11/08/16

Carta del Prelado del Opus Dei



 Noviembre de 2016

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Ha pasado ya casi un año desde que el Santo Padre abría la Puerta Santa, primero en el corazón de África y después en la basílica de San Pedro. Mientras se acerca el final de este Año jubilar, que concluirá en la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de este mes, acuden a nuestra memoria los eventos que han tenido lugar en todo el mundo; los más importantes, sin duda, han sucedido en la intimidad de cada uno con el Señor. Sólo Dios conoce cuántas personas han vuelto a reconciliarse con Él, quizá después de muchos años de alejamiento o de tibieza.
A lo largo de estos meses, hemos procurado redescubrir el misterio del Amor de Dios, que se esconde en el seno de la Iglesia. Verdaderamente, la misericordia divina llena toda la tierra, como las aguas cubren la inmensa extensión de los océanos; y la hemos repasado en la Sagrada Escritura —en los profetas y en los salmos, sobre todo en el Evangelio—, en la liturgia, en la piedad popular... La hemos advertido también en nuestra vida: basta una ojeada a la propia existencia para redescubrir, maravillados, la cercanía con que el Señor nos ha tratado y nos trata, desde que nos incorporó a la Iglesia mediante el bautismo, y aun antes.
Jesucristo nos ha dejado una clara enseñanza en el capítulo 15 del evangelio de san Lucas. Ahí se recogen tres parábolas suyas sobre la misericordia divina:la de la oveja perdida, la de la dracma que se había extraviado y la del hijo pródigo. Y comenta san Ambrosio: «¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso no representan a Dios Padre, a Cristo y a la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno, porque es Pastor, no cesa de sostenerte; la otra, como Madre, te acoge, sin cesar te busca; y entonces el Padre vuelve a vestirte. El primero, por obra de su misericordia; la segunda, cuidándote; y el tercero, reconciliándote con Él.
Estos meses nos han ayudado a revitalizar nuestro amor a Dios y a los demás, precisamente allí donde pudiera haberse quedado un poco debilitado. Quizá descubramos que son aún muchos los pliegues del alma en los que nos falta esa faceta; y esto no debe extrañarnos, porque la llamada a ser "misericordiosos como el Padre" es una invitación para toda la vida.
La clausura del Año santo no supone, pues, un punto de arribo para pasar a otra cosa, sino un punto de partida para andar con ilusión renovada por el camino de nuestro progresar cristiano. Desde el bautismo, todos los cristianos poseemos el sacerdocio común, que nos conduce a ejercer la misericordia con un hondo sentido de la filiación divina. San Josemaría insistió en que hay que ver, en todos, hermanos a los que debemos un amor sincero y un servicio desinteresado. Es éste el mensaje del Papa, pocas semanas antes de clausurar este año de especiales gracias. «No basta con adquirir experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que cualquiera que la recibe se convierta también en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada sólo para momentos particulares, sino que abraza toda nuestra experiencia cotidiana».
Por eso me pregunto, y os animo a preguntaros: ¿Qué ha quedado en nosotros a la vuelta del Año santo? ¿Nos hemos empapado más de la convicción de que Dios nos mira como un Padre lleno de ternura, de infinito amor? En la convivencia diaria, en la vida familiar, en el trabajo profesional, en el apostolado, en las visitas a los pobres y en la ayuda a los que sufren, ¿se halla más presente ese Amor de Dios, manifestado en Cristo? ¿Mantenemos despierta la esperanza de que, a pesar de nuestros errores, el Señor desea que nos comportemos como mejores transmisores de su misericordia? Muy oportuno resulta que, como nuestra Madre la Virgen, meditemos estas cosas y las ponderemos en nuestro corazón.
Para seguir adelante, cada vez con paso más decidido, en esta dirección por la que el Espíritu Santo impulsa a la Iglesia, me atrevo a sugeriros dos líneas que, en cierto modo, resumen el camino recorrido durante estos meses, y que pueden ayudarnos a mantener encendidas en nuestras almas las luces de este Año santo: acogernos personalmente a la misericordia de Dios, y así acoger a los demás: vivir inclinados hacia ellos.
En primer lugar, acogernos a la misericordia de Dios: de esto depende todo. Cuando nos percatamos de que Dios mueve las circunstancias y tareas, impulsándonos hacia Él, la piedad y el afán apostólico crecen. Nos refugiamos más fácilmente en las manos de Jesucristo, con deportividad en la pelea interior, con deseos renovados de acercarle muchas almas, con una alegría que nada ni nadie debe perturbar.
El Amor de Dios se nos muestra exigente y sereno a la vez. Exigente, porque Jesucristo cargó sobre sus hombros la Cruz y quiere que le sigamos por ese camino, para colaborar con Él a que los frutos de la redención lleguen a todo el mundo; sereno, porque Jesús no desconoce nuestras limitaciones, y nos orienta mejor que la más comprensiva de las madres. No somos nosotros quienes cambiaremos el mundo con nuestro esfuerzo: eso lo cumplirá Dios, capaz de transformar los corazones de piedra en corazones de carne.
El Señor no exige que no nos equivoquemos nunca, sino que nos levantemos siempre, sin quedarnos amarrados a nuestros errores; que caminemos por esta tierra con serenidad y confianza de hijos. Meditemos con frecuencia esas tiernas palabras de san Juan: en su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo. La paz interior no pertenece a quien piensa que todo lo cumple bien, ni a quien se despreocupa de amar: surge en la criatura que siempre, incluso cuando cae, vuelve a las manos de Dios. Jesucristo no ha venido a buscar a los sanos sino a los enfermos. y se contenta con un amor que se renueva cada jornada, a pesar de los tropiezos de los hombres, porque acuden a los sacramentos como a la fuente inagotable de perdón.
La misericordia nos urge también a acoger a los demás, a inclinarnos hacia ellos; somos capaces de transmitirla si la hemos recibido de Dios. Así, «tras haber obtenido misericordia y abundancia de justicia, el cristiano se dispone a tener compasión de los infelices y a rezar por los otros pecadores. Se vuelve misericordioso incluso hacia sus enemigos». Sólo la comprensión magnánima de Dios «es capaz de recuperar el bien perdido, de pagar con el bien el mal cometido y de generar nuevas fuerzas de justicia y de santidad».
No faltan ocasiones en las que el peso del trabajo o de las dificultades podrían anestesiar un poco el corazón, como las espinas que ahogan la buena semilla. Dios nos pone el corazón en carne viva, para que nos inclinemos a los demás, no sólo ante los problemas o las tragedias, sino también en la multitud de pequeñas cosas diarias, que requieren un corazón atento, que quita relevancia a lo que realmente no la tiene, y que se esfuerza por darla a lo que verdaderamente importa, pero que quizá pasa inadvertido. Dios no nos convoca sólo a convivir con los demás, sino a vivir para los demás. Nos reclama una caridad afectuosa, que sepa acoger a todos con una sincera sonrisa.
Por eso acudamos siempre a la oración, especialmente cuando pensemos que una situación o una persona nos supera, para confiar entonces al Señor los obstáculos que encontramos en nuestro caminar. Roguémosle que nos ayude a superarlos, a no concederles demasiada importancia. Pidámosle que nos conceda un amor a la medida del suyo, por intercesión de Santa María, Mater misericordiæ
En su viaje apostólico a Polonia, el Papa hablaba del Evangelio como el «libro vivo de la misericordia de Dios». Este libro, decía, «todavía tiene al final páginas en blanco: es un libro abierto, que estamos llamados a escribir con el mismo estilo, es decir, realizando obras de misericordia». Y concluía: «cada uno de nosotros guarda en el corazón una página personalísima del libro de la misericordia de Dios». Llenemos con ilusión las páginas que Dios nos ha confiado a cada uno, sin desanimarnos por los borrones y manchas que nuestra torpe escritura haya causado. Por la clemencia de Dios, el Espíritu se hace presente en nuestras miserias, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte; nos fortalecemos con la gracia de Cristo y así podemos transmitir lo que hemos recibido.
En este servicio atento a los demás, no olvidemos —particularmente el día 2, y durante todo el mes — esa obra de misericordia discreta y tan agradable a los ojos de Dios: la oración por los difuntos. Suplico al Señor, para cada uno y cada una, la gracia de practicar la Comunión de los santos con todos: con los necesitados de nuestros sufragios, con los que gozan ya de la bienaventuranza celestial, y con los que aún peregrinamos aquí abajo, comenzando por el Papa y sus colaboradores, hasta abarcar en nuestra plegaria a todos los hombres y mujeres, especialmente a los más indigentes de esa unión.
No puedo terminar sin agradecer a Dios la reciente ordenación de diáconos de la Prelatura: pidamos por ellos y por los ministros sagrados del mundo entero. Al mismo tiempo, renuevo mi gratitud por los frutos del viaje pastoral que hice dos semanas atrás a la nueva circunscripción de Finlandia y Estonia. Recemos por la Iglesia en esos países y en los demás del norte de Europa. Me gustaría contaros con detalle la ilusión de san Josemaría —y también del queridísimo don Álvaro— por la implantación de la Obra en esas tierras. Os invito a que lo consideréis en los ratos de oración ante el Sagrario. Y que se alce nuestra gratitud más sincera al Cielo, por el aniversario de la erección de la Obra en Prelatura personal.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier