En la solemnidad del Corpus Christi sale muchas veces el tema de la memoria: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te hizo recorrer […]. No te olvides del Señor, […] que en el desierto te alimentó con el maná» (cfr. Dt 8,2.14.16), dijo Moisés al pueblo. «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24), nos dice Jesús. «Acuérdate de Jesucristo» (2Tm 2,8), dirá Pablo a su discípulo. El «pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6,51) es el sacramento de la memoria que nos recuerda, de modo real y tangible, la historia del amor de Dios por nosotros.
Acuérdate, nos dice hoy la
Palabra divina a cada uno. Del recuerdo de las gestas del Señor tomó
fuerza el camino del pueblo en el desierto; en el recuerdo de lo que el
Señor hizo por nosotros se funda nuestra personal historia de salvación.
Recordar es esencial para la fe, como el agua para una planta: como no
puede seguir con vida ni dar fruto una planta sin agua, así la fe si no
se bebe de la memoria de lo que el Señor ha hecho por nosotros.
«Acuérdate de Jesucristo».
Acuérdate. La memoria es importante, porque nos permite permanecer en el amor, re-cordar,
o sea, llevar en el corazón, no olvidar quién nos ama y a quién debemos
amar. Sin embargo, esa facultad única, que el Señor nos ha dado, está
hoy más bien debilitada. En el frenesí en el que estamos inmersos,
tantas personas y tantos hechos parecen pasarnos por encima. Se pasa
página en seguida, voraces de novedades, pero pobres de recuerdos. Así,
quemando los recuerdos y viviendo al instante, se corre el riesgo de
quedarse en la superficie, en el flujo de las cosas que pasan, sin ir al
fondo, sin esa hondura que nos recuerda quiénes somos y adónde vamos.
Entonces la vida exterior se fragmenta y la interior queda inerte.
Pero la solemnidad de hoy nos recuerda
que en la fragmentación de la vida el Señor viene a nuestro encuentro
con una fragilidad amorosa, que es la Eucaristía. En el Pan de vida el
Señor viene a visitarnos haciéndose alimento humilde que con amor cura
nuestra memoria, enferma de frenesí. Porque la Eucaristía es el memorial del amor de Dios. Ahí «se hace memoria de su pasión» (Solemnidad del Corpus Christi, Antífona del Magníficat de las II Vísperas),
del amor de Dios por nosotros, que es nuestra fuerza, el apoyo de
nuestro caminar. Por eso nos hace tanto bien el memorial eucarístico: no
es una memoria abstracta, fría y especulativa, sino la memoria viva y
consoladora del amor de Dios. Memoria anamnética y mimética. En la
Eucaristía está todo el gusto de las palabras y de los gestos de Jesús,
el sabor de su Pascua, la fragancia de su Espíritu. Recibiéndola, se
imprime en nuestro corazón la certeza de ser amados por Él. Y mientras
digo esto, pienso en particular en vosotros, niños y niñas que hace poco
recibisteis la Primera Comunión y estáis aquí presentes en gran número.
Así la Eucaristía forma en nosotros una memoria agradecida, porque nos reconocemos hijos amados y alimentados por el Padre; una memoria libre,
porque el amor de Jesús, su perdón, sana las heridas del pasado y
pacifica el recuerdo de los errores padecidos e infligidos; una memoria paciente,
porque en las adversidades sabemos que el Espíritu de Jesús permanece
con nosotros. La Eucaristía nos anima: ni siquiera en el camino más
accidentado estamos solos, el Señor no se olvida de nosotros y cada vez
que vamos a Él nos restaura con amor.
La Eucaristía nos recuerda también que no somos individuos, sino un cuerpo. Como el pueblo en el desierto recogía el maná caído del cielo y lo compartía en familia (cfr. Ex
16), así Jesús, Pan del cielo, nos convoca para recibirlo, recibirlo
juntos y compartirlo entre nosotros. La Eucaristía no es un sacramento
“para mí”; es el sacramento de muchos que forman un solo cuerpo: el
santo pueblo fiel de Dios. Nos lo ha recordado San Pablo: «El pan es
uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo,
porque comemos todos del mismo pan» (1Cor 10,17). La Eucaristía es el sacramento de la unidad. Quien la recibe no puede sino ser artífice de unidad, porque nace en él, en su ADN espiritual, la construcción de la unidad. Que ese Pan de unidad nos
sane de la ambición de prevalecer sobre los demás, de la avaricia de
acaparar para sí, de fomentar discordias y propagar críticas; suscite la
alegría de amarnos sin rivalidad, envidias ni chismes maldicientes.
Y ahora, viviendo la Eucaristía,
adoramos y agradecemos al Señor por este sumo don: memoria viva de su
amor, que forma de nosotros un solo cuerpo y nos conduce a la unidad.