Casa Santa Marta, mediodía. La conversación con el Papa Francisco va directa a las dinámicas de un periodo eclesial intenso, y no podían faltar en concreto los encuentros y los pasos ecuménicos realizados que han marcado también los viajes apostólicos en este Año de la misericordia que está por concluir y la búsqueda prioritaria de la unidad de los cristianos, en este tiempo histórico herido por conflictos.
Después del viaje a Suecia le dije por
teléfono que, durante el vuelo de vuelta a Roma, dialogando con los
periodistas sobre ese importante encuentro reconciliado con los
luteranos, había quedado sin responder alguna cosa, y que desde hace
tiempo pensaba hacerle unas preguntas precisamente sobre el ecumenismo.
Me pilló a contrapié diciéndome que podía responder en seguida. «¿Pero
ahora?», le pregunté, y quedamos en vernos.
A la cita llego con antelación. Entro
con mi hijo, mientras fuera llueve. Pero ya me está esperando en la
puerta. Como ya en otras circunstancias, me lo encuentro en el umbral,
como el padre de siempre, como la primera vez que lo encontré, no hace
pocos años. La paciencia para esperar parece ser su fibra, una razón de
ser, su oficio.
Se pone las gafas y deshoja sin prisa la
lista de preguntas. Al margen hice alguna nota. Mientras se levanta
para arreglar unas flores mojadas por la lluvia, pienso en este final
del Año Santo, en la Puerta de la misericordia que está a punto de
cerrarse, y reviso una observación de hace cincuenta años del patriarca
ortodoxo Atenágoras en el diálogo con Olivier Clément, que me sorprende: «Deberíamos escrutar más profundamente el destino de Pedro en el Evangelio.
Pedro −escribió san Gregorio Palamas−
es el prototipo mismo del hombre nuevo o, lo que es lo mismo, el
pecador perdonado. Puede estar aquí solo para recordar a la Iglesia que
vive del perdón de Dios y no tiene otra fuerza que la Cruz. Si en la
Iglesia hay un obispo que es “el análogo” de Pedro, entonces estamos muy
lejos del poder y de la gloria mundana. Y si Pedro olvidase que su
testimonio fundamental es el del pecador perdonado entonces, a imagen de
Pablo en Antioquía, profetas vendrán a oponerse a él “a cara descubierta” (Gal 2,11)».
Miro al Papa en silencio, y luego le pregunto:
Santo Padre, ¿qué ha significado para Usted este Año de Misericordia?
Quien descubre que es muy amado,
comienza a salir de la soledad mala, de la separación que lleva a odiar a
los demás y a sí mismo. Espero que muchas personas hayan descubierto
que son muy amadas por Jesús y se hayan dejado abrazar por Él. La
misericordia es el nombre de Dios y es también su debilidad, su punto
débil. Su misericordia le lleva siempre al perdón, a olvidarse de
nuestros pecados. Me gusta pensar que el Omnipotente tiene mala memoria.
Una vez que te perdona, se olvida. Porque es feliz de perdonar. Para mí
eso basta. Como a la mujer adúltera del Evangelio «que amó mucho».
«Porque Él ha amado mucho». Todo el cristianismo está ahí.
Pero ha sido un Jubileo sui generis, con muchos gestos emblemáticos...
Jesús no pide grandes gestos, sino solo
el abandono y el reconocimiento. Santa Teresa de Lisieux, que es doctora
de la Iglesia, en su «pequeña vía» hacia Dios indica el abandono del
niño, que se duerme tan tranquilo en brazos de su padre y recuerda que
la caridad no se puede quedar encerrada en el fondo. Amor a Dios y amor
al prójimo son dos amores inseparables.
¿Se han cumplido las intenciones por las que lo había convocado?
Es que no he hecho ningún plan.
