11/22/16

Nueva entrevista del Papa

Con ocasión de la clausura del Año Santo de la Misericordia


Santidad, ante todo gracias por el tiempo que nos concede: lo consideramos un regalo a todos los telespectadores de TV2000. Con usted queremos conversar del Jubileo que acaba de concluir. El término “balance” tiene un sonido comercial, está bien para las empresas. ¿Pero cuáles son sus impresiones? ¿Está contento de cómo se ha vivido este Jubileo? ¿Cuán santo ha sido este Año Santo?
Alguno me pedía hacer una entrevista sobre el balance, más o menos, y yo rápido he pensado en el censo del Rey David, y he tenido miedo… Solo puedo dar las noticias que llegan de todo el mundo. El hecho de que el Jubileo no se haya hecho solo en Roma, sino en cada diócesis del mundo, en las diócesis, en las catedrales y en las iglesias que el obispo haya indicado, ese hecho que ha universalizado un poco el Jubileo. Y ha hecho mucho bien. Ha hecho mucho bien. Porque era toda la Iglesia que vivía este Jubileo, había como una atmósfera de Jubileo.
Y las noticias que vienen de las diócesis hablan de acercamiento de la gente a la Iglesia, de encuentro con Jesús, el encuentro… muchas cosas hermosas… Yo diría: ha sido una bendición del Señor y también, no diré el punto final, pero un paso grande adelante en el proceso que comenzó con el Beato Pablo VI, y después con Juan Pablo II que ha puesto el acento de una manera muy fuerte en la misericordia. Pensemos en tres hechos grandes ¿no?: en la encíclica, el día de la Divina Misericordia en la octava de Pascua y la canonización de Sor Faustina. San Juan Pablo II ha dado un gran paso.
Y después esto. Está en una línea eclesial donde la misericordia es, no digo descubierta, porque ya lo estaba, sino que es proclamada fuertemente: es como una necesidad, una necesidad. Una necesidad para este mundo que creo tiene la enfermedad del descarte, la enfermedad de cerrar el corazón, del egoísmo, hace bien. Porque ha abierto el corazón y mucha gente se ha encontrado con Jesús. No sé, esto es lo que pienso sobre el Jubileo.
Cada mes ha acudido un viernes a realizar una obra de misericordia yendo a visitar un lugar de sufrimiento y acogida. Me puedo imaginar cuántas caras, cuántas historias se han cruzado en su vida durante este año. ¿Hay algún caso que usted quiera recordar de manera especial porque ha quedado en su interior y le acompaña en el corazón?
Pienso en dos que se me ocurren de manera espontánea. La primera: cuando visité a las mujeres que están siendo rescatadas del sufrimiento de la prostitución. Me acuerdo una de África: muy guapa, muy joven…, y explotada. Estaba embarazada. No solo había sufrido la explotación, sino que incluso la habían sometido a palizas y torturas: “Tienes que ir a trabajar”… Y ella, cuando contaba su historia −había 15 niñas allí que me contaron sus historias− me dijo: “Padre, he dado a luz en invierno en medio del camino y sola. ¡Sola! Y ahora mi niña está muerta”. La hacían trabajar hasta el final del día, porque si no llevaba suficientes ganancias la golpeaban y la torturaban. Un día le cortaron una oreja porque no había ganado lo suficiente. Esto es… Y yo pensaba no solo en los explotadores, sino también en los que pagan a las niñas: ¿Es que acaso no saben que con ese dinero, para buscar una satisfacción sexual, están contribuyendo a la explotación de esas niñas?
La segunda: aquel día que fui a acompañar en los dos extremos de la vida: el principio y el final. Fui al hospital cercano al Gemelli, un hospital que tiene relación con el Gemelli, pero para enfermos terminales. El mismo día fui al hospital San Giovanni, a la sala de maternidad, y había una mujer llorando, llorando, llorando, delante de sus hijos gemelos…, pequeños pero muy bellos. Su tercer hijo había muerto. Eran tres, pero uno había muerto. Ella lloraba por su hijo muerto mientras acariciaba a los otros dos. El don de la vida.
