Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Dedicamos la catequesis de hoy a una
obra de misericordia que todos conocemos muy bien, pero que quizá no
ponemos en práctica como debemos: sufrir con paciencia los defectos del
prójimo. Todos somos muy buenos al identificar una presencia que puede
molestar: sucede cuando vemos a alguien por la calle, o cuando recibimos
una llamada… En seguida pensamos: “¿durante cuánto tiempo tendré que
escuchar los lamentos, los chismes, las peticiones o la jactancia de
esta persona?”. Sucede también, a veces, que las personas molestas son
las más cercanas a nosotros: entre los parientes siempre hay alguno; en
el trabajo no faltan; ni tampoco en el tiempo libre estamos exentos.
¿Qué tenemos que hacer? ¿Por qué entre las obras de misericordia se ha
incluido también esta?
En la Biblia vemos que Dios mismo
debe usar misericordia para soportar los lamentos de su pueblo. Por
ejemplo en el libro del Éxodo, el pueblo resulta realmente insoportable:
primero llora por ser esclavo en
Egipto, y Dios lo libera; después, en el desierto, se lamenta porque no
hay nada que comer (cfr 16,3), y Dios manda el maná (cfr 16,13-16),
pero a pesar de esto los lamentos no cesan. Moisés hacía de mediador
entre Dios y el pueblo, y también él algunas veces habrá resultado
molesto para el Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado a
Moisés y al pueblo también esta dimensión esencial de la fe.
Por tanto, surge una primera pregunta
espontánea: ¿hacemos alguna vez el examen de conciencia para ver si
también nosotros, a veces, podemos resultar molestos a los otros? Es
fácil señalar con el dedo los defectos y las faltas de otros, pero
deberíamos aprender a ponernos en el lugar de los otros.
Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta
paciencia tuvo que tener en los tres años de su vida pública! Una vez,
mientras estaba caminando con sus discípulos, fue parado por la madre de
Santiago y Juan, que le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda” (Mt 20,21).
Jesús también se inspira en esta situación para dar una enseñanza
fundamental: su Reino no es de poder y gloria como los terrenos, sino de
servicio y donación a los otros. Jesús enseña a ir siempre a lo
esencial y mirar más lejos para asumir con responsabilidad la propia
misión. Podremos ver aquí el reclamo a otras dos obras de misericordia
espiritual: la de corregir al que se equivoca y la de enseñar al que no
sabe. Pensemos en el gran empeño que se puede poner cuando ayudamos a
las personas a crecer en la fe y en la vida. Pienso, por ejemplo, en los
catequistas –entre los cuales hay muchas madres y religiosas– que
dedican tiempo para enseñar a los jóvenes los elementos básicos de la
fe. ¡Cuánto trabajo, sobre todo cuando los jóvenes preferirían jugar en
vez de escuchar el catecismo!
Acompañar en la búsqueda del esencial
es bonito e importante, porque nos hace compartir la alegría de
saborear el sentido de la vida. A menudo nos sucede que encontramos
personas que se detienen en cosas superficiales, efímeras y banales; a
veces porque no han encontrado a nadie que les animara a buscar otra
cosa, a apreciar los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar a lo esencial
es una ayuda determinante, especialmente en un tiempo como el nuestro
que parece haber perdido la orientación y perseguir satisfacciones
efímeras. Enseñar a descubrir qué quiere de nosotros el Señor y cómo
podemos corresponder significa ponernos en el camino para crecer en la
propia vocación, el camino de la verdadera alegría. Así las palabras de
Jesús a la madre de Santiago y Juan, y después a todo el grupo de
discípulos, indican el camino para evitar caer en la envidia, en la
ambición y en la adulación, tentaciones que están siempre al acecho
también entre nosotros los cristianos. La exigencia de aconsejar,
amonestar y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los otros,
sino que nos obliga sobre todo a entrar en nosotros mismos para
verificar si somos coherentes con lo que pedimos a los demás. No
olvidemos las palabras de Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6,41). El Espíritu Santo nos ayude a ser pacientes en el soportar y humildes y sencillos en el aconsejar.