Comentario a la liturgia dominical
Ciclo A – Textos: Ex 34, 4.6.8-9; 2Co 13, 11-13; Jn 3, 16-18
Idea principal: Adentrémonos de rodillas a contemplar este Misterio de la Santísima Trinidad.
Resumen del mensaje:
Hoy la Iglesia celebra el misterio más elevado de la doctrina revelada,
su misterio central. El enunciado del misterio es muy simple, como lo
aprendimos en el Catecismo: La Santísima Trinidad es el mismo Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres Personas distintas y un solo Dios
verdadero. Misterio insondable que nos lleva a tres actitudes: adorar,
agradecer y amar. Sólo lo comprenderemos en el cielo. El misterio de la
Trinidad viene a desafiar todas las religiones y filosofías humanas.
Mientras esas religiones, sobre todo las más depuradas, como el
hinduismo y las creencias orientales, conciben a Dios como un todo
impersonal, rozando a veces en el panteísmo, el Cristianismo nos
presenta a un Dios personal, capaz de conocer y amar a sus creaturas.
Ninguna religión llegó a concebir que la divinidad amase realmente a los
hombres.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar
nos preguntamos si este misterio, que sólo entenderemos en el cielo,
nos servirá a nosotros aquí y ahora. Podríamos responder: realmente el
misterio de la Santísima Trinidad no nos sirve para nada, porque Dios no
sirve a nadie y a nada. Dios está para ser servido por nosotros y no
para que nosotros nos sirvamos de Él. Tenemos que cuidarnos del criterio
utilitarista tan propio de nuestra época, que juzga todo según sirva o
no al capricho del hombre. Hay bienes que son deseables y amables por sí
mismos, sin necesidad de estar buscándoles utilidades a nuestra medida.
Los antiguos llamaban a estos bienes “honestos” porque se deseaban por
sí mismos, sin buscar la utilidad o el deleite, que los convertiría en
medios. ¡Te adoro, Dios Trinidad!
En segundo lugar,
realmente deberíamos agradecer a Dios porque al ser un misterio
inaccesible a nuestra mente, nos ha hecho el gran favor de humillarnos,
de abajar nuestra inteligencia y nuestra cabeza, y colocarnos en nuestro
verdadero lugar y de rodillas. Dios no es un objeto del cual podamos
disponer a nuestro arbitrio, sino que es nuestro Señor y Creador, al que
tenemos que adorar y ante el cual debemos doblegar nuestras rodillas.
Contra la soberbia del hombre moderno, que cree poder conocer y dominar
todas las cosas, aún las mas sagradas, como el alma y la vida humana, se
alza el misterio insondable de la Una e indivisa Trinidad que la
Iglesia proclama hoy, como hace dos mil años. ¡Te agradezco, Dios
Trinidad!
Finalmente,
la revelación de este misterio es otra muestra más del infinito amor de
Dios hacia los hombres. Él no se contenta con amarnos, sino que goza en
nuestro amor por Él, y como nadie puede amar lo que no conoce, para
excitar más nuestro amor por Él quiso mostrarnos los secretos de su vida
íntima. Porque eso es en definitiva lo que Dios nos revela en este
misterio, nada más y nada menos que su intimidad. De este modo, sabemos
que Dios no es un solitario encerrado en su inalcanzable grandeza, sino
que en Él hay un dinamismo vital de conocimiento y amor. Dios Padre,
desde toda la eternidad, engendra al conocerse una Persona, su Imagen
plena, el Hijo de Dios. Y el amor entre la primera y segunda Persona,
entre el Padre y el Hijo, es tan profundo, por ser divino, que de él
brota una tercera Persona, el Espíritu Santo. ¡Te amo, Dios Trinidad!
Para reflexionar: Piensa en esta frase de san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano, lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9).
Para rezar: oración de la beata Isabel de la Trinidad
¡Oh Dios mío, trinidad adorable, ayúdame a olvidarme por entero para establecerme en ti!
¡Oh
mi Cristo amado, crucificado por amor! Siento mi impotencia y te pido
que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos lo
movimientos de tu alma; que me sustituyas, para que mi vida no sea más
que una irradiación de tu propia vida. Ven a mí como adorador, como
reparador y como salvador…
¡Oh
fuego consumidor, Espíritu de amor! Ven a mí, para que se haga en mi
alma una como encarnación del Verbo; que yo sea para él una humanidad
sobreañadida en la que él renueve todo su misterio.
Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre tu criatura; no veas en ella más que a tu amado en el que has puesto todas tus complacencias.
¡Oh
mis tres, mi todo, mi dicha, soledad infinita, inmensidad en que me
pierdo! Me entrego a vos como una presa; sepultaos en mí para que yo me
sepulte en vos, en espera de ir a contemplar en vuestra luz el abismo de
vuestras grandezas.