberalismo de Fillon, aunque pueda ser beneficioso en un país con
excesiva dependencia del sector público. Pero éste es un debate abierto
también entre los creyentes, dentro de los grandes criterios de la
doctrinal de la Iglesia. No hace falta oponer −vieja dialéctica
agotadora− moral familiar y moral social, se trate del obispo de Roma o
de un candidato al Elíseo. Pero así es el juego del simplismo
fundamentalista.
La presentación del ya electo no es
precisamente positiva, a pesar de la mayor participación y de la
rotundidad de los resultados favorables a Fillon (66,5%). Refleja cierto
despotismo ilustrado entre los analistas: como si el pueblo estuviera
fallando en sus decisiones libres. Pero algo puede estar cambiando en la
democracia francesa cuando resulta elegido el más sereno, el menos
mediático, de los candidatos.