En el fondo, no se busca la muerte ‘digna’ de otra persona…
No se trata sólo de una peligrosa
evolución jurídica hacia el derecho a la muerte, sino de una inversión
ética, como acaba de comprobarse en Gran Bretaña. A la capacidad
invasiva del ordenamiento jurídico se une a veces cierta creatividad de
los jueces, no sólo en la tradición anglosajona tan distinta de la
continental.
No hace mucho me refería a un caso que
había llegado al Consejo de Estado francés −no como el español, sino
instancia suprema del proceso administrativo−: el problema de Marwa,
niña de quince meses con lesiones neurológicas graves e irreversibles,
víctima de un enterovirus de inusitada agresividad. La unidad de
cuidados intensivos pediátricos de un hospital de Marsella decidió,
contra la voluntad de los padres, interrumpir la ventilación mecánica y
la alimentación artificial. Acudieron a los jueces, y el Consejo de
Estado decretó el mantenimiento de esa atención, por entender que no se
cumplían las condiciones previstas en la ley Claeys-Leonetti, sobre el fin de la vida.
A pesar de esto, para algunos, esta ley
−junto con el decreto del gobierno que la desarrolló en 2016− no respeta
el derecho constitucional a la vida. Así una asociación nacional de
familias de enfermos cerebrales, que planteó una cuestión de
constitucionalidad, resuelta por el Consejo francés a comienzos de
junio. La decisión no entra en ese derecho a la vida, que podría afectar
a otras normas legales del ordenamiento francés, pero reconoce la
legitimidad de la ley discutida: un médico tiene derecho a decidir, tras
un procedimiento colegiado consultivo, la suspensión de tratamientos
indispensables para mantener en vida a un paciente, si pueden valorarse
como una obstinación no razonable, en el caso de que el enfermo no sea
capaz de expresar su voluntad y no haya dejado una directiva anticipada.
Pero el Consejo Constitucional precisa
ese derecho del facultativo, y establece que la decisión debe ser
notificada a las personas próximas al paciente, a las que el médico debe
haber consultado sobre la posible voluntad del paciente. Además, se
comunicará con una antelación suficiente, que permita presentar un
recurso en tiempo útil. Esa apelación se podrá examinar con urgencia por
el tribunal competente para obtener la posible suspensión de la
decisión impugnada. Estos criterios de interpretación de la ley vigente
confirman que la actuación de los médicos en esta área está sometida al
control de los tribunales administrativos. Parece importante esa
garantía, para evitar actos médicos o jurídicos que ignoren la voluntad
de la familia.
En línea contraria se ha manifestado el Tribunal Supremo británico en el caso de Charlie,
un niño de nueve meses, que sufre una enfermedad semejante a la de
Marwa. Los médicos han ganado la batalla jurídica a los padres,
dispuestos a hacer lo imposible para mantener vivo a su hijo: se pueden
“detener legítimamente todos los tratamientos, excepto los cuidados
paliativos, para que se permita a Charlie morir con dignidad”. Los
jueces se adhieren a la voluntad de los médicos, que consideraban "poco
ético" mantener el tratamiento al pequeño, aunque los padres habían
conseguido medios económicos para llevar a su hijo a Estados Unidos. En
este caso no se aplica la sanción penal prevista para la negación de
asistencia. Al contrario, la sentencia de muerte se convierte en un bien
moral, aunque niegue el derecho de los padres que “representan” la
voluntad de un hijo incapaz de expresarla.
Así, como se ha discutido recientemente
en Italia, se estataliza la privación de la vida, algo lógicamente
negado al individuo, que no puede tomarse la justicia por su mano.
Sucedió en Turín, donde una mujer dio a luz en casa a un hijo monstruoso,
y lo arrojó a la calle por la ventana: murió al instante. Si hubiera
abortado antes habría sido considerada una mujer libre y responsable.
Ahora es una Medea sin justificación posible, linchada por la
opinión pública. Refleja las paradojas a que conduce el casuismo de
tantas normas estatales sobre la vida y la muerte.
En el caso de la eutanasia, si los
parientes próximos aceptan la decisión médica, no se plantearán
cuestiones jurídicas. Pero no deja de resultar inquietante esta insólita
reaparición de la abolida pena de muerte, no como sanción penal, sino
como decisión administrativa que valora las condiciones en que
es lícita o ilícita la supervivencia humana. Refleja en cierta medida la
reducida capacidad de aguante en una sociedad envejecida ante el dolor
ajeno irremediable e inaceptable: se prefiere eliminar a quien provoca
ese sufrimiento en uno mismo. En el fondo, no se busca la muerte digna de otra persona, sino la desaparición de la causa de un dolor propio insufrible.