Homilía del Prelado del Opus Dei Fernando Ocáriz ayer
Al recordar hoy el mensaje de la llamada
universal a la santidad y al apostolado, del que san Josemaría fue
portavoz durante su vida terrena, nuestro corazón se llena de alegría y
de agradecimiento a Nuestro Señor.
La oración colecta que nos propone la
liturgia destaca esta verdad proclamada por el Concilio Vaticano II y,
haciendo referencia a san Josemaría, añade: «Concédenos, por su
intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos
configuremos a tu Hijo Jesucristo». Esta petición resume, en cierto
sentido, nuestro camino en la tierra: parecernos cada día más a Jesús, a
través de una actividad que nos resulta tan familiar como es el
trabajo.
La luz de la fe ensancha los horizontes
de nuestro trabajo: nos hace ver que el hombre fue creado por Dios y
colocado "en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn
2, 15). La tierra se confía a los hombres como un jardín que se debe
cultivar y cuidar cada día, un entorno lleno de potencialidad, que
debemos descubrir y desarrollar para la gloria de Dios y para el
servicio de nuestros hermanos.
El Espíritu Santo es, en realidad, el
gran protagonista de este itinerario de santidad en lo cotidiano. Como
dice san Pablo a los Romanos: "Recibisteis un Espíritu de hijos de
adopción, en el que clamamos: ‘¡Abbá, Padre!’". Es un grito, una
oración, que el Espíritu Santo pone en nuestros labios, y que podemos
repetir lo largo del día, por ejemplo cuando experimentamos el cansancio
en nuestra actividad profesional y, al mismo tiempo, tenemos que seguir
trabajando. El saberse hijos de Dios nos anima a rezar y servir a
todos, a no permanecer indiferentes ante quienes sufren por situaciones
diversas, como el desempleo o un trabajo en condiciones precarias.
La luz del Espíritu Santo nos hace
encontrar a Jesús, que sale a nuestro encuentro, como salió a buscar a
los primeros discípulos junto al lago de Genesaret. Él entra en nuestras
vidas del mismo modo en que subió a la barca de Pedro y de sus
compañeros. Y la misma barca, que había sido testigo de un fracaso
profesional −una pesca de la que no pudieron llevarse nada− se convierte
en la cátedra del Maestro, en el lugar desde el que revela los
misterios del Reino de Dios. Más aún: en esa misma barca comienza una
aventura sobrenatural, prefigurada por la pesca milagrosa. La presencia
de Cristo transforma nuestro trabajo, nuestra barca vieja, en el lugar
de la acción de Dios. Y esto se puede hacer con gestos simples pero
llenos de caridad: ayudar a un colega que nos cae peor, pero que
necesita un consejo práctico para terminar bien lo que está haciendo; o
tal vez dedicar unos minutos a una persona, si sabemos que tiene
necesidad de hablar porque su rostro refleja cierta preocupación.
El Señor nos pide que seamos
instrumentos en sus manos, para llevar alegría y felicidad a este mundo
que tanto lo necesita. Nos dirige la misma invitación que hizo a Pedro:
"Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca" (Lc 5, 4). Las
redes, esta vez, se echan en aquel trabajo impregnado por la gracia
divina, para que se transforme un lugar de testimonio cristiano, de
ayuda sincera a nuestros colegas y a todas las personas que tratamos. En
este sentido, podemos recordar la invitación del Papa Francisco:
«Cuando los esfuerzos para despertar la fe entre vuestros amigos parecen
inútiles, como la fatiga nocturna de los pescadores, recordad que con
Jesús todo cambia. La Palabra del Señor llenó las redes, y la Palabra
del Señor hace eficaz el trabajo misionero de los discípulos» (Discurso,
22-IX-2013).
El Espíritu Santo, que habita en
nosotros, nos moverá, si se lo permitimos, a remar mar adentro, es
decir, a adentrarnos en esos horizontes apostólicos que se descubren
cada día: en la familia, en el ambiente profesional, en la relación con
nuestros amigos y conocidos. Se repetirán los milagros, como señala san
Josemaría: «Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no miraba sólo a
esta pesca. Por eso, cuando Pedro se arroja a sus pies y confiesa con
humildad: "Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador", Nuestro
Señor responde: "No temas, de hoy en adelante serán hombres los que has
de pescar" (Lc 5, 10). Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la
eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a
pesar de sus personales miserias» (Amigos de Dios, n. 261).
Porque también nosotros debemos ser apóstoles, apóstoles en medio del
trabajo y de todas las realidades humanas que tratamos de llevar a Dios.
Nuestra Señora es la Reina de los Apóstoles;
así la invocamos en las letanías del Rosario. Pidámosle que nos enseñe a
colaborar activamente en la misión de la Iglesia para la salvación del
mundo. Este era el anhelo que san Josemaría atesoraba en su corazón:
poner a Cristo en el centro y en la raíz de cada actividad humana, en
unión con toda la Iglesia: “omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!”