6/26/17

Si nos acomodamos demasiado perdemos esta dimensión de ir hacia la promesa

El Papa en Santa Marta


En la Primera Lