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Si es verdad que los niños no aprenden de lo que decimos, sino de lo que hacemos, la solución está detrás de la puerta
En todo momento de la jornada hay
alguien que, sin estar allí con nosotros, nos habla y nos solicita
constantemente. Aparece sin preaviso, interrumpe a quien habla y cambia
continuamente de tema. Es el intruso, ese que nos ha hecho prácticamente imposible completar un trabajo, ver una película o charlar en la mesa sin distracciones.
Digamos las cosas como son: el
smartphone “ha vuelto aceptables comportamientos que hace pocos años
habrían sido definidos de gran mala educación”. No lo digo yo, lo dice Ariela Mortara, profesora de Sociología del consumo en el Iulm
(Universidad Libre del Lenguaje y la Comunicación) de Milán, y tiene
razón. “La posibilidad de compartir experiencias con amigos virtuales,
en vez de con los comensales”, nos ha vuelto incapaces de pasar una comida entera sin WhatsApp, selfie y e-mails.
Que sea importante, urgente, necesario o
solo por diversión, siempre hay una notificación que aparta nuestra
atención de aquello en que estábamos. Una interferencia constante en
nuestra vida personal y profesional, un billete solo de ida para esa que
ha sido definida la era de las distracciones.
Los padres nos lamentamos del uso
excesivo de la tecnología en los jóvenes de hoy y estamos preocupados
por las consecuencias que esto tendrá en sus vidas. ¿Pero nos hemos
mirado al espejo? ¿Nos hemos preguntado si el e-mail de turno no puede
realmente esperar hasta el final de los spaghetti?
La verdad es que la dependencia digital
es la más transversal de las dependencias. Tenemos el teléfono siempre a
mano, esperamos el semáforo para responder a los mensajes y, aún peor,
no miramos más a la cara a quien nos habla. Ni siquiera a nuestros
hijos.
Hablamos mal de los nativos digitales
pero los primeros que necesitamos una desintoxicación tecnológica somos
nosotros. Y si es verdad que los niños no aprenden de lo que decimos,
sino de lo que hacemos, la solución está detrás de la puerta.
El mundo en el que vivimos nos abruma de
datos y estímulos difíciles de gestionar para dejar el espacio adecuado
a la productividad y a la creatividad. En su libro Focus, Goleman
habla del rol fundamental que juega la atención en el modo en el que
afrontamos la verdad. Este recurso mental sutil, esquivo e invisible nos
pone en conexión con el mundo, plasmando y definiendo nuestra
experiencia.
La capacidad de hacer más cosas
simultáneamente es, sin duda, un recurso y una competencia, pero la
exasperación de esta “habilidad”, nos ha vuelto incapaces de
focalizarnos sobre una cosa a la vez. La era de la distracción, de
hecho, no es otra cosa que la evolución negativa de tanto admirado
concepto de multitasking.
El 47% de los profesionales señala como
causa principal de las interminables reuniones de trabajo el hecho que
los participantes están continuamente distraídos con los móviles. Pero
el dato más preocupante es que el 62% de los niños siente no tener la
completa atención de los por los padres cuando habla. Y ¿adivináis por
qué? ¡Porque miran a menudo el móvil!
Como de costumbre, los americanos han llegado antes que nosotros y han hecho también de esto un negocio.
Han inventado Pause
(Pausa), una caja de diseño elegante que bloquea la señal wi-fi, los
mensajes y las llamadas entrantes. Basta poner en orden los móviles para
crear momentos sin distracción en familia, en la oficina, en la
escuela. Una invitación a conectarse solo con las personas que están
junto a nosotros, eliminando todo tipo de actividad y conversación
virtual.
En el vídeo promocional, las personas tienen un móvil pegado al rostro mientras comen, trabajan e incluso cuando duermen. “Echo de menos jugar juntos más de cinco minutos, antes que cuando todos corrían para mirar el teléfono”, dice el niño del vídeo, “y
tengo miedo del futuro porque si ahora estamos así que existen los
Smartphone solo desde hace diez años, ¿qué será de nosotros dentro de
veinte años?”
La idea, sencilla pero eficaz, ha encontrado su alter ego también en Italia: en Torino Eataly, los clientes de la hamburgueserías low food muy conocida deben dejar los móviles en una Black Phone Box. Para quien aguanta hasta el final de la comida sin móvil, ¡el postre es gratis!
Seamos objetivos: ¡serán ideas originales, pero se trata del “descubrimiento del agua caliente!”
¿Realmente necesitamos una caja de
diseño que cuesta 40 dólares o ir a un restaurante donde unos
desconocidos nos tienen que recordar que estamos allí para cenar y hablar con quien nos sentamos de frente?
Si para nosotros es sagrada la calidad
del tiempo que pasamos en familia, si para nosotros es importante hacer
productivo el tiempo que dedicamos al trabajo, ¿qué nos impide dejar el
teléfono en un bolsillo durante media hora?
¿Dónde ha terminado nuestra fuerza de voluntad?
¿Por qué no elegimos tener el control
sobre los medios y los instrumentos de los que disponemos? ¿No es esto
lo que pedimos a nuestros hijos? Bien, demostremos que nosotros somos
los primeros capaces de hacer un uso moderado y consciente.
Y si nuestra motivación se ha debilitado
al punto de no lograr dejar el teléfono en el bolsillo del abrigo ni
siquiera durante una hora, entonces definamos para todos un marco de
tiempo para vivir juntos sin pantallas ni wi-fi. ¡Tomemos una bonita
caja de zapatos, decorémosla como más nos guste y paremos al intruso!
No se trata de ironía barata. El tiempo
transcurrido en familia y, sobre todo en la mesa, tiene un valor
inestimable para edificar la unión familiar; la conexión emotiva es la
mejor protección que podemos ofrecer a nuestros hijos, porque será
gracias a esta unión que lograremos ayudarles a construir la propia
identidad. Es este el tipo de educación que en la vida les protegerá del
uso nocivo de las nuevas tecnologías y de ellos mismos.
Crear sanas costumbres digitales tiene
exactamente la misma importancia que las sanas costumbres alimentarias,
higiénicas y de estudio. Nadie quiere demonizar la tecnología. Yo no me
acuerdo ni siquiera cómo se hacía para encontrar una dirección antes de
Google Maps, pero creo que, como decía mi abuela, todo exceso es un
defecto.
Enseñemos a nuestros hijos el valor del
tiempo, la posibilidad de elegir de forma consciente y ayudémosles a
desarrollar un espíritu crítico. Hagámoslo con nuestro ejemplo, en el
tiempo que pasamos con ellos, estando ahí por ellos al 100%.
Porque eso que se comparte a la mesa, en familia, va mucho más allá de
la comida. Y entonces, pongamos en pausa las distracciones externas y
reevaluemos la convivencia, esa realidad amable, tibia, constructiva y
densa de significado: ese que tiene firme la unión emocional y acerca a
los miembros de la familia. Eso que, en dos palabras, “¡hace familia!”