Con ocasión de la clausura del Año Santo de la Misericordia
Santidad, ante todo gracias por
el tiempo que nos concede: lo consideramos un regalo a todos los
telespectadores de TV2000. Con usted queremos conversar del Jubileo que
acaba de concluir. El término “balance” tiene un sonido comercial, está
bien para las empresas. ¿Pero cuáles son sus impresiones? ¿Está contento
de cómo se ha vivido este Jubileo? ¿Cuán santo ha sido este Año Santo?
Alguno me pedía hacer una entrevista
sobre el balance, más o menos, y yo rápido he pensado en el censo del
Rey David, y he tenido miedo… Solo puedo dar las noticias que llegan de
todo el mundo. El hecho de que el Jubileo no se haya hecho solo en Roma,
sino en cada diócesis del mundo, en las diócesis, en las catedrales y
en las iglesias que el obispo haya indicado, ese hecho que ha
universalizado un poco el Jubileo. Y ha hecho mucho bien. Ha hecho mucho
bien. Porque era toda la Iglesia que vivía este Jubileo, había como una
atmósfera de Jubileo.
Y las noticias que vienen de las
diócesis hablan de acercamiento de la gente a la Iglesia, de encuentro
con Jesús, el encuentro… muchas cosas hermosas… Yo diría: ha sido una
bendición del Señor y también, no diré el punto final, pero un paso
grande adelante en el proceso que comenzó con el Beato Pablo VI, y
después con Juan Pablo II que ha puesto el acento de una manera muy
fuerte en la misericordia. Pensemos en tres hechos grandes ¿no?: en la
encíclica, el día de la Divina Misericordia en la octava de Pascua y la
canonización de Sor Faustina. San Juan Pablo II ha dado un gran paso.
Y después esto. Está en una línea
eclesial donde la misericordia es, no digo descubierta, porque ya lo
estaba, sino que es proclamada fuertemente: es como una necesidad, una
necesidad. Una necesidad para este mundo que creo tiene la enfermedad
del descarte, la enfermedad de cerrar el corazón, del egoísmo, hace
bien. Porque ha abierto el corazón y mucha gente se ha encontrado con
Jesús. No sé, esto es lo que pienso sobre el Jubileo.
Cada mes ha acudido un viernes a
realizar una obra de misericordia yendo a visitar un lugar de
sufrimiento y acogida. Me puedo imaginar cuántas caras, cuántas
historias se han cruzado en su vida durante este año. ¿Hay algún caso
que usted quiera recordar de manera especial porque ha quedado en su
interior y le acompaña en el corazón?
Pienso en dos que se me ocurren de
manera espontánea. La primera: cuando visité a las mujeres que están
siendo rescatadas del sufrimiento de la prostitución. Me acuerdo una de
África: muy guapa, muy joven…, y explotada. Estaba embarazada. No solo
había sufrido la explotación, sino que incluso la habían sometido a
palizas y torturas: “Tienes que ir a trabajar”… Y ella, cuando contaba
su historia −había 15 niñas allí que me contaron sus historias− me dijo:
“Padre, he dado a luz en invierno en medio del camino y sola. ¡Sola! Y
ahora mi niña está muerta”. La hacían trabajar hasta el final del día,
porque si no llevaba suficientes ganancias la golpeaban y la torturaban.
Un día le cortaron una oreja porque no había ganado lo suficiente. Esto
es… Y yo pensaba no solo en los explotadores, sino también en los que
pagan a las niñas: ¿Es que acaso no saben que con ese dinero, para
buscar una satisfacción sexual, están contribuyendo a la explotación de
esas niñas?
La segunda: aquel día que fui a acompañar en los dos extremos de la vida: el principio y el final. Fui al hospital cercano al Gemelli, un hospital que tiene relación con el Gemelli, pero para enfermos terminales. El mismo día fui al hospital San Giovanni,
a la sala de maternidad, y había una mujer llorando, llorando,
llorando, delante de sus hijos gemelos…, pequeños pero muy bellos. Su
tercer hijo había muerto. Eran tres, pero uno había muerto. Ella lloraba
por su hijo muerto mientras acariciaba a los otros dos. El don de la
vida.
Y entonces pensé en esa costumbre de
deshacerse de los niños antes de que nazcan, ese horrendo crimen. Se
deshacen de ellos porque les resulta mejor así, porque es más cómodo. Es
una responsabilidad muy grande, es un pecado gravísimo, ¿no? Es una
responsabilidad muy grande.
