11/03/16

Trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario - Ciclo C

Antonio Rivero, L.C. 

Textos: 2 Mac 7, 1-2. 9-14; 2 Tes 2, 15- 3, 5; Lc 20, 27-38


Idea principal: Creo con fe firme en el dogma de la resurrección de la carne.

Síntesis del mensaje: Dentro de dos domingos –domingo 34 del tiempo ordinario- termina el año de la misericordia. En este domingo el Señor nos invita a meditar con fe y serenidad en las verdades eternas que viviremos después de nuestra muerte. ¿Qué habrá después de esta vida? La muerte, el juicio, el veredicto de Dios: o el premio –después de una purificación en el purgatorio– o el castigo, que Dios nunca quiso, pero que nosotros nos ganamos con nuestra rebeldía y desamor, y finalmente la resurrección de nuestro cuerpo en la vida eterna. Todo el mes de noviembre está impregnado por estas verdades, sobre todo con la celebración de la fiesta de todos los  Santos y la de los fieles Difuntos. El Catecismo de la Iglesia católica en el número 988 dice así: “el Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna”. Y en el número 990 declara: La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida”.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la primera lectura nos muestra que algunos mártires, en medio de una persecución contra los judíos, tuvieron una gran fe en la resurrección. Los judíos de los siglos precedentes no habían descubierto todavía la fe en la resurrección. Su creencia era similar a la de muchos pueblos –los griegos, por ejemplo- que pensaban que los hombres, tras la muerte, continuaban teniendo una existencia en los infiernos (que los judíos llamaban sheol), pero una existencia miserable, una existencia espectral, indigna de la naturaleza humana, y todavía menos de Dios. La muerte se les presentaba como una ruptura irreparable. Pero algunos recibieron la inspiración de Dios de una esperanza más allá de la muerte: “No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción” (Salmo 15, 10). Esperanza de que Dios les llevará consigo. Estos judíos estaban convencidos de que, para tener una vida plena junto a Dios, también debía resucitar su cuerpo. Preguntemos, si no, a la madre de los siete hijos (1ª lectura), a quien el rey Antíoco exigía –para que abandonaran su religión- comer carne de cerdo, prohibida por la ley de Moisés, por ser animal impuro. Para conservar la pureza ritual había que abstenerse absolutamente de comer de cerdo. Estos jóvenes resistieron y fueron fieles a la ley. Lo que les mantenía en su lucha contra el perseguidor era la fe en la resurrección. Tenían confianza de que Dios les recompensaría con una resurrección gloriosa. Dios no puede abandonar a sus fieles.

En segundo lugar, ahora es Jesús en el evangelio de hoy quien profesó esta certeza de la resurrección; más aún, anunció su propia resurrección. Ante la pregunta ridícula de los saduceos sobre la mujer que se casó siete veces -¿de quién será mujer, de los siete esposos que tuvo?-, da una respuesta luminosa y decisiva al misterio de la resurrección. Les hace ver que tienen una idea equivocada de la resurrección. No es el retorno a la vida terrena, sino una resurrección que inaugura una vida completamente nueva de relación con Dios, llena de alegría y gozo, sin mezcla de tristeza ni fatiga, que sólo se dan aquí en la tierra. En esta nueva vida con Dios ya no hay necesidad de casarse ni de relaciones íntimas. Hay amor, pero no vida sexual, que en la tierra era consuelo, placer y bendición entre esposo y esposa para reforzar el amor entre los esposos y procrear. La vida allá no es continuación de la de aquí, llena de placeres sensibles y carnales, aunque legítimos y buenos, dentro de un matrimonio santo. No se necesita procrear, porque allá habrá sólo vida, no muerte. Allá seremos como ángeles, dice Jesús, con existencia espiritual, aunque con su cuerpo resucitado. Lo que esperamos no es una vida terrena, aunque mejorada, sino una vida celestial en plenitud, al lado de Dios y sus santos.
Finalmente, creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano, De resurrectione mortuorum 1, 1). Busquemos ya aquí en la tierra los valores celestiales: amor, alegría, paz y unión con Dios y con todos los hermanos, sin odios ni egoísmos. Es una felicidad más profunda y completa, que aquí en la tierra era un sorbo, un aperitivo, mezclado a veces con la hiel y el vinagre. La 2ª lectura nos ayuda a prepararnos para esa resurrección: con confianza en Dios y esperanza inquebrantable, aún en medio de luchas y tribulaciones, pues el amor de Dios prevalecerá al final. Cristo nos ha prometido esta resurrección.

Para reflexionar: Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: «Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos […] Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos […] Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor» (Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).

Para rezar: agradezcamos la gracia de la vida eterna con las palabras de uno de los grandes doctores de la Iglesia, San Agustín:

“Entonces seremos libres y veremos,
veremos y amaremos,
amaremos y alabaremos.
He aquí lo que sucederá al fin sin fin”.