El Papa en Santa Marta
En la Primera Lectura, del libro del
Génesis (12,1-9), vemos la figura de Abraham con el estilo propio de la
vida cristiana, basado en tres dimensiones: el expolio, la promesa y la bendición. El
Señor pide a Abraham que salga de su pueblo, de su patria, de la casa
de su padre. Ser cristiano comporta siempre esta dimensión de expolio,
de despojarse, que encuentra su plenitud en el expolio de Jesús en la
Cruz. Siempre hay un ‘vete’, ‘deja’, para dar el primer paso: Sal de tu tierra y de la casa de tu padre…
Si hacemos un poco de memoria, veremos que en los Evangelios la
vocación de los discípulos es un ‘vete’, ‘deja’ y ‘ven’. Y en los
profetas; pensemos en Eliseo, arando la tierra: ‘Deja y ven’ – ‘Pero, al menos déjame despedirme de mis padres’ – ‘Ve, pero vuelve’. ‘Déjalo y ven’.
Los cristianos debemos tener la
capacidad de ser despojados, de lo contrario no seríamos cristianos
auténticos, como no lo son los que no se dejar despojar y crucificar con
Jesús. Abraham obedeció por su fe, partiendo a una tierra que recibiría
como heredad, pero sin saber el destino concreto. El cristiano no tiene
un horóscopo para ver el futuro; ni va a la vidente que tiene la bola
de cristal, o te lee la mano. No, no. No sabe a dónde va: es guiado.
Esta es la primera dimensión de nuestra vida cristiana: el despojo.
¿Y el despojo para qué? ¿Para una
ascesis quieta? ¡No, no! Para ir a una promesa. Y esa es la
segunda. Somos hombres y mujeres que caminamos hacia una promesa, a un
encuentro, hacia algo –una tierra, dice a Abraham– que debemos recibir
como herencia. Pero Abraham no edifica una casa, sino que planta una
tienda, como indicando que está en camino y se fía de Dios, y construye
un altar para adorarlo. Luego, sigue caminando, siempre está en camino.
El camino empieza todos los días por la mañana: el camino de fiarse del
Señor, el camino abierto a las sorpresas de Dios, muchas veces nada
buenas, a veces malas –pensemos en una enfermedad, en una muerte–, pero
abierto, porque sé que Tú me llevarás a un sitio seguro, a la tierra que
has preparado para mí: es decir, el hombre en camino, el hombre que
vive en una tienda, una tienda espiritual. Nuestra alma, cuando se
“instala” demasiado, pierde esa dimensión de ir hacia la promesa y, en
vez de caminar hacia la promesa, se la lleva y la posee. Y eso no va, no
es propiamente cristiano.
En esta semilla del inicio de nuestra familia cristiana resalta otra
característica, la bendición: el cristiano es un hombre o una mujer que
bendice, es decir, que dice bien de Dios y dice bien de los demás, y
también se hace bendecir por Dios y por los demás para ir adelante. Ese
es el esquema de nuestra vida cristiana, porque todos, también los
laicos, debemos bendecir a los demás, decir bien de los otros y decir
bien a Dios de los demás. A menudo nos acostumbramos a no decir bien del
prójimo, cuando la lengua se mueve un poco como quiere, en vez de
seguir el mandamiento que Dios confía a nuestro padre Abraham, como
síntesis de vida: caminar, dejándose despojar por el Señor, fiándose de
sus promesas, para ser irreprensibles. En el fondo, la vida cristiana es
así de sencilla.