«Fundador del Opus Dei. Juan Pablo II lo denominó el santo de la vida
ordinaria. Piadoso desde la infancia, creció bajo el amparo de María.
Fue un intrépido apóstol. Pudo ver en vida cómo su obra recibía la
estima de papas y prelados»
«Cristo no nos pide un poco de bondad, sino mucha
bondad. Pero quiere que lleguemos a ella no a través de acciones
extraordinarias, sino con acciones comunes, aunque el modo de ejecutar
tales acciones no debe ser común», decía el fundador del Opus Dei, un
hombre que no ha dejado a nadie indiferente; no lo hizo en vida, ni
después de traspasar las fronteras del cielo. Le han escoltado luces y
sombras. Sin embargo, fue un aragonés noble, sencillo, que iba creciendo
sin otro afán que abrir surcos en su acontecer para llenarlos de Dios,
un apóstol que no cesó de evangelizar a tiempo y a destiempo, una
persona con un carisma innegable que tuvo la gracia de llegar al corazón
de la gente, un apasionado de Cristo y de María, fiel a la Iglesia.
Nació en Barbastro, Huesca, España, el 9 de enero de
1902, y tuvo en su hogar la primera escuela de fe. Envuelto en ternura,
se nutrió con la piedad que le inculcaron sus padres. Se percibe en su
vida el influjo del remanso de paz y de cariño que vistió su cuna. La
promesa materna de llevarlo ante la Virgen al santuario de Torreciudad,
le rescató de una previsible muerte a sus 2 años. Inquieto, enredado a
veces en infantiles rabietas y escudado en su timidez, escuchaba de su
madre sentencias de gran valor espiritual: «Josemaría, vergüenza sólo
para pecar». Los ecos de la sabiduría que tuvo cerca se aprecian en
«Camino», que ha alumbrado espiritualmente a muchas generaciones.
Vivió la dolorosa pérdida de tres hermanos. Sus ojos infantiles,
aturdidos por las desgracias, le hacían temer su propia muerte, pero su
madre le tranquilizaba recordándole que a él le protegía la Virgen. En
su adolescencia la familia se trasladó a Logroño por haber quebrado el
comercio que regentaban en Barbastro. Era muy observador y en las
gélidas navidades de 1917 se percató de la presencia de un carmelita que
caminaba descalzo por la nieve llevado de su amor a Dios. Las huellas
que fue dejando impregnaron su espíritu de un irresistible deseo de
ofrecer su vida. Abrió las puertas de su corazón y por ellas penetró la
vocación al sacerdocio. Sus padres le apoyaron. Cursó estudios en
Logroño y en Zaragoza, donde el cardenal Soldevilla, que apreció sus
virtudes y cualidades, le designó inspector del seminario.
En 1923 inició la carrera de derecho. Solía acudir a la basílica del
Pilar haciendo confidente a la Virgen de todas sus cuitas. Su padre
murió en 1924, y al año siguiente fue ordenado sacerdote. Su primer
destino fue Perdiguera. Allí en su breve estancia realizó una edificante
labor pastoral dejando un recuerdo inolvidable en los fieles, labor
también manifiesta en la parroquia zaragozana de san Pedro Nolasco,
entre otras. Tenía don de gentes y gran sentido del humor.
En 1927 fue autorizado a culminar su preparación en
Madrid, y comenzó a impartir clases de derecho en una academia. Los
destinatarios de su apostolado fueron, además de los enfermos del
patronato regido por las Damas Apostólicas, moradores de barrios de la
periferia: modestas familias; un entorno cuajado de carencias y marcado
por el dolor. Esta vertiente no colmaba del todo sus anhelos. De su
interior brotaba la urgencia de llevar el evangelio por doquier. El 2 de
octubre de 1928 en la iglesia de los Paules vio la inmensidad de un
camino de santidad fraguado en la vida ordinaria al que todos eran
llamados. Cada uno desde su lugar de trabajo se convertiría en heraldo
para los demás de esa verdad que es Cristo, siempre al servicio de la
Iglesia. Adelantándose al Concilio Vaticano II, recordó la invitación
universal a la santidad, algo inusual en la época. Poco a poco, a través
de amigos, profesores, estudiantes y sacerdotes fue constituyéndose el
Opus. Rosario, misa y comunión diarias, oración, lecturas espirituales,
disciplinas…, conformaban el ideario a seguir. Comenzó con varones, y a
partir febrero de 1930 lo hizo extensivo a las mujeres. Un ingeniero
argentino se afilió a la Obra y tras él fueron llegando otros miembros.
En agosto de 1931, a través de una moción divina percibida mientras
oficiaba la misa, entendió que «los hombres y mujeres de Dios» izarían
«la Cruz con la doctrina de Cristo sobre el pináculo de toda actividad
humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».
Los inicios no fueron fáciles. Se refugiaba en la oración y ofrecía
sus mortificaciones. Sufrió la pérdida de tres de los integrantes
principales, y tuvo que volver al punto de partida. Mientras, iba
adentrándose en los senderos de la mística, invadido de amor por el
Padre, conciencia filial que forma parte del carisma que dio a la
fundación. Hacía partícipes de sus sueños apostólicos a los estudiantes
de Dya, academia fundada por él, animándoles a leer la vida de Cristo y a
meditar en su Pasión.
Entre 1934 y 1935 trasladó este centro docente a una de
las calles principales madrileñas, donde escribió Consideraciones
Espirituales, el conocido «Camino» que vería la luz como tal en 1939. La
Guerra Civil le puso en peligro de muerte; tuvo que refugiarse en un
psiquiátrico y padeció incontables penalidades. Huyó a Barcelona y a
Andorra. Luego pasó por Pamplona y se estableció en Burgos; allí dio
nuevo impulso a la Obra. En 1939 volvió a Madrid. Comenzó a impartir
numerosos retiros espirituales, y en 1941 surgieron sus detractores
cargados con dardos de incomprensión, maledicencia, calumnias y
falsedades, carcomidos por la envidia. En 1944 se ordenaron los primeros
sacerdotes.
En 1946 viajó a Roma buscando la aprobación que le concedió Pío XII;
luego se entrevistaría con Juan XXIII y con Pablo VI. La Obra se
extendió por el mundo, alumbrada por él con su palabra, oración y
penitencia, amparado en Cristo y en María, viajando incansablemente
dentro y fuera de España. Gozó del apoyo de los pontífices y de muchos
prelados. Padecía diabetes, y al final sufrió severas cataratas. Murió
en Roma el 26 de junio de 1975. Juan Pablo II lo beatificó 17 de mayo de
1992 y lo canonizó el 6 de octubre del año 2002, denominándole el santo
de la vida ordinaria.