Y entonces pensé en esa costumbre de deshacerse de los niños antes de que nazcan, ese horrendo crimen. Se deshacen de ellos porque les resulta mejor así, porque es más cómodo. Es una responsabilidad muy grande, es un pecado gravísimo, ¿no? Es una responsabilidad muy grande.
Esta madre, que había tenido tres hijos, lloraba por el que había muerto, y no podía consolarse con los dos que estaban vivos. El amor de la vida en cualquier situación… Me resulta tan grande… Dos cosas que he visto…
Usted a menudo repite que desea una Iglesia pobre para los pobres: ¿Es de verdad posible? ¿Observa a la Iglesia como institución o ve en realidad también a cada uno de nosotros?
La Iglesia como institución la hacemos nosotros, cada uno de nosotros; la comunidad somos nosotros. El enemigo más grande –¡más grande!– de Dios es el dinero. Recuerden que Jesús al dinero le da el estatus de señor, de jefe cuando dice: “Ninguno puede servir a dos señores: a Dios o al dinero”. Dios y las riquezas. No dice Dios y −no sé− la enfermedad, o Dios y cualquier otra cosa: el dinero. Porque el dinero es el ídolo. Lo vemos ahora, ¿no? En este mundo donde el dinero parece que manda.
El dinero es un instrumento hecho para servir, y la pobreza está en el corazón del Evangelio y Jesús habla de este desencuentro: dos señores, dos jefes. O me alisto con este o con este. O me pongo de parte de este que es mi Padre o de parte de este que me hace esclavo. Y después la verdad: el diablo siempre entra por el bolsillo, siempre. Es su puerta de entrada. Se debe luchar por hacer una Iglesia pobre para los pobres según el Evangelio, ¿no? Se debe luchar.
Y cuando yo veo Mateo 25, que es el protocolo sobre el que nosotros seremos juzgados, entiendo mejor qué significa una Iglesia pobre para los pobres: las obras de misericordia, ¿no?, en Mateo 25. Es posible pero siempre se debe luchar porque la tentación de la riqueza es muy grande. San Ignacio de Loyola nos enseña en los ejercicios que hay tres escalones: el primero la riqueza que comienza a corromper el alma, después la vanidad, las pompas de jabón, una vida vanidosa, el aparentar, el figurar… y después, la soberbia, el orgullo. Y de allí, todos los pecados. Pero el primer escalón es el dinero, la falta de pobreza. Por eso no es fácil, y necesita continuamente reflexionar, examinarse…
Una pregunta personal, si es posible: hablando de sí mismo, usted a menudo se ha definido como un pecador al cual el Señor ha mirado. Le quería preguntar: ¿cuáles son las tentaciones de un Papa y cómo explicaría a quien no es creyente, a quien no tiene el don de la fe, esta experiencia de ser mirado por el Señor? ¿Cómo la cuenta, cómo la explica?
Las tentaciones del Papa son las tentaciones de cualquier persona, de cualquier hombre. Según las debilidades de personalidad, que el diablo siempre usa para entrar, que son la impaciencia, el egoísmo, después un poco de pereza… puede suceder, pero entran todas, todas…
Y las tentaciones nos acompañan hasta el último momento, ¿no? Los santos han sido tentados hasta el último momento, y Santa Teresa del Niño Jesús decía que se debe rezar mucho por los moribundos porque el diablo desencadena una tempestad de tentaciones, en ese momento, ¿no? Y también a ella. Ella ha sido tentada en la desconfianza, de falta de fe, ¿no? Seca como una piedra. Pero logró fiarse del Señor, sin sentir nada y sí venció la tentación.
Y decía por esto que es importante rezar por los moribundos. “La vida del hombre es una milicia sobre la tierra”, dice el libro, uno de los sapienciales. Es luchar para vencer las tentaciones. Siempre nos acompañarán. Respecto a esa expresión, es una experiencia, esa que yo he tenido, ese 21 de septiembre, que entré en la iglesia… yo era un joven practicante, pero al agua de rosas. Y vi a un sacerdote que no conocía, me confesé y salí diferente y cambié, Y desde ahí hasta hoy, el Señor continúa mirándome con misericordia y salvándome. Así vivo mi experiencia.
