Salvador Bernal
La experiencia muestra la gran
dispersión del voto entre los creyentes de las diversas confesiones
importantes en aquel gran país
Los principales sociólogos de Estados
Unidos deben de estar revisando estos días el nivel de fiabilidad de los
sondeos, tras el relativo fracaso predictivo respecto de las elecciones
presidenciales. Los fallos son compatibles con el bombardeo de
explicaciones a posteriori sobre la victoria de Donald Trump.
Se analizan segmentos de población por razón de edad, color, origen
histórico, raza, nivel cultural y títulos... También, aunque menos, por
motivos religiosos. Porque la experiencia muestra la gran dispersión del
voto entre los creyentes de las diversas confesiones importantes en
aquel gran país.
De todos modos, desde este último punto de vista, mi hipótesis es que el gran perdedor es Barack Obama.
Ha tomado decisiones a lo largo de sus ocho años de mandato valoradas
como lesivas de la libertad religiosa, pacíficamente vivida en un país
donde rige una estricta separación entre las iglesias y el Estado, pero
con criterios ajenos a una visión laicista europea que trató de
imponerse desde Washington. Eso sí, invocando a Dios en los discursos,
algo connatural en un país en que los billetes de dólar mantienen la
histórica referencia al “In God we trust”.
No me imagino a ninguna autoridad de
Sevilla −de cualquier color político− poniendo límites a la tarea de las
monjas de la popularmente conocida, antes de su canonización, como sor Ángela de la Cruz.
Como nadie osaría poner en tela de juicio en Madrid, o en tantas
ciudades del mundo, a las Hermanitas de los Pobres. Pero la política de
Obama llevó a algunas congregaciones religiosas norteamericanas de fines
asistenciales a pedir amparo al Tribunal Supremo en defensa de la
libertad de su conciencia. Como ahora, en cierto modo, puede suceder en
Canadá si no se respeta a los profesionales de la salud no dispuestos a
facilitar la asistencia al suicidio en los hospitales católicos.
Entre las razones de los sorprendentes
resultados del martes, se puede sostener la hipótesis −habrá que
verificarla− de la reacción profunda de un sector mayoritario de la
población contra lo políticamente impuesto (antes, correcto). Se
presentará como tradición blanca, rural, incluso cristiana, frente a
universitarios y comunicadores imbuidos de un laicismo militante que
choca demasiado con viejas costumbres y reduce la libertad.
Sigo pensando en la vigencia del análisis que publicó hace unos treinta y cinco años Allan Bloom en El cierre de la mente americana.
Presentaba entonces la difusión académica del relativismo como
postulado democrático: el peligro de la concordia no era el error, sino
la intolerancia; el verdadero riesgo procedía de quien se presentaba
como creyente. No habría espacio para modelos ni héroes, porque valía
todo..., excepto el mal radical: Hitler, con el cortejo de fascismos. Y Sócrates
volvería a ser condenado a muerte en el siglo XX americano. Por
paradoja, el movimiento universitario para recuperar la libertad
académica arrancó hace un par de años en la Universidad de Chicago, la
tierra de los Obama. Pero muchos Colleges están demasiado asustados ante la victoria de Trump, salgan o no a la calle sus alumnos.
Quizá Trump no conozca a fondo estos debates universitarios. Probablemente, sí Hillary Clinton,
si son auténticos los mensajes electrónicos anticatólicos que se le
atribuyen: en los tiempos que corren, no se puede juzgar con una sola
fuente, por el fabuloso incremento de la manipulación facilitada por las
nuevas tecnologías. A título anecdótico, basta pensar en la foto
difundida en España de una guapa adolescente con un cartel “No a las
reválidas”. Puede ser real; o un truco de quienes justifican unas
pruebas ya puestas en tela de juicio en el Libro Blanco que
preparó el ministerio español de educación meses antes de presentar la
ley general aprobada en 1970. Pero Trump sí ha captado una
insatisfacción social genérica −más cultura y social que propiamente
religiosa− que se ofrece a remediar. Veremos si es capaz.
No se trata sólo ni mucho menos de
cuestiones de moral sexual o familiar, que tampoco alcanzan hoy
unanimidad entre los cristianos evangélicos, ni incluso entre católicos.
Es más, el voto de éstos se solía inclinar hacia los candidatos del
partido demócrata, sin que los obispos dijeran nada en favor de unos o
de otros. Fue el propio Trump quien se dirigió a los católicos a
comienzos de octubre en la carta que envió a los participantes en la Annual Catholic Leadership Conference,
que se celebraba en Denver. Les prometía estar con ellos, seguir siendo
pro-vida y defender la libertad religiosa, el derecho a practicar plena
y libremente la religión, como individuos, empresarios e instituciones
académicas. No pareció entonces tener mucho eco. Pero algo habrá
influido. Veremos también cómo actúa desde la Casa Blanca. La piedra de
toque será quizá la propuesta para sustituir como juez del Tribunal
Supremo al fallecido Antonin Scalia.