Esta madre, que había tenido tres hijos,
lloraba por el que había muerto, y no podía consolarse con los dos que
estaban vivos. El amor de la vida en cualquier situación… Me resulta tan
grande… Dos cosas que he visto…
Usted a menudo repite que desea
una Iglesia pobre para los pobres: ¿Es de verdad posible? ¿Observa a la
Iglesia como institución o ve en realidad también a cada uno de
nosotros?
La Iglesia como institución la hacemos
nosotros, cada uno de nosotros; la comunidad somos nosotros. El enemigo
más grande –¡más grande!– de Dios es el dinero. Recuerden que Jesús al
dinero le da el estatus de señor, de jefe cuando dice: “Ninguno puede
servir a dos señores: a Dios o al dinero”. Dios y las riquezas. No dice
Dios y −no sé− la enfermedad, o Dios y cualquier otra cosa: el dinero.
Porque el dinero es el ídolo. Lo vemos ahora, ¿no? En este mundo donde
el dinero parece que manda.
El dinero es un instrumento hecho para
servir, y la pobreza está en el corazón del Evangelio y Jesús habla de
este desencuentro: dos señores, dos jefes. O me alisto con este o con
este. O me pongo de parte de este que es mi Padre o de parte de este que
me hace esclavo. Y después la verdad: el diablo siempre entra por el
bolsillo, siempre. Es su puerta de entrada. Se debe luchar por hacer una
Iglesia pobre para los pobres según el Evangelio, ¿no? Se debe luchar.
Y cuando yo veo Mateo 25, que es el protocolo sobre el que nosotros seremos juzgados, entiendo mejor qué significa una Iglesia pobre para los pobres: las obras de misericordia, ¿no?, en Mateo 25.
Es posible pero siempre se debe luchar porque la tentación de la
riqueza es muy grande. San Ignacio de Loyola nos enseña en los
ejercicios que hay tres escalones: el primero la riqueza que comienza a
corromper el alma, después la vanidad, las pompas de jabón, una vida
vanidosa, el aparentar, el figurar… y después, la soberbia, el orgullo. Y
de allí, todos los pecados. Pero el primer escalón es el dinero, la
falta de pobreza. Por eso no es fácil, y necesita continuamente
reflexionar, examinarse…
Una pregunta personal, si es
posible: hablando de sí mismo, usted a menudo se ha definido como un
pecador al cual el Señor ha mirado. Le quería preguntar: ¿cuáles son las
tentaciones de un Papa y cómo explicaría a quien no es creyente, a
quien no tiene el don de la fe, esta experiencia de ser mirado por el
Señor? ¿Cómo la cuenta, cómo la explica?
Las tentaciones del Papa son las
tentaciones de cualquier persona, de cualquier hombre. Según las
debilidades de personalidad, que el diablo siempre usa para entrar, que
son la impaciencia, el egoísmo, después un poco de pereza… puede
suceder, pero entran todas, todas…
Y las tentaciones nos acompañan hasta el
último momento, ¿no? Los santos han sido tentados hasta el último
momento, y Santa Teresa del Niño Jesús decía que se debe rezar mucho por
los moribundos porque el diablo desencadena una tempestad de
tentaciones, en ese momento, ¿no? Y también a ella. Ella ha sido tentada
en la desconfianza, de falta de fe, ¿no? Seca como una piedra. Pero
logró fiarse del Señor, sin sentir nada y sí venció la tentación.
Y decía por esto que es importante rezar
por los moribundos. “La vida del hombre es una milicia sobre la
tierra”, dice el libro, uno de los sapienciales. Es luchar para vencer
las tentaciones. Siempre nos acompañarán. Respecto a esa expresión, es
una experiencia, esa que yo he tenido, ese 21 de septiembre, que entré
en la iglesia… yo era un joven practicante, pero al agua de rosas. Y vi a
un sacerdote que no conocía, me confesé y salí diferente y cambié, Y
desde ahí hasta hoy, el Señor continúa mirándome con misericordia y
salvándome. Así vivo mi experiencia.
