Francisco a cuantos leerán esta Carta Apostólica misericordia y paz
Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn
8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y coherente que
esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al
encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la
misericordia»[1]. Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio.
Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario
de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a
seguir en el futuro.
1. Esta página del Evangelio puede ser asumida, con todo derecho,
como imagen de lo que hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico
de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida
en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un
paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma
existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del
Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el
amor misericordioso del Padre.
Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley,
juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don
total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley
mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la
ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón
de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe
tener el primado sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no
se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el
Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su
corazón: allí ha reconocido el deseo de ser comprendida, perdonada y
liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia
del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la
piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería
juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio
prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias,
tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras
de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn8,9). Y después de ese
silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te
ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques
más» (vv. 10-11). De este modo la ayuda a mirar el futuro con esperanza y
a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante,
si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez
que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la
condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el
amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.
2. Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando,
invitado a comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida
por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido con
perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado
con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del
fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados,
porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v.
47).
El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que
Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. No existe página
del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo del amor que
llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida terrena,
mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la
misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo,
ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será
siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e
inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena
libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.
La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando,
transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios
es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.
3. Cuánta alegría ha brotado en el corazón de estas dos mujeres,
la adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que se sintieran al fin
más libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y de dolor se
han transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La misericordia
suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una
vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se
trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen
está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el
círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros
instrumentos de misericordia.
Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas
palabras que guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de alegría,
que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y
complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el
bien y desprecia la tristeza [...] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí
la tristeza y se revistan de toda alegría»[2]. Experimentar la
misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y
preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro
corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.
En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se
multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las
personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar
en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen
a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que
lentamente pueden conducir a la desesperación. Se necesitan testigos de
la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que
prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío
profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el
corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de
reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por
la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol:
«Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).
4. Hemos celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la
misericordia se nos ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y
saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo
entero. Y delante de esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan
prolongada se ha posado sobre cada uno de nosotros, no podemos
permanecer indiferentes, porque ella cambia la vida.
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y
decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra […]. Has perdonado la
culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha
experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que
mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y
el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita
del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se
difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han indicado la
misión: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22-23).
5. Ahora, concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia
adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y
entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina. Nuestras comunidades
continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva evangelización
en la medida en que la «conversión pastoral», que estamos llamados a
vivir[3], se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la
misericordia. No limitemos su acción; no hagamos entristecer al
Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a
todos el Evangelio que salva.
En primer lugar estamos llamados a celebrar la
misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando
invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia
no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el
inicio hasta el final de la celebración eucarística, la
misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante
y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su
amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial, con la
invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios
omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y
nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en
la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la
resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la
misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo:
«Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, qué aceptas el
ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira
con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que
estamos hundidos bajo el peso de las culpas»[4]. Después nos sumergimos
en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu
amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como
redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al
hombre, menos en el pecado»[5]. Además, la plegaria eucarística cuarta
es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a
todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de
todos nosotros»[6], es la súplica apremiante que realiza el sacerdote,
para implorar la participación en la vida eterna. Después del
Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la
liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes
del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor
recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No
tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia»[7].
Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la
unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la
misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del
misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser
humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada
momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de
Dios.
En toda la vida sacramental la misericordia se nos da en
abundancia. Es muy relevante el hecho de que la Iglesia haya querido
mencionar explícitamente la misericordia en la fórmula de los dos
sacramentos llamados «de sanación», es decir, la Reconciliacióny la Unción de los enfermos.
La fórmula de la absolución dice: «Dios, Padre misericordioso, que
reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y
derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda,
por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz»[8]; y la de la
Unción reza así: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia,
te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo»[9]. Así, en la
oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser
solamente parenética, es altamente performativa, es decir que,
mientras la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la
confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente. Este es un
aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda su
originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con el
que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el primer
acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro. Por
tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su amor
nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar
de nuestro pecado.
6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios
asume también un significado particular. Cada domingo, la Palabra de
Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor
se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual[10]. En la
celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su
pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la
historia de nuestra salvación como una incesante obra de misericordia
que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus
amigos, se «entretiene» con nosotros[11], para ofrecernos su compañía y
mostrarnos el sendero de la vida. Su Palabra se hace intérprete de
nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda
para que podamos experimentar concretamente su cercanía. Qué importante
es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de la belleza y
del bien»[12], para que el corazón de los creyentes vibre ante la
grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la
homilía y el cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa,
cuanto más haya experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad
misericordiosa del Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es
un ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio
sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella
llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida
pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre
sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.
