“¡Queridos hermanos y hermanas!, hemos iniciado hace poco un camino
de catequesis sobre el tema de la esperanza, muy apto para el tiempo de
Adviento. A guiarnos ha sido hasta ahora el profeta Isaías.
Hoy, cuando faltan pocos días para la Navidad, quisiera reflexionar
de modo más específico sobre el momento en el cual, por así decir, la
esperanza ha entrado en el mundo, con la encarnación del Hijo de Dios.
El mismo profeta Isaías había preanunciado el nacimiento del Mesías
en algunos pasajes: «Miren, la joven está embarazada y dará a luz un
hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel» (7,14); y también – en otro
pasaje – «Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus
raíces» (11,1).
En estos pasajes se entre ve el sentido de la Navidad: Dios cumple la
promesa haciéndose hombre; no abandona a su pueblo, se acerca hasta
despojarse de su divinidad. De este modo Dios demuestra su fidelidad e
inaugura un Reino nuevo, que dona una nueva esperanza a la humanidad. Y
¿cuál es esta esperanza? La vida eterna.
Cuando se habla de la esperanza, muchas veces se refiere a lo que no
está en el poder del hombre y que no es visible. De hecho, lo que
esperamos va más allá de nuestras fuerzas y nuestra mirada. Pero el
Nacimiento de Cristo, inaugurando la redención, nos habla de una
esperanza distinta, una esperanza segura, visible y comprensible, porque
está fundada en Dios
Él entra en el mundo y nos dona la fuerza para caminar con Él: Dios
camina con nosotros en Jesús, caminar con Él hacia la plenitud de la
vida, nos da la fuerza para estar de una manera nueva en el presente, a
pesar de exigir esfuerzo.
Esperar para el cristiano significa la certeza de estar en camino con
Cristo hacia el Padre que nos espera. La esperanza jamás está detenida,
la esperanza siempre está en camino y nos hace caminar. Esta esperanza,
que el Niño de Belén nos dona, ofrece una meta, un destino bueno en el
presente, la salvación para la humanidad, la bienaventuranza para quien
se encomienda a Dios misericordioso.
San Pablo resume todo esto con la expresión: “En la esperanza hemos
sido salvados” (Rom 8,24). Es decir, caminando de este modo, con
esperanza, somos salvados.
Y aquí podemos hacernos una pregunta, cada uno de nosotros: ¿yo
camino con esperanza o mi vida interior está detenida, cerrada? ¿Mi
corazón es un cajón cerrado o es un cajón abierto a la esperanza que me
hace caminar? No solo sino con Jesús. Una buena pregunta para hacernos.
En las casas de los cristianos, durante el tiempo de Adviento, se
prepara el pesebre, según la tradición que se remonta a San Francisco de
Asís. En su simplicidad, el pesebre transmite esperanza; cada uno de
los personajes está inmerso en esta atmósfera de esperanza.
Antes que nada notamos el lugar en el cual nace Jesús: Belén. Un
pequeño pueblo de Judea donde mil años antes había nacido David, el
pastor elegido por Dios como rey de Israel.
Belén no es una capital, y por esto es preferida por la providencia
divina, que ama actuar a través de los pequeños y los humildes. En aquel
lugar nace el “hijo de David” tan esperado, Jesús, en el cual la
esperanza de Dios y la esperanza del hombre se encuentran.
Después miramos a María, Madre de la esperanza. Con su ‘sí’ abrió a
Dios la puerta de nuestro mundo: su corazón de joven estaba lleno de
esperanza, completamente animada por la fe; y así Dios la ha elegido y
ella ha creído en su palabra.
Aquella que durante nueve meses ha sido el arca de la nueva y eterna
Alianza, en la gruta contempla al Niño y ve en Él el amor de Dios, que
viene a salvar a su pueblo y a toda la humanidad.
Junto a María estaba José, descendiente de Jesé y de David; también
él ha creído en las palabras del ángel, y mirando a Jesús en el pesebre,
piensa que aquel Niño viene del Espíritu Santo, y que Dios mismo le ha
ordenado llamarle así, ‘Jesús’.
En este nombre está la esperanza para todo hombre, porque mediante
este hijo de mujer, Dios salvará a la humanidad de la muerte y del
pecado. ¡Por esto es importante mirar el pesebre! Detenerse un poco y
mirar y ver cuanta esperanza hay en esta gente.
Y también en el pesebre están los pastores, que representan a los
humildes y a los pobres que esperaban al Mesías, el «consuelo de Israel»
(Lc 2,25) y la «redención de Jerusalén» (Lc 2,38).
En aquel Niño ven la realización de las promesas y esperan que la
salvación de Dios llegue finalmente para cada uno de ellos. Quien confía
en sus propias seguridades, sobre todo materiales, no espera la
salvación de Dios.
Pero hagamos entrar esto en la cabeza: nuestras propias seguridades
no nos salvaran. Solamente la seguridad que nos salva es aquella de la
esperanza en Dios. Nos salva porque es fuerte y nos hace caminar en la
vida con alegría, con ganas de hacer el bien, con las ganas de ser
felices para toda la eternidad.
Los pequeños, los pastores, en cambio confían en Dios, esperan en Él y
se alegran cuando reconocen en este Niño el signo indicado por los
ángeles (Cfr. Lc 2,12).
Y justamente el coro de los ángeles anuncia desde lo alto el gran
designio que aquel Niño realiza: ‘¡Gloria a Dios en las alturas, y en la
tierra, paz a los hombres amados por él’ (Lc 2,14).
La esperanza cristiana se expresa en la alabanza y en el
agradecimiento a Dios, que ha inaugurado su Reino de amor, de justicia y
de paz.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días, contemplando el pesebre,
nos preparamos para el Nacimiento del Señor. Será verdaderamente una
fiesta si acogemos a Jesús, semilla de esperanza que Dios siembra en los
surcos de nuestra historia personal y comunitaria. Cada ‘sí’ a Jesús
que viene es un germen de esperanza.
Tengamos confianza en este germen de esperanza, en este sí: ‘Si
Jesús, tú puedes salvarme, tú puedes salvarme’. ¡Feliz Navidad de
esperanza para todos!”.