Querría preguntarle una cosa
sobre los presos. Usted hace dos semanas recibió en Roma a los reclusos y
dijo que a menudo se pregunta −y quizás deberíamos hacerlo todos− “¿por
qué no yo, por qué ellos y no yo”? ¿Qué debemos decir y hacer para
entender esto y qué debemos hacer frente a las leyes?
La primera parte de la pregunta. El otro
día llamé, el domingo pasado, a uno que conocía, en la cárcel de Buenos
Aires, y le he preguntado: “¿Cómo estás?” “Bien…”. Busco, cuando tengo
un poco de tiempo, poder llamar, telefonear a los presos que he conocido
cuando los visitaba porque tengo este sentimiento: ¿por qué él y no yo?
Si yo… pero el Señor tiene motivos suficientes para mandarme a la
cárcel, y él lo ha cubierto… Porque un preso no es castigado al final,
es castigado cuando empieza, puede ser castigado cuando inicia y yo he
tenido muchos inicios de cosas feas y he tenido en mi vida que si el
Señor hubiese quitado la mano de encima mío… esto es el “por qué ellos y
yo no”.
Y después hay un pensamiento entre
nosotros que es una idea difundida: ese que está en la cárcel es porque
ha hecho alguna cosa fea. Que la pague. La cárcel como castigo. Y esto
no es bueno. La cárcel es como un purgatorio, pensemos, es decir,
para prepararse para la reinserción. No hay una verdadera pena sin
esperanza. Si una pena no tiene esperanza no es una pena cristiana, no
es humana. Por eso, la pena de muerte no está bien.
Sí, usted me podrá decir que en el 400,
en el 500, ataban a los criminales, la pena de muerte, con la esperanza
de que fuesen al Paraíso, ahí estaba el capellán que te mandaba al
paraíso. Pienso en el gran don Cafasso, allí, al lado de la horca. Pero
era otra antropología, otra cultura. Hoy no se puede pensar así. También
los prisioneros de por vida, así frío, es una pena de muerte un poco
encubierta. ¿Pero en el caso de una persona que por sus características
psicológicas no de una garantía de reinserción? Hay forma de
reinsertarlo con el trabajo, con la cultura en el interior de un cierto
régimen de cárcel, pero en la que él se sienta útil en la sociedad,
despierto, y el alma es cambiada, no es aquello que ha hecho el reo, un
criminal, sino uno que ha cambiado su vida y ahora hace algo en la
cárcel que lo reinserta y se siente con otra dignidad. Esto es
importante. Pero el muro −sea de muerte, sea cadena perpetua, así, como
pena− no ayuda. No sé si me he explicado.
Y después, algo que me da mucha ternura
cuando miro −o miraba en Buenos Aires− la cola para entrar a la visita
en la cárcel: las madres. Mujeres que no tienen vergüenza de hacer la
fila, delante de toda la ciudad, porque pasan los buses, pasa la gente…
“Es mi hijo: yo voy”. Cuánto amor ¿eh? Una madre... También esposas que
van allí y que sufren tantas humillaciones por entrar, pero también la
humillación de hacer la cola delante de todo el mundo. Esto a mí me ha
hecho mucho bien y me ha hecho preguntarme: “¿Yo doy la cara por mis
fieles, por mis cristianos? ¿O no?”. Para mí ha sido motivo de
reflexión, me ha hecho mucho bien ver a estas mujeres valientes.
Santidad, Usted ha dicho que la
actitud humana más cercana a la gracia divina es el humor: una
afirmación que puede parecer un poco extraña en boca de un Papa. ¿Por
qué? ¿Quizás porque se necesita haber recibido una gran gracia, un gran
don para ser capaz de reírse de los propios defectos?
El sentido del humor es una gracia que
yo pido todos los días, y rezo esa hermosa oración de Santo Tomás Moro:
“Dame, Señor, el sentido del humor”; que yo sepa reír ante una broma. Es
muy hermosa esa oración. Porque el sentido del humor te lleva, te hace
ver lo provisional de la vida y tomar las cosas un espíritu de alma
redimida. Es una actitud humana, pero la más cercana a la gracia de
Dios.
Conocí un sacerdote −un gran sacerdote,
un gran pastor, por citar uno− que tenía un sentido del humor grande,
pero hacía mucho bien con él, porque aligeraba las cosas: “Lo absoluto
es Dios pero esto se organiza, si puedes… estate tranquilo…”; pero sin
decirlo así, sabía hacerlo sentir, con el sentido del humor. Y de él se
decía: “Pero este sabe reírse de los otros, de sí mismo, también de su
propia sombra”. Es esa capacidad de ser un niño ante Dios. Bendecir al
Señor con una sonrisa y también una broma bien hecha.