7. La Biblia es la gran historia que narra las maravillas
de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del
amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en el universo
los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de
los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de
Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a
pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación
marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que
entiende la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser
instrumento permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23).
Por medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe
de la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los
caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos.
Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se
difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio
del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda
claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además
útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tm 3,16).
Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la
difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un
domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la
inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su
pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que
animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la
Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la
difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina
sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza
hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición
espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras
concretas de caridad[13].
8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es
el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro
encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos
pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que
queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la
gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la
misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el
perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante
nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera
cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).
En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión
hacia él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un
perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Pe
4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros
estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él perdona nuestras
faltas: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos
quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa
el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula
el alegre compromiso por la misericordia.
9. Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho
fruto a lo largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia.
Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite
a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de
todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el
renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No
perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de
reconciliación. «Reconciliaos con Dios» (2 Co 5,20), esta es la
invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que
descubra la potencia del amor que transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).
Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este
inestimable servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este
ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la
Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición,
como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y
eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo
para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este
periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de
mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el
ejercicio de este precioso ministerio.
10. A los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho
esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión
sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis
acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en
el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer
adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a
muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga también un
corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia
condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.
11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol,
escritas hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de
haber sido el primero de los pecadores, «por esto precisamente se
compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza
arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra
existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para
cambiar, convertir y transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo
Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este
ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un
insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).
Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las
palabras del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y
nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con
vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser
perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad
del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a
abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero
decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley
equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor
propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm
8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la
tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las
normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.
Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que
suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y
palabras que toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que
descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos
esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la
misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de
la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).
El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su
puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes
que pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co
5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le
impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se
les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del
perdón.
Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor
en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen
consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral
para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.
12. En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se
interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de
ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su
ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado
de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período
jubilar[14], lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa
en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un
pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma
fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado
que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde
encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre.
Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de
acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.
En el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por
diversos motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes
de la Fraternidad San Pío X, la posibilidad de recibir válida y
lícitamente la absolución sacramental de sus pecados[15]. Por el bien
pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad de sus
sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios, la plena
comunión con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal que
esta facultad se extienda más allá del período jubilar,
hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo
sacramental de la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.
13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1), son
las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que
llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos
dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor
resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás
debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se
expresa también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos
hermanos y hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y
aflicción. Enjugar las lágrimas es una acción concreta que rompe el
círculo de la soledad en el que con frecuencia terminamos encerrados.
Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al
sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar
una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia.
Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la
violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres
queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven
estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir
comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que
permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a
través del consuelo ofrecido por los hermanos.
A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en
algunos momentos no existen palabras para responder a los interrogantes
del que sufre. La falta de palabras, sin embargo, se puede suplir por la
compasión del que está presente y cercano, del que ama y tiende la
mano. No es cierto que el silencio sea un acto de rendición, al
contrario, es un momento de fuerza y de amor. El silencio también
pertenece al lenguaje de la consolación, porque se transforma en una
obra concreta de solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.
14. En un momento particular como el nuestro, caracterizado por
la crisis de la familia, entre otras, es importante que llegue una
palabra de gran consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio es
una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que
corresponder con al amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la
familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas
alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también
el júbilo de la Iglesia»[16]. El sendero de la vida lleva a que un
hombre y una mujer se encuentren, se amen y se prometan fidelidad por
siempre delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la
traición y la soledad. La alegría de los padres por el
don de los hijos no es inmune a las preocupaciones con respecto a su
crecimiento y formación, y para que tengan un futuro digno de ser vivido
con intensidad.
La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la
familia para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la
misericordia, sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a
toda la acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo
de la familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a
reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. La experiencia
de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades
humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y
acompañar[17].
No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la
propia historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra
vida, con sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se
desenvuelve bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre
todo de parte del sacerdote, un discernimiento espiritual atento,
profundo y prudente para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar
la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios,
participar activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese
Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de
Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
15. El momento de la muerte reviste una importancia
particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la
luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la
certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo
en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte
hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La
muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e
ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia
las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos.
En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del
nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos
la experiencia de las exequias como una plegaria llena de
esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer
consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.
Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral
animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean
expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da
palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de
su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este
momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la
cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad,
soledad, incertidumbre y llanto.
16. Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la
puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta,
de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os
11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia
los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del
Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el
testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La
Puerta Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en
la vía de la caridad, que estamos llamados a recorrer cada día
con fidelidad y alegría. El camino de la misericordia es el que nos hace
encontrar a tantos hermanos y hermanas que tienden la mano esperando
que alguien la aferre y poder así caminar juntos.
Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos,
porque nada es más agradable al Padre que un signo concreto de
misericordia. Por su misma naturaleza, la misericordia se hace visible y
tangible en una acción concreta y dinámica. Una vez que se la ha
experimentado en su verdad, no se puede volver atrás: crece
continuamente y transforma la vida. Es verdaderamente una nueva creación
que obra un corazón nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica los
ojos para que sepan ver las necesidades más ocultas. Qué verdaderas son
las palabras con las que la Iglesia ora en la Vigilia Pascual, después
de la lectura que narra la creación: «Oh Dios, que con acción
maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste».[18]
La misericordia renueva y redime, porque es el
encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del
hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón
de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una «nueva creatura» (cf. Ga 6,15):
soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida
nueva; he sido «misericordiado», entonces me convierto en instrumento
de misericordia.
17. Durante el Año Santo, especialmente en los «viernes de la misericordia»,
he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia
no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y
silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos
signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e
indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen personas
que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la
solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don
valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida,
son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo.
Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de
cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y
cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace
que muchas personas se acerquen a la Iglesia.
18. Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia
para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La
Iglesia necesita anunciar hoy esos «muchos otros signos» que Jesús
realizó y que «no están escritos» (Jn 20,30), de modo que sean
expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la
comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo,
las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la
sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no
tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un
país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad,
en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que
reclama socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que,
con frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en
ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El
analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas
se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del
individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda
el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios
mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la
más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento
de la dignidad inviolable de la vida humana.
Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales
constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y
positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a
ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de
personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con
nosotros una «ciudad fiable».[19]
19. En este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de
misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a
descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun
así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza
espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas.
Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a
descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y
entusiasmo.
Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo,
en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia.
Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas
las direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle
un rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En
efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es
como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt
25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del
Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y,
sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron
(cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.
Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios
está desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los
soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene
nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con
todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo
necesario. Si la Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»[20]
para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser
solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la
dignidad que les han sido despojada. «Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente.
No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa
o una tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la
condición social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan
contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción
misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y
la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir
la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana.
Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo
tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros
tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les
ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos
niños son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para
vivir con dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar
su presente y su futuro?
El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse
inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que
los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu
Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera
concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean
sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de
todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.
20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia,
basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura
en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada
cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son «artesanales»:
ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de
mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la
«materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada
una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de
una persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a
partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el
espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la
comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del
Señor la llama siempre a salir de la indiferencia y del individualismo,
en el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y
sin problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8),
dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una
falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado con cada
uno de ellos.
La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración
asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la
familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los
pobres. Es una invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que
comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la «teoría
sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en
vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no
deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando
su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se
refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana:
«Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado
cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una
invitación hoy más que nunca actual, que se impone en razón de su
evidencia evangélica.
21. Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras
del apóstol Pedro: «Los que antes erais no compadecidos, ahora sois
objeto de compasión» (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros
cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren,
para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre. Que
nuestras comunidades se abran hasta llegar a todos los que viven en su
territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los
creyentes, la caricia de Dios.
Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra
vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con
el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para
plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordiapara todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para
que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la
presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para
que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que,
venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la
vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.
A la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas»,
mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las
Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este
Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres.
Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los
pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de
misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que ayudará a
las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la pobreza está en
el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro esté
echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá
haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una
genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que
se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión
pastoral, para ser testimonio de la misericordia.
22. Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha
representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su
constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la
misericordia de Dios.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.
FRANCISCO
[1] In Io. Ev. tract. 33,5.
[2] Pastor de Hermas, 42, 1-4.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 27: AAS 105 (2013), 1031.
[4] Misal Romano, III Domingo de Cuaresma.
[5] Ibíd., Prefacio VII dominical del Tiempo Ordinario.
[6] Ibíd., Plegaria eucarística II.
[7] Ibíd., Rito de la comunión.
[8] Ritual de la Penitencia, n. 102.
[9] Ritual de la Unción y de la pastoral de enfermos, n. 143.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 106.
[11] Cf. Id. Const. dogm. Dei Verbum, 2.
[12] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 142: AAS 105 (2013), 1079.
[13] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 30 septiembre 2010, 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[14] Cf. Carta con la que se concede la indulgencia con ocasión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, 1 septiembre 2015: L’Osservatore Romano ed. Española, 4 de septiembre de 2015, 3-4
[15] Cf. ibíd.
[16] Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 19 marzo 2016, 1.
[17] Cf. ibíd., 291-300.
[18] Misal Romano, Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura.
[19] Carta. enc. Lumen fidei, 29 junio 2013, 50: AAS 105 (2013), 589.
[20] Cf. Cipriano, La unidad de la Iglesia católica, 7.