El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza.
Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco
Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M 7,14). Estas palabras
manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos
y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que,
mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de
alcanzar una vida nueva.
Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una
respuesta simple pero perfecta elimina toda la casuística banal que los
saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos,
sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el
verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos.
La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos
llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús.
La esperanza es don de Dios. Está ubicada en lo más profundo del
corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente,
muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan
tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las
raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar,
la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el
mal que hemos cometido. No existe lugar en nuestro corazón que no pueda
ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha
equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del
Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación.
Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con
vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor
de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos.
Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la
privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque
toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no
puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y
otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede
sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo
debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin
abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1).
En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del
«Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir que
también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios
espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la
parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado
(cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha
encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5).
Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede
quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión
hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de
modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un
nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la
fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y
vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en
él.
Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el
Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma
naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46).
No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la
verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la
Iglesia no puede renunciar.
A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas
que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. Cada
vez que entro una cárcel me pregunto ‘por que ellos y no yo’, todos
tenemos al posibilidad de equivocarnos, todos de una u otra manera nos
hemos equivocados.
Y esa hipocresía hace que no se piense piense en la posibilidad de
cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación. Pero de este
modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos
prisioneros sin darnos cuenta.
Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es
esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro
de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las
personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las
estrechas paredes de la celda del individualismo y de la
autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar
con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para
esconder las propias contradicciones.
Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11).
Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón
arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso
(cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el
pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita
de nuevo.
Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía
sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad
personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo
capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no
podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos
reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su
misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20).
La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de
mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha
permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente
imposibles. Personas que han padecido violencias y abusos en sí mismas o
en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la
misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la
violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de
mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre
las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y
obreros de la misericordia.
Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como
una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las
cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de
vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de
la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el
servicio del prójimo.