Enrique García-Máiquez
No es la primera vez que pasa en
la historia: los ciudadanos asediados distrayendo su desesperación con
fiestas mientras los bárbaros esperan a las puertas, adustos y
despreciativos
La parte más dura del trabajo de las
columnas periodísticas la hace el lector. Tiene que leerlas,
entenderlas, discutirlas y, sobre todo, desarrollarlas y completarlas. A
veces se dejan cabos sueltos adrede, para que el lector experimente el
placer intelectual de atarlos; pero más a menudo son las limitaciones
del columnista las que el lector ha de suplir amablemente. En mi artículo sobre la sobreabundancia de festejos y celebraciones infantiles olvidé preguntarme el porqué.
Cuando me leí, me di cuenta enseguida del fallo. Ayudó que el mismo día publicaban en el Diario
los datos estadísticos que constatan el envejecimiento de la población,
que se producen menos nacimientos que muertes (y eso que la esperanza
de vida se ha alargado lo suyo) y que las bodas caen en picado. Dije:
"Ojú". Y a renglón seguido, más culturalísticamente, exclamé: "¡Eureka!"
Ahí, delante de mis narices, estaba el motivo de tanto jolgorio. Los
niños son, a estas alturas, algo extraordinario, que se sale de la
tendencia, de la moda y del índice, una fiesta sorpresa en sí. Nada en
la sociedad ni en la cultura pasa por capricho. La apoteosis de las
fiestas infantiles está más que justificada.
El motivo resulta, eso sí, bastante
cenizo. No es la primera vez que pasa en la historia: los ciudadanos
asediados distrayendo su desesperación con fiestas mientras los bárbaros
esperan a las puertas, adustos y despreciativos. Otra paradoja: ahora
que se comprenden las razones de tanta fiesta infantil entran ganas de
dejarse de piñatas.
Por ellos. Nuestros hijos van a ser las
víctimas directas del descenso de la natalidad. Tendrán que echarse
sobre los hombros, criaturitas, sobre esos hombros delicados criados
entre lluvias de caramelos de goma, el sostenimiento del Estado del
Bienestar y sus fronteras.
Aún podría hacerse algo. La gente no
tiene hijos, además de por los dictados de la naturaleza, que es muy
suya, por problemas económicos, por un lado, y anímicos por otro. Los
primeros, tienen más fácil arreglo: hay que apoyar a las familias,
fomentar la conciliación y dejar de castigar fiscalmente el trabajo y el
ahorro. Los anímicos también pueden sanarse con una actitud social
mucho más positiva ante el regalo de la vida y ante el prodigio de la
paternidad. No se ve lo uno ni lo otro ni las ganas políticas, pero los
padres podríamos en las fiestas ir exigiendo estas cosas en vez de
resoplar. Por ellos.