Querría preguntarle una cosa sobre los presos. Usted hace dos semanas recibió en Roma a los reclusos y dijo que a menudo se pregunta −y quizás deberíamos hacerlo todos− “¿por qué no yo, por qué ellos y no yo”? ¿Qué debemos decir y hacer para entender esto y qué debemos hacer frente a las leyes?
La primera parte de la pregunta. El otro día llamé, el domingo pasado, a uno que conocía, en la cárcel de Buenos Aires, y le he preguntado: “¿Cómo estás?” “Bien…”. Busco, cuando tengo un poco de tiempo, poder llamar, telefonear a los presos que he conocido cuando los visitaba porque tengo este sentimiento: ¿por qué él y no yo? Si yo… pero el Señor tiene motivos suficientes para mandarme a la cárcel, y él lo ha cubierto… Porque un preso no es castigado al final, es castigado cuando empieza, puede ser castigado cuando inicia y yo he tenido muchos inicios de cosas feas y he tenido en mi vida que si el Señor hubiese quitado la mano de encima mío… esto es el “por qué ellos y yo no”.
Y después hay un pensamiento entre nosotros que es una idea difundida: ese que está en la cárcel es porque ha hecho alguna cosa fea. Que la pague. La cárcel como castigo. Y esto no es bueno. La cárcel es como un purgatorio, pensemos, es decir, para prepararse para la reinserción. No hay una verdadera pena sin esperanza. Si una pena no tiene esperanza no es una pena cristiana, no es humana. Por eso, la pena de muerte no está bien.
Sí, usted me podrá decir que en el 400, en el 500, ataban a los criminales, la pena de muerte, con la esperanza de que fuesen al Paraíso, ahí estaba el capellán que te mandaba al paraíso. Pienso en el gran don Cafasso, allí, al lado de la horca. Pero era otra antropología, otra cultura. Hoy no se puede pensar así. También los prisioneros de por vida, así frío, es una pena de muerte un poco encubierta. ¿Pero en el caso de una persona que por sus características psicológicas no de una garantía de reinserción? Hay forma de reinsertarlo con el trabajo, con la cultura en el interior de un cierto régimen de cárcel, pero en la que él se sienta útil en la sociedad, despierto, y el alma es cambiada, no es aquello que ha hecho el reo, un criminal, sino uno que ha cambiado su vida y ahora hace algo en la cárcel que lo reinserta y se siente con otra dignidad. Esto es importante. Pero el muro −sea de muerte, sea cadena perpetua, así, como pena− no ayuda. No sé si me he explicado.
Y después, algo que me da mucha ternura cuando miro −o miraba en Buenos Aires− la cola para entrar a la visita en la cárcel: las madres. Mujeres que no tienen vergüenza de hacer la fila, delante de toda la ciudad, porque pasan los buses, pasa la gente… “Es mi hijo: yo voy”. Cuánto amor ¿eh? Una madre... También esposas que van allí y que sufren tantas humillaciones por entrar, pero también la humillación de hacer la cola delante de todo el mundo. Esto a mí me ha hecho mucho bien y me ha hecho preguntarme: “¿Yo doy la cara por mis fieles, por mis cristianos? ¿O no?”. Para mí ha sido motivo de reflexión, me ha hecho mucho bien ver a estas mujeres valientes.
Santidad, Usted ha dicho que la actitud humana más cercana a la gracia divina es el humor: una afirmación que puede parecer un poco extraña en boca de un Papa. ¿Por qué? ¿Quizás porque se necesita haber recibido una gran gracia, un gran don para ser capaz de reírse de los propios defectos?
El sentido del humor es una gracia que yo pido todos los días, y rezo esa hermosa oración de Santo Tomás Moro: “Dame, Señor, el sentido del humor”; que yo sepa reír ante una broma. Es muy hermosa esa oración. Porque el sentido del humor te lleva, te hace ver lo provisional de la vida y tomar las cosas un espíritu de alma redimida. Es una actitud humana, pero la más cercana a la gracia de Dios.
Conocí un sacerdote −un gran sacerdote, un gran pastor, por citar uno− que tenía un sentido del humor grande, pero hacía mucho bien con él, porque aligeraba las cosas: “Lo absoluto es Dios pero esto se organiza, si puedes… estate tranquilo…”; pero sin decirlo así, sabía hacerlo sentir, con el sentido del humor. Y de él se decía: “Pero este sabe reírse de los otros, de sí mismo, también de su propia sombra”. Es esa capacidad de ser un niño ante Dios. Bendecir al Señor con una sonrisa y también una broma bien hecha.