Una de las obras de misericordia
espirituales, señaladas por el Catecismo de la Iglesia Católica, como
usted mismo recordó en la audiencia general del miércoles, es soportar
pacientemente a las personas molestas, que no faltan nunca. ¿Qué le
resulta más difícil de soportar: los insultos de sus detractores o la
fingida admiración de sus aduladores?
¡Lo segundo! Tengo alergia de los
aduladores. Alergia. Me ocurre de manera natural, ¿eh?, no es una
virtud. Porque adular a otro es usar a una persona para un uso, de forma
oculta o visible, pero para conseguir algo para sí mismo. Es indigno.
Nosotros, en Buenos Aires, en nuestro argot porteño, a los aduladores
les llamamos “chupamedias”, que es el que se pasa todo el día chupando
el calcetín del otro. Y es un poco feo que un hombre bien hecho se ponga
a mordisquear los calcetines de otro. Y a mí, cuando me alaban, incluso
por alguna cosa que ha salido bien, pronto uno se da cuenta si te
alaban alabando a Dios, “¡está bien, bravo, adelante, esto se debe
hacer!”, y cuando se hace para “darse aceite”.
En cuanto a los detractores…, los
detractores hablan mal de mí porque me lo merezco, porque soy un
pecador: o al menos eso quiero pensar (risas). Aquello que no me hace
pensar, no me preocupa. ¡Pero usted no se merece esto! No. Pero, por
aquello que no sabe. Y así resuelvo el problema. Pero el adulador es…,
no sé cómo se dice en italiano, es como el aceite…
¿Qué les responde a quienes,
entre ellos muchos cristianos, piensan que la misericordia alarga las
mangas de la justicia y entonces es injusta; a quienes piensan que la
misericordia no puede ser la respuesta −por ejemplo− a quien nos
persigue o quizás también por un miedo justificado, construye muros para
defenderse en lugar de puentes?
Sí, al final existe el problema de la
rigidez moral detrás de esto, ¿no? El hijo mayor era un rígido moral:
“Este ha gastado el dinero en una vida de pecado, no merece ser recibido
así”. La rigidez: siempre el puesto del juez. Esa rigidez que no es la
de Jesús. Jesús reprobará a los doctores de la Iglesia: mucho, mucho
contra la rigidez.
Un adjetivo les dice a ellos que no querría que me dijese a mí: hipócrita. Cuántas veces Jesús dice este adjetivo a los doctores de la ley: hipócritas. Basta leer el capítulo 23 de Mateo:
“Hipócrita”. Y hacen teoría, la misericordia sí… pero la justicia es
importante. En Dios −y también en los cristianos, porque está en Dios−
la justicia es misericordiosa y la misericordia es justa. No se puede
separar: es una cosa sola. ¿Y como se explica? Ve a un profesor de
teología que te lo explique… Y después el Sermón de la Montaña, en la versión de Lucas, viene el Sermón de la llanura. ¿Y cómo termina?: “Sean misericordiosos como el Padre”. No dice: sean justos como el Padre. ¡Pero es lo mismo!
Justicia y misericordia en Dios son una
sola cosa. La misericordia es justa y la justicia es misericordia. Y no
se pueden separar. Y cuando Jesús perdona a Zaqueo y va a almorzar con
los pecadores, perdona a la Magdalena, perdona a la adúltera, perdona a
la samaritana, ¿es un “manga-ancha”? No. Hace la justicia de Dios, que
es misericordia.
Y otra pregunta que le quería
hacer es: ¿La experiencia de la misericordia nos obliga a decir algo
también al mundo de las instituciones, de la política, de los estados?
Solo diré una palabra que he aprendido
de un anciano sacerdote. Y me viene decirle “anciano” aunque tiene 4
años menos que yo, pero para mí es un anciano, porque es un sabio. Es
curioso: yo me siento pequeño, joven ante él porque tiene esta sabiduría
de la ancianidad.
Y él ha enseñado una palabra sobre la enfermedad de este mundo, de esta época, de este tiempo: la cardioesclerosis. Creo que la misericordia es la medicina contra esta enfermedad, la cardioesclerosis,
que está en la base de esta cultura del descarte: “Pero esto no sirve,
este anciano a la residencia de ancianos, este niño que viene, no, no,
no: enviémoslo al remitente” y se descartan. “No, tenemos que tomar esta
ciudad en la guerra; ¿qué otra?” Pero arrojamos las bombas. ¿Dónde
caen?: en los hospitales, en las escuelas… Son gente que se descarta.
Y en la base de esta cultura del descarte está la cardioesclerosis,
que creo es una de las enfermedades más graves de este momento. La
incapacidad de sentir ternura, de acercarse… el corazón duro… “Yo debo
ir sobre este tema y no me interesa lo demás”. Y no pienso en tantas
cosas feas que se hacen en el camino para ir allí. No sé si le he
respondido a la pregunta porque la he escuchado y he ido por este
camino.
Siempre sobre la misericordia,
hay una doble vía para pensar en un doble pensamiento: respetar al otro,
respetar a uno mismo… En cualquier caso, ¿cuánto se puede respetar la
relación entre miembros? ¿Cómo se puede construir un mundo más
compasivo?
Pensemos en esta tercera guerra mundial
que estamos viviendo, porque estamos en la tercera guerra mundial,
aunque a trozos, ¿no? Aquí, aquí, aquí…, pero estamos en guerra. Se
venden armas y las venden los fabricantes y traficantes de armas. Y se
las venden a los dos bandos en guerra, porque se gana dinero, ¿no?, con
el tráfico de armas… Hay una gran dureza de corazón, no hay ternura. El
mundo de hoy necesita una revolución de la ternura. “Pero, Dios…”,
dejémoslo ahí. Dios se hizo tierno, Dios se ha acercado a nosotros.
Pablo dice a los filipenses: “Jesús se despojó a sí mismo para acercarse
a nosotros, se hizo hombre como nosotros”. Cuando hablamos de Cristo,
no olvidamos la “carne” de Cristo. Y este mundo tiene necesidad de esa
ternura que sugiere a la carne acercarse a la carne sufriente de Cristo,
no hacerle sufrir más. Creo que los Estados que están en guerra deben
pensar bien que una vida vale mucho, y no decir: “Pero una vida no
importa, me importa el territorio, me importa esto…”. ¡Una vida vale más
que un territorio! Y para los fabricantes de armas, para los
fabricantes de armas la cosa que menos vale es una vida. Esta es una
palabra que me decía un alemán: “Hoy, la cosa que menos vale es la
vida”.
La última pregunta Santidad: dentro de un mes cumplirá 80 años...
¿Quién? ¿Yo? (risas)
Usted. Sus días, lo vemos, están
siempre llenas de compromisos, los pensamientos seguramente no le
faltan. A veces le vemos cansado y ni siquiera le vemos estresado alguna
vez como lo estamos muchos de nosotros, que vivimos en una sociedad
donde el estrés y también la depresión son enfermedades sociales. ¿Cómo
lo hace? ¿Tiene algún secreto que quiera compartir?
¿Hay un té especial? No sé cómo lo hago,
pero… yo rezo: eso me ayuda mucho. Oro. La oración es una ayuda para
mí, es estar con el Señor. Celebro la Misa, rezo el breviario, hablo con
el Señor, rezo el Rosario… Para mí la oración ayuda mucho.
Después, duermo bien: es una gracia del
Señor esta. Duermo como un tronco. El día de las réplicas del terremoto
no he sentido nada. Todos lo han sentido, la cama que parecía bailar…
No, de verdad, duermo seis horas, pero como un tronco. Quizás esto ayuda
a la salud… Tengo mis cosas, ¿no? El problema de la columna que está
bien de momento, y hago aquello que puedo, no más. En ese sentido, me
mido un poco. Pero no sé qué decirle. Es una gracia del Señor… no sé.
Gracias Santidad y felicidades adelantadas…
Gracias a ustedes por lo que hacen con
la comunicación y la proclamación de la Palabra del Señor, los
testimonios cristianos, de la vida de la Iglesia, de la vida de la
gente, de la vida de los pobres, de la vida de esas personas que tienen
más necesidad de nuestra ayuda. Y no olviden que la enfermedad más
grande, hoy, es la cardioesclerosis y que requiere una revolución de la ternura.