CLAUSURA DEL AÑO DE LA MISERICORDIA
Textos: 2 Sam 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43
Idea principal: Christus vincit, Christus regnat, Christus ímperat.
Síntesis del mensaje: Hoy celebramos la
Solemnidad de Cristo Rey. Así cerramos no sólo el año de la
Misericordia, sino también el año litúrgico. El próximo domingo
comenzamos el Adviento del ciclo A. Esta fiesta de Cristo Rey antes se
celebraba el último domingo de octubre, desde el año 1925 en la que la
instituyó el Papa Pío XI. Pero en la reforma de Pablo VI, el 1969, se
trasladó al último domingo del año litúrgico, el domingo 34 del Tiempo
Ordinario. Esta fiesta nos invita a ver nuestra historia como un proceso
del Reino que todavía no se manifiesta, pero que se está gestando y
madurando hasta el final de los tiempos.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, veamos a nuestros reyes terrenos y a nuestro Rey, Cristo. Los
reyes del mundo van rodeados de grandes séquitos, de armas, de
delegados, de fasto y pompa, de terciopelos, de valiosas joyas, de
lujosos tronos, esplendorosos salones. Sus proclamaciones suelen estar
rodeadas de espectaculares ceremonias, brillantes festejos y general
regocijo. Los Evangelios nos
presentan un Rey cuyo trono es la cruz y cuyo cetro es un clavo que
atraviesa su mano. Demasiado fuerte, demasiado escandaloso, demasiado
insoportable para el hombre. Más aún: si algo está lejos de lo que es
ser Rey, según el sentir humano, es ese Jesús de la Cruz; si algo es
imposible conciliar es que Jesús sea Dios y Rey en la Cruz. Pero
los evangelistas no se dejan llevar por los prejuicios humanos, no
quieren suavizar las cosas para conseguir adeptos; los evangelistas
saben que aquí no se puede remozar la realidad, ni siquiera como técnica
pedagógica. A la hora de la verdad, ésta es nuestra fe: ante un hombre
que está siendo ejecutado como un malhechor entre malhechores, el
cristiano proclama que ése y no otro es nuestro Salvador; ése y no otro
es el Hijo de Dios; ése y no otro es nuestro Salvador. Que aquí estamos
rozando el Misterio de Dios es innegable; y en esta situación no tenemos
otra salida que la confianza, porque este Rey es un Rey lleno de
misericordia.
En segundo lugar, veamos las reacciones ante este Cristo Rey Misericordioso. El pueblo presencia la escena, probablemente esperando a ver en qué quedaba todo aquello. Las autoridades religiosas hacen
sarcásticos comentarios sobre el crucificado: “A otros ha salvado; que
se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios”; hay que reconocer que
saben “poner el dedo en la llaga”, que lo que dicen está lleno de
lógica; pero precisamente por eso, porque están convencidos de que Dios
tiene que ser como su lógica les dicta, son incapaces de reconocer a
Dios tal y como Él se presenta; y el hecho de que no se presente como el
hombre esperaría, no es motivo para rechazarle; pero sí lo fue para
aquellas autoridades religiosas. Los soldados romanos,
encargados de la ejecución, se burlan de aquel hombre que moría bajo el
título de “Rey de los judíos”; ellos sí sabían bien lo que era un rey; y
además conocían cuál era la verdadera situación de los judíos; en aquel
estado de cosas, pensar que aquel hombre fuese rey era un disparate
descomunal en el que ellos, lógicamente, no iban a caer. Sólo un hombre es capaz de leer tras las apariencias, de interpretar los acontecimientos que ante sus ojos se están desarrollando; un ladrón
que, en otra cruz, comparte el suplicio y el destino más próximo de
Jesús: la muerte. Un hombre al que la ley del Estado no ha dado
respuestas en su vida, un hombre al que la lógica humana ha considerado
indigno de seguir vivo entre los vivos, irrecuperable, sin solución,
inservible para el género humano, y por tanto, digno de ser destruido,
eliminado. Este es el único que, a pesar de su situación -¿sería
atrevido afirmar que, más bien, gracias a ella?- ya no espera nada de la
lógica humana, pero no ha perdido toda esperanza. Le queda una
esperanza más definitiva, más absoluta, que iba más allá de lo que la
vista y la mente podían alcanzar. Por eso se dirige a Jesús
Misericordioso para pedirle: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino”. Y por eso encuentra una respuesta en Jesús: “Hoy estarás conmigo
en el paraíso”. Antes aquel “buen
ladrón” ha tenido que ser capaz de superar ideas preconcebidas sobre
Dios y reconocerle presente en aquel compañero suyo de suplicio; ha
tenido que superar el dejarse esclavizar por los valores al uso en su
sociedad y reconocer que, verdaderamente, aquél era Rey y Rey
Misericordioso.
Finalmente, ¿a qué nos compromete esta solemnidad? Es necesario que Cristo reine en primer lugar en nuestra inteligencia, por el conocimiento de sus enseñanzas y la recepción amorosa de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, por la obediencia e identificación cada vez más plena con la voluntad divina. Es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se anteponga al amor de Dios; y en nuestro cuerpo, que es templo del Espíritu Santo; en nuestro trabajo,
en nuestro camino de santidad. Celebrar la fiesta de Cristo Rey implica
un compromiso: trabajar con todo empeño para que la voluntad de Dios
–como nos dice san Pablo en la 2ª lectura- se manifieste en todas las
cosas. En nuestro corazón en primer lugar, y desde allí a todo lo que
está a nuestro alrededor, hasta que llegue el día en que el Reino se
manifieste en total plenitud, cuando todas las cosas estén
definitivamente ordenadas al servicio del hombre nuevo, y Dios sea todo
en todos, como dejó escrito el Papa Pío XI en la encíclica “Quas primas”.
Para reflexionar: ¿Es Cristo el Rey de mi
corazón, de mi inteligencia y de mi voluntad? ¿Qué hago para llevar el
Reino de Cristo a todas partes, ese Reino de justicia, amor, verdad y
paz?
Para rezar: ¡Oh
Cristo Jesús! Os reconozco por Rey universal. Todo lo que ha sido
hecho, ha sido creado para Vos. Ejerced sobre mí todos vuestros
derechos. Renuevo mis promesas del
Bautismo, renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo
vivir como buen cristiano. Y muy en particular me comprometo a hacer
triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra
Iglesia. ¡Divino Corazón de Jesús! Os ofrezco mis pobres acciones para
que todos los corazones reconozcan vuestra Sagrada Realeza, y que así el
reinado de vuestra paz se establezca en el Universo entero. Amén.