Homilía del Papa en el estadio sueco de Swedbak en Malmo
“Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los
Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados
santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos
nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del
amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre
ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos.
Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que,
tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios,
sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del
bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel
hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida
de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias
sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas
cosas, a tantos proyectos o planes personales.
Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente
felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida
en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso,
a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su
camino, su meta, su patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida
que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio
de hoy, hemos escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran
muchedumbre en un monte junto al lago de Galilea.
Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del
cristiano. Entre todas ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados
los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos
descubre la riqueza de su amor. La mansedumbre es un modo de ser y de
vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros;
logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y enfrenta, y se
busquen modos siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad,
como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre ellos santa María
Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida,
Brigitta Vadstena, copatrona de Europa.
Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión
entre los cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su
País, caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas,
donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la
Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón.
Con ella comprendemos la grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad;
y además es la actitud del que no tiene nada que perder, porque su
única riqueza es Dios.
Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del
cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos llamados a
ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y
angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así,
podríamos señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu
renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan con fe los
males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los
que miran a los ojos a los descartados y marginados mostrándoles
cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada persona y
luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que
protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al
propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que rezan y
trabajan por la plena comunión de los cristianos… Todos ellos son
portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente
de él la recompensa merecida.
Queridos hermanos y hermanas, la llamada a la santidad es para todos y
hay que recibirla del Señor con espíritu de fe. Los santos nos alientan
con su vida e intercesión ante Dios, y nosotros nos necesitamos unos a
otros para hacernos santos. Juntos pidamos la gracia de acoger con
alegría esta llamada y trabajar unidos para llevarla a plenitud. A
nuestra Madre del cielo, Reina de todos los Santos, le encomendamos
nuestras intenciones y el diálogo en busca de la plena comunión de todos
los cristianos, para que seamos bendecidos en nuestros esfuerzos y
alcancemos la santidad en la unidad”.