Simplemente he hecho lo que me inspiraba el Espírito Santo. Las cosas
han venido así. Me he dejado llevar por el Espíritu. Se trataba solo de
ser dóciles al Espíritu Santo, de dejarle hacer a Él. La Iglesia es el
Evangelio, es la obra de Jesucristo. No es un camino de ideas, un
instrumento para afirmarlas. Y en la Iglesia las cosas entran cuando el
tiempo está maduro, cuando se da.
También un Año Santo extraordinario...
Ha sido un proceso que ha madurado en el tiempo, por obra del Espíritu Santo. Antes que yo fue San Juan XXIII que, con la Gaudet mater Ecclesia, en
la «medicina de la misericordia» indicó el sendero a seguir en la
apertura del Concilio, y luego el Beato Pablo VI, que en la historia del
Samaritano vio su paradigma. Después vino la enseñanza de San Juan
Pablo II, con su segunda encíclica Dives in misericordia, y la
institución de la fiesta de la Divina Misericordia. Benedicto XVI ha
dicho que «el nombre de Dios es misericordia». Son todo pilares. Así el
Espíritu lleva adelante los procesos en la Iglesia, hasta su
cumplimiento.
O sea, que el Jubileo ha sido también el Jubileo del Concilio, hic et nunc, donde el tiempo de su recepción y el tiempo del perdón coinciden...
Tener la experiencia vivida del perdón
que abraza toda la familia humana es la gracia que el ministerio
apostólico anuncia. La Iglesia existe solo como instrumento para
comunicar a los hombres el designio misericordioso de Dios. En el
Concilio la Iglesia sintió la responsabilidad de estar en el mundo como
signo vivo del amor del Padre. Con la Lumen gentium se remontó a las fuentes de su naturaleza, al Evangelio.
Esto desplaza el eje de la concepción
cristiana de un cierto legalismo, que puede ser ideológico, a la Persona
de Dios que se hizo misericordia en la encarnación del Hijo. Algunos
−piensa en ciertas réplicas a Amoris laetitia− siguen sin
comprender, o blanco o negro, cuando es en el fluir de la vida donde hay
que discernir. El Concilio nos dijo eso, pero los historiadores dicen
que un Concilio, para ser absorbido bien por el cuerpo de la Iglesia,
necesita un siglo... Estamos a la mitad.
Sin embargo, en este tiempo han
sido significativos los encuentros y los viajes ecuménicos realizados.
En Lesbos con el patriarca Bartolomé y Gerónimo, en Cuba con el
patriarca de Moscú Kirill, en Lund para la conmemoración conjunta de la
Reforma luterana. ¿Ha favorecido el Año de la Misericordia todas estas
iniciativas con las demás Iglesias cristianas?
No diría que esos encuentros ecuménicos
sean fruto del Año de la Misericordia. No. Porque también son todos
parte de un recorrido que viene de lejos. No es una cosa nueva. Son solo
pasos, a lo largo de un camino iniciado hace tiempo. Desde que se
promulgó el decreto conciliar Unitatis redintegratio, hace más de
50 años, y se redescubrió la fraternidad cristiana basada en el único
bautismo y en la misma fe en Cristo, el camino por la senda de la
búsqueda de la unidad ha ido adelante a pequeños y grandes pasos y ha
dado sus frutos. Sigo dando esos pasos.
Los dados por sus predecesores...
Todos los que realizaron mis
predecesores. Como fue un paso aquella charla del Papa Luciani con el
metropolita ruso Nikodim que murió entre sus brazos y, abrazado al
hermano Obispo de Roma, Nikodim le dijo cosas tan bonitas de la Iglesia.
Recuerdo los funerales de san Juan Pablo II, donde estaban todos los
jefes de las Iglesias de Oriente: eso es fraternidad. Los encuentros y
también los viajes ayudan a esa fraternidad, la hacen crecer.
Pero Usted en menos de cuatro
años ya ha estado con todos los primados y responsables de las Iglesias
cristianas. Esos encuentros atraviesan su pontificado. ¿Por qué esa
aceleración?
Es el camino del Concilio que va
adelante, se intensifica. Pero es el camino, no soy yo. Ese camino es el
camino de la Iglesia. Yo he estado con los primados y responsables, es
verdad, pero también mis predecesores tuvieron sus encuentros con esos u
otros responsables. No he dado ninguna aceleración. En la medida en que
vamos adelante el camino parece ir más rápido, es el motus in fine velocior, por decirlo con el proceso expresado en la física aristotélica.
¿Cómo vive personalmente esa solicitud en los encuentros con los hermanos de las otras Iglesias cristianas?
La vivo con mucha fraternidad. La
fraternidad se siente. Jesús está en medio. Para mí son todos hermanos.
Nos bendecimos uno al otro, un hermano bendice al otro. Cuando con el
patriarca Bartolomé y Gerónimo fuimos a Lesbos, en Grecia, para
encontrar a los refugiados, nos sentimos una cosa sola. Éramos uno. Uno.
Cuando fui a ver al patriarca Bartolomé al Fanar de Estambul para la
fiesta de San Andrés, para mí fue una gran alegría.
En Georgia encontré al patriarca Elías
que no fue a Creta por el Concilio ortodoxo. La sintonía espiritual que
tuve con él fue profunda. Yo me sentí ante un santo, un hombre de Dios,
que me tomó la mano, y me dijo cosas hermosas, más con los gestos que
con las palabras. Los patriarcas son monjes. Tú ves tras una
conversación que son hombres de oración.
Kirill es un hombre de oración. También
el patriarca copto Twadros, con quien estuve, al entrar en la capilla se
quitaba los zapatos e iba a rezar. El patriarca Daniel de Rumanía hace
un año me regaló un volumen en español sobre san Silvestre del Monte
Athos; la vida de ese gran santo monje ya la leí en Buenos Aires: «Rezar
para los hombres es derramar su sangre». Los santos nos unen en la
Iglesia, actualizando su misterio. Con los hermanos ortodoxos estamos en
camino, son hermanos, nos queremos, nos preocupamos juntos, viene a
estudiar con nosotros. También Bartolomé estudió aquí.
Con el patriarca ecuménico
Bartolomé, sucesor del Apóstol Andrés, habéis dado ya muchos pasos
juntos, en plena sintonía en los pronunciamientos mutuos. Os sostiene en
esto el amor que trasformó la vida de los Apóstoles: Pedro y Andrés
eran hermanos...
En Lesbos, mientras saludábamos a todos,
me incliné hacia un niño. Pero al niño no le interesaba yo, sino que
miraba detrás de mí. Me giro y veo por qué: Bartolomé tenía los
bolsillos llenos de caramelos y los estaba dando a los niños. Ese es
Bartolomé, un hombre capaz de sacer adelante entre tantas dificultades
el Gran Concilio ortodoxo, de hablar de teología a alto nivel, y de
estar sencillamente con los niños. Cuando venía a Roma ocupaba en Santa
Marta la habitación en la que estoy yo ahora. El único reproche que me
ha hecho es que ha tenido que cambiarla.
Usted sigue encontrando con
frecuencia a los jefes de las demás Iglesias. ¿Pero el Obispo de Roma no
debe ocuparse a tiempo pleno de la Iglesia católica?
Jesús mismo reza al Padre para pedir que
los suyos sean uno, y el mundo crea. Es su oración al Padre. Desde
siempre, el Obispo de Roma está llamado a proteger, buscar y servir esa
unidad. Sabemos también que las heridas de nuestras divisiones, que
hieren el cuerpo de Cristo, no podemos curarlas nosotros. Por tanto, no
se pueden imponer proyectos o sistemas para volver a unirnos. Para pedir
la unidad entre los cristianos podemos solo mirar a Jesús y pedirle que
actúe entre nosotros el Espíritu Santo. Que sea él quien haga la
unidad. En el encuentro de Lund con los luteranos repetí las palabras de
Jesús, cuando dice a sus discípulos: «Sin mí no podéis hacer nada».
¿Qué significado ha tenido
conmemorar con los luteranos en Suecia los 500 años de la Reforma? ¿Ha
sido una “huida hacia adelante”?
El encuentro con la Iglesia luterana en
Lund ha sido un paso más en el camino ecuménico que empezó hace 50 años y
en un diálogo teológico luterano-católico que ha dado sus frutos con la
Declaración común, firmada en 1999, sobre la doctrina de la
Justificación, es decir, sobre cómo Cristo nos hace justos salvándonos
con su gracia necesaria, o sea, el punto del que partieron las
reflexiones de Lutero. Por tanto, volver a lo esencial de la fe para
volver a descubrir la naturaleza de lo que une.
Antes de mí Benedicto XVI fue a Erfurt, y
de esto había hablado cuidadosamente, con mucha claridad. Repitió que
la pregunta sobre «cómo puedo tener un Dios misericordioso» había
entrado en el corazón de Lutero, y estaba detrás de toda su
investigación teológica e interior. Ha habido una purificación de la
memoria. Lutero quería hacer una reforma que debía ser como una
medicina. Luego las cosas cristalizaron, se mezclaron los intereses
políticos del tiempo, y se acabó en el cuius regio eius religio, por el que se debía seguir la confesión religiosa de quien tenía el poder.
Pero hay quien piensa que en
esos encuentros ecuménicos Usted quiere “liquidar” la doctrina católica.
Alguno ha dicho que se quiere “protestantizar” la Iglesia...
No me quita el sueño. Yo voy por la
senda de quien me ha precedido, sigo el Concilio. En cuanto a las
opiniones, siempre hay que distinguir el espíritu con que se dicen.
Cuando no hay mala intención, hasta ayudan a caminar. Otras veces se ve
enseguida que las críticas cogen de aquí y de allá para justificar una
posición ya asumida, no son honestas, están hechas con mal espíritu para
fomentar división. Se ve enseguida que ciertos rigorismos nacen de una
falta, de querer esconder dentro de una armadura su triste
insatisfacción. En la película El festín de Babette se ve ese comportamiento rígido.
También con los luteranos ha
habido un fuerte llamamiento a trabajar juntos por quien se encuentra en
estado de necesidad. ¿Hay que dejar de lado las cuestiones teológicas y
sacramentales y apuntar solo al común compromiso social y cultural?
No se trata de dejar nada de lado.
Servir a los pobres quiere decir servir a Cristo, porque los pobres son
la carne de Cristo. Y si servimos juntos a los pobres, quiere decir que
los cristianos estamos unidos al tocar las llagas de Cristo. Pienso en
el trabajo que, después del encuentro de Lund, pueden hacer juntos Caritas
y las organizaciones caritativas luteranas. No es una institución, es
un camino. En cambio, ciertos modos de oponer las “cosas de la doctrina”
a las “cosas de la caridad pastoral” no son según el Evangelio y crean
confusión.
La conmemoración conjunta de
Lund ha marcado un momento de aceptación mutua y un nivel de comprensión
recíproca profunda. Pero desde ahí ¿cómo se pueden resolver las
cuestiones eclesiológicas aún abiertas y, por tanto, las referentes al
ministerio y a los sacramentos, en particular la Eucaristía, que nos
separan de la Iglesia luterana? ¿Cómo es posible superar estas
cuestiones para poder ir a una unidad que sea visible al mundo?
La Declaración conjunta sobre la
justificación es la base para poder continuar el trabajo teológico. El
estudio teológico debe seguir adelante. Y está el trabajo que hace el
Pontificio Consejo por la unidad de los cristianos. El camino teológico
es importante, pero siempre junto al camino de oración, haciendo juntos
obras de caridad. Obras que son visibles.
También al patriarca de Moscú,
Kirill, le dijo Usted que «la unidad se hace caminando», «la unidad no
vendrá como un milagro al final, caminar juntos ya es hacer la unidad».
Usted lo repite a menudo. ¿Pero qué significa?
La unidad no se hace porque nos pongamos
de acuerdo entre nosotros, sino porque caminamos siguiendo a Jesús. Y
caminando, por obra de Aquel a quien seguimos, podemos descubrirnos
unidos. Es el caminar tras Jesús lo que une. Convertirse significa dejar
que el Señor viva y actúe en nosotros. Así descubrimos que estamos
unidos también en nuestra común misión de anunciar el Evangelio.
Caminando y trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos
en el nombre del Señor y que, por tanto, la unidad no la creamos
nosotros.
Nos damos cuenta de que es el Espíritu
el que empuja y nos lleva adelante. Si tú eres dócil al Espíritu, será
Él quien te diga el paso que puedes dar; el resto lo hace él. No se
puede ir tras Cristo si no te lleva, si no te empuja el Espíritu con su
fuerza. Por eso es el Espíritu el artífice de la unidad entre los
cristianos. Por eso digo que la unidad se hace en camino, porque la
unidad es una gracia que hay que pedir, y también porque repito que todo
proselitismo entre cristianos es pecaminoso. La Iglesia nunca crece por
proselitismo sino «por atracción», como ha escrito Benedicto XVI. El
proselitismo entre cristianos es pues en sí mismo un pecado grave.
¿Por qué?
Porque contradice la dinámica misma de
cómo se hace y se permanece cristiano. La Iglesia no es un equipo de
fútbol que busca hinchas.
¿Y cuáles son los caminos para la unidad?
Hacer procesos en vez de ocupar espacios
es la clave también del camino ecuménico. En este momento histórico la
unidad se hace en tres sendas: caminar juntos con las obras de caridad,
rezar juntos, y luego reconocer la confesión común como se expresa en el
común martirio recibido en el nombre de Cristo, en el ecumenismo de la
sangre. Ahí se ve que el Enemigo mismo reconoce nuestra unidad, la
unidad de los bautizados. El Enemigo, en esto, no se equivoca. Y estas
son todas expresiones de unidad visible. Rezar juntos es visible. Hacer
obras de caridad juntos es visible. El martirio compartido en el nombre
de Cristo es visible.
Sin embargo, entre los católicos
no parece aún tan viva una sensibilidad para la búsqueda de la unidad
de los cristianos y una percepción del dolor de la división...
También el encuentro de Lund, como todos
los demás pasos ecuménicos, ha sido un paso adelante para hacer
comprender el escándalo de la división, que hiere el cuerpo de Cristo y
que ante el mundo tampoco podemos permitirnos. ¿Cómo podemos dar
testimonio de la verdad del amor si peleamos, si nos separamos entre
nosotros? Cuando era niño con los protestantes no se hablaba. Había un
sacerdote en Buenos Aires que cuando venían a predicar los evangélicos
con las tiendas mandaba al grupo juvenil a quemarlas. Ahora los tiempos
han cambiado. El escándalo se supera simplemente haciendo las cosas
juntos, con gestos de unidad y de fraternidad.
Cuando en Cuba estuvo Usted con el patriarca Kirill, sus primeras palabras fueron: «Tenemos el mismo bautismo. Somos obispos».
Cuando era obispo de Buenos Aires me
daban alegría todos los intentos puestos en marcha por tantos sacerdotes
para facilitar la administración de los bautismos. El bautismo es el
gesto con que el Señor nos escoge, y si reconocemos que estamos unidos
en el bautismo quiere decir que estamos unidos en lo fundamental. Es esa
la fuente común que nos une a todos los cristianos y nutre todo posible
nuevo paso para volver a la plena comunión. Para descubrir nuestra
unidad no debemos “ir más allá” del bautismo.
Tener el mismo bautismo quiere decir
confesar juntos que el Verbo se hizo carne: eso nos salva. Todas las
ideologías y teorías nacen de quien no se queda en esto, no se queda en
la fe que reconoce a Cristo venido en la carne, y quiere “ir más allá”.
De ahí nacen todas las posiciones que quitan a la Iglesia la carne de
Cristo, que “desencarnan” a la Iglesia. Si miramos juntos nuestro común
bautismo también seremos liberados de la tentación del pelagianismo, que
quiere convencernos de que nos salvamos por nuestra fuerza, con
nuestros activismos. Y permanecer en el bautismo nos salva también de la
gnosis. Esta última desnaturaliza el cristianismo reduciéndolo a un
recorrido de conocimiento, que puede desvirtuar el encuentro real con
Cristo.
El patriarca Bartolomé en una entrevista a Avvenire dijo
que la raíz de la división fue la penetración de un «pensamiento
mundano» en la Iglesia. ¿También para Usted es esta la causa de la división?
Sigo pensando que el cáncer en la
Iglesia es darse gloria uno al otro. Si uno no sabe quién es Jesús, o
nunca lo ha conocido, siempre lo puede encontrar; pero si uno está en la
Iglesia, y se mueve en ella porque en el ámbito de la Iglesia cultiva y
alimenta su hambre de dominio y afirmación personal, tiene una
enfermedad espiritual, cree que la Iglesia es una realidad humana
autosuficiente, donde todo se mueve según lógicas de ambición y poder.
En la reacción de Lutero también estaba esto: el rechazo de una imagen
de Iglesia como una organización que podía ir adelante dejando la gracia
del Señor, o considerándola como una posesión descontada, garantizada a priori.
Y la tentación de construir una Iglesia autoreferencial, que lleva a la
contraposición y por tanto a la división, siempre vuelve.
Respecto a los ortodoxos, se
cita a menudo la llamada “fórmula Ratzinger”, enunciada por el teólogo
que llegó a Papa: aquella según la cual «por lo que respecta al primado
del Papa, Roma debe exigir de las Iglesias ortodoxas nada más que lo que
en el primer milenio se estableció y vivió». Pero la perspectiva de la
Iglesia del inicio y de los primeros siglos ¿qué puede sugerir de
esencial, también en el tiempo presente?
Debemos mirar al primer milenio, que
siempre puede inspirarnos. No se trata de volver atrás de manera
mecánica, no es simplemente hacer “marcha atrás”: allí hay tesoros
válidos también hoy. Antes hablé de la autoreferencialidad, la costumbre
pecadora de la Iglesia de mirarse demasiado a sí misma, como si creyese
tener luz propia. El patriarca Bartolomé dijo lo mismo hablando de
«introversión» eclesial. Los Padres de la Iglesia de los primeros siglos
tenían claro que la Iglesia vive instante a instante de la gracia de
Cristo.
Por eso −ya lo he dicho otras veces− decían que la Iglesia no tiene luz propia, y la llamaban mysterium lunae, el
misterio de la luna. Porque la Iglesia da luz, pero no brilla con luz
propia. Y cuando la Iglesia, en vez de mirar a Cristo, se mira demasiado
a sí misma, también vienen las divisiones. Es lo que pasó tras el
primer milenio. Mirar a Cristo nos libera de esa costumbre, y también de
la tentación del triunfalismo y del rigorismo. Y nos hace caminar
juntos en la senda de la docilidad al Espíritu Santo, que nos lleva a la
unidad.
En varias Iglesias ortodoxas hay
resistencias al camino hacia la unidad, como aquellas que el
metropolita Ioannis Zizioulas define «talibanes ortodoxos». Algunas
resistencias pueden darse también por parte católica. ¿Qué hay que
hacer?
El Espíritu Santo lleva las cosas a
cumplimiento, con los tiempos que Él establece. Por eso no podemos ser
impacientes, desconfiados, ansiosos. El camino requiere paciencia para
custodiar y mejorar cuanto ya existe, que es mucho más que lo que
divide. Y manifestar su amor por todos los hombres, para que el mundo
crea.