Mensaje del Papa para la I Jornada Mundial de los Pobres
(Que se celebrará el 19.XI.2017)
1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn
3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que
ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo
amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se
hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos
con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que
quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente
cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del
Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se
basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin
respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a
cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier
persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y
pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro
corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que
mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y
al prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón
de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y
obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se
encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal
34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa
invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los
Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres
«llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la
asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con
los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el
servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la
vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una
fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal
del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch
2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de
los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más
espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión
de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los
creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros,
para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los
más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en
su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas:
«Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del
mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a
los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin
embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os
arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá
salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos
del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare;
abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el
cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí
sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en
que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento,
dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo
no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha
suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado
su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en
estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda
sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han
servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de
Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los
siglos. Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar
con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su
conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a
los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con
misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me
convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los
destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la
semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para
tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y
útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos
y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a
un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir
que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino
del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se
transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta
forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca
con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar
a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de
los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la
Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja
encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de
los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras
del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no
lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con
ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro
Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender
la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a
abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo
de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a
salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que
tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc
6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la
propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la
tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos
inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide
considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y
condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las
condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras
responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras
limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su
gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el
uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y
los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san
Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque
mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en
los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio
de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que
escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su
situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en
nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan
el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que
surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la
pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras
marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la
tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y
de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia
sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud,
el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el
rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses,
pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista
inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto
de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y
la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras
emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de
unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y
la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la
propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera.
Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco
resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos
jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece
el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la
búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la
participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de
este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe
responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres −como solía decir el beato Pablo VI− pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II,
29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos.
Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos:
son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las
barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el
aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos
que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son
manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres,
para que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada
vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y
los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales
establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida
de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento
delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es
decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres
y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija
en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra
solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el
Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer
lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del
descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al
mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de
su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los
pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto
de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los
hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas,
traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión
alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres,
que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo
Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y
de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los
pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese
domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la
celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo
siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado
más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz,
pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor
de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la
vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva
vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario
viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos:
será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo
con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb
13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser
maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su
confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y
con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y
abandonarse a la providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es
la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza en
Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús
nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a
causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario.
A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les
respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en
el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es
una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y
esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta
oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de
egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los
sacerdotes, a los diáconos −que tienen por vocación la misión de ayudar a
los pobres−, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los
movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para
que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial
se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento,
de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los
pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los
pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y
vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017Memoria de San Antonio de Padua
Francisco