El Papa el día 2 en Santa Marta
En el Evangelio de hoy (Jn 21,15-19)
Jesús resucitado dialoga con Pedro a orillas del lago donde el apóstol
había sido llamado. Es un diálogo tranquilo, sereno, entre amigos, en la
atmósfera de la Resurrección del Señor. Jesús confía sus ovejas a
Pedro, planteándole tres cuestiones, preguntándole si lo ama.
Jesús elige al más pecador de los apóstoles; los otros se escaparon, pero este le negó: No lo conozco. Y Jesús le pregunta: ¿Me amas más que éstos?
¡Sí, Jesús escoge al más pecador! Fue elegido el más pecador para
apacentar al Pueblo de Dios. Esto nos tiene que hacer pensar. Jesús le
pide a Pedro que apaciente sus ovejas con amor. No con la cabeza
estirada, como un gran dominador, no: sino apacentarlas con humildad,
con amor, como hizo Jesús. Esa es la misión que da Jesús a Pedro. ¡Sí,
con sus pecados, con sus errores! Tanto es así que, justo después de ese
diálogo, Pedro vuelve a meter la pata con otra equivocación, y se deja
tentar por la curiosidad, preguntándole al Señor: ¿Y ese otro discípulo dónde irá? ¿Qué hará? Pero ya lo hace con amor, en medio de sus errores y pecados…, ¡con amor! Porque estas ovejas no son tus ovejas, son mis ovejas, dice el Señor. Ama. Si eres mi amigo, debes ser amigo de éstos.
Cuando Pedro negó a Jesús ante la sierva
del sumo sacerdote estaba seguro de lo que hacía, como lo estuvo cuando
había confesado: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y al
recordar la mirada de Jesús que se cruza con la de Pedro, que acababa
de negarlo, el apóstol, envalentonado a la hora de negar, ahora es capaz
de llorar amargamente. Y luego, después de toda una vida al servicio
del Señor, acabará como Jesús: en la cruz. Pero no se gloría, diciendo: ¡Acabo como mi Señor! No, más bien pide: Por favor, ponedme en la cruz, pero con la cabeza hacia abajo, para que al menos se vea que no soy el Señor, soy el siervo.
Esto es lo que nosotros podemos tomar de esta escena, de este diálogo
tan bonito, tan sereno, tan amigable, tan púdico. Que el Señor nos dé
siempre la gracia de ir por la vida con la cabeza hacia abajo: la cabeza
alta por la dignidad que Dios nos da, pero la cabeza gacha, sabiendo
que somos pecadores y que el único Señor es Jesús; nosotros somos
siervos.