Una de las obras de misericordia espirituales, señaladas por el Catecismo de la Iglesia Católica, como usted mismo recordó en la audiencia general del miércoles, es soportar pacientemente a las personas molestas, que no faltan nunca. ¿Qué le resulta más difícil de soportar: los insultos de sus detractores o la fingida admiración de sus aduladores?
¡Lo segundo! Tengo alergia de los aduladores. Alergia. Me ocurre de manera natural, ¿eh?, no es una virtud. Porque adular a otro es usar a una persona para un uso, de forma oculta o visible, pero para conseguir algo para sí mismo. Es indigno. Nosotros, en Buenos Aires, en nuestro argot porteño, a los aduladores les llamamos “chupamedias”, que es el que se pasa todo el día chupando el calcetín del otro. Y es un poco feo que un hombre bien hecho se ponga a mordisquear los calcetines de otro. Y a mí, cuando me alaban, incluso por alguna cosa que ha salido bien, pronto uno se da cuenta si te alaban alabando a Dios, “¡está bien, bravo, adelante, esto se debe hacer!”, y cuando se hace para “darse aceite”.
En cuanto a los detractores…, los detractores hablan mal de mí porque me lo merezco, porque soy un pecador: o al menos eso quiero pensar (risas). Aquello que no me hace pensar, no me preocupa. ¡Pero usted no se merece esto! No. Pero, por aquello que no sabe. Y así resuelvo el problema. Pero el adulador es…, no sé cómo se dice en italiano, es como el aceite…
¿Qué les responde a quienes, entre ellos muchos cristianos, piensan que la misericordia alarga las mangas de la justicia y entonces es injusta; a quienes piensan que la misericordia no puede ser la respuesta −por ejemplo− a quien nos persigue o quizás también por un miedo justificado, construye muros para defenderse en lugar de puentes?
Sí, al final existe el problema de la rigidez moral detrás de esto, ¿no? El hijo mayor era un rígido moral: “Este ha gastado el dinero en una vida de pecado, no merece ser recibido así”. La rigidez: siempre el puesto del juez. Esa rigidez que no es la de Jesús. Jesús reprobará a los doctores de la Iglesia: mucho, mucho contra la rigidez.
Un adjetivo les dice a ellos que no querría que me dijese a mí: hipócrita. Cuántas veces Jesús dice este adjetivo a los doctores de la ley: hipócritas. Basta leer el capítulo 23 de Mateo: “Hipócrita”. Y hacen teoría, la misericordia sí… pero la justicia es importante. En Dios −y también en los cristianos, porque está en Dios− la justicia es misericordiosa y la misericordia es justa. No se puede separar: es una cosa sola. ¿Y como se explica? Ve a un profesor de teología que te lo explique… Y después el Sermón de la Montaña, en la versión de Lucas, viene el Sermón de la llanura. ¿Y cómo termina?: “Sean misericordiosos como el Padre”. No dice: sean justos como el Padre. ¡Pero es lo mismo!
Justicia y misericordia en Dios son una sola cosa. La misericordia es justa y la justicia es misericordia. Y no se pueden separar. Y cuando Jesús perdona a Zaqueo y va a almorzar con los pecadores, perdona a la Magdalena, perdona a la adúltera, perdona a la samaritana, ¿es un “manga-ancha”? No. Hace la justicia de Dios, que es misericordia.
Y otra pregunta que le quería hacer es: ¿La experiencia de la misericordia nos obliga a decir algo también al mundo de las instituciones, de la política, de los estados?
Solo diré una palabra que he aprendido de un anciano sacerdote. Y me viene decirle “anciano” aunque tiene 4 años menos que yo, pero para mí es un anciano, porque es un sabio. Es curioso: yo me siento pequeño, joven ante él porque tiene esta sabiduría de la ancianidad.
Y él ha enseñado una palabra sobre la enfermedad de este mundo, de esta época, de este tiempo: la cardioesclerosis. Creo que la misericordia es la medicina contra esta enfermedad, la cardioesclerosis, que está en la base de esta cultura del descarte: “Pero esto no sirve, este anciano a la residencia de ancianos, este niño que viene, no, no, no: enviémoslo al remitente” y se descartan. “No, tenemos que tomar esta ciudad en la guerra; ¿qué otra?” Pero arrojamos las bombas. ¿Dónde caen?: en los hospitales, en las escuelas… Son gente que se descarta.
Y en la base de esta cultura del descarte está la cardioesclerosis, que creo es una de las enfermedades más graves de este momento. La incapacidad de sentir ternura, de acercarse… el corazón duro… “Yo debo ir sobre este tema y no me interesa lo demás”. Y no pienso en tantas cosas feas que se hacen en el camino para ir allí. No sé si le he respondido a la pregunta porque la he escuchado y he ido por este camino.
Siempre sobre la misericordia, hay una doble vía para pensar en un doble pensamiento: respetar al otro, respetar a uno mismo… En cualquier caso, ¿cuánto se puede respetar la relación entre miembros? ¿Cómo se puede construir un mundo más compasivo?
Pensemos en esta tercera guerra mundial que estamos viviendo, porque estamos en la tercera guerra mundial, aunque a trozos, ¿no? Aquí, aquí, aquí…, pero estamos en guerra. Se venden armas y las venden los fabricantes y traficantes de armas. Y se las venden a los dos bandos en guerra, porque se gana dinero, ¿no?, con el tráfico de armas… Hay una gran dureza de corazón, no hay ternura. El mundo de hoy necesita una revolución de la ternura. “Pero, Dios…”, dejémoslo ahí. Dios se hizo tierno, Dios se ha acercado a nosotros. Pablo dice a los filipenses: “Jesús se despojó a sí mismo para acercarse a nosotros, se hizo hombre como nosotros”. Cuando hablamos de Cristo, no olvidamos la “carne” de Cristo. Y este mundo tiene necesidad de esa ternura que sugiere a la carne acercarse a la carne sufriente de Cristo, no hacerle sufrir más. Creo que los Estados que están en guerra deben pensar bien que una vida vale mucho, y no decir: “Pero una vida no importa, me importa el territorio, me importa esto…”. ¡Una vida vale más que un territorio! Y para los fabricantes de armas, para los fabricantes de armas la cosa que menos vale es una vida. Esta es una palabra que me decía un alemán: “Hoy, la cosa que menos vale es la vida”.
La última pregunta Santidad: dentro de un mes cumplirá 80 años...
¿Quién? ¿Yo? (risas)
Usted. Sus días, lo vemos, están siempre llenas de compromisos, los pensamientos seguramente no le faltan. A veces le vemos cansado y ni siquiera le vemos estresado alguna vez como lo estamos muchos de nosotros, que vivimos en una sociedad donde el estrés y también la depresión son enfermedades sociales. ¿Cómo lo hace? ¿Tiene algún secreto que quiera compartir?
¿Hay un té especial? No sé cómo lo hago, pero… yo rezo: eso me ayuda mucho. Oro. La oración es una ayuda para mí, es estar con el Señor. Celebro la Misa, rezo el breviario, hablo con el Señor, rezo el Rosario… Para mí la oración ayuda mucho.
Después, duermo bien: es una gracia del Señor esta. Duermo como un tronco. El día de las réplicas del terremoto no he sentido nada. Todos lo han sentido, la cama que parecía bailar… No, de verdad, duermo seis horas, pero como un tronco. Quizás esto ayuda a la salud… Tengo mis cosas, ¿no? El problema de la columna que está bien de momento, y hago aquello que puedo, no más. En ese sentido, me mido un poco. Pero no sé qué decirle. Es una gracia del Señor… no sé.
Gracias Santidad y felicidades adelantadas…
Gracias a ustedes por lo que hacen con la comunicación y la proclamación de la Palabra del Señor, los testimonios cristianos, de la vida de la Iglesia, de la vida de la gente, de la vida de los pobres, de la vida de esas personas que tienen más necesidad de nuestra ayuda. Y no olviden que la enfermedad más grande, hoy, es la cardioesclerosis y que requiere una revolución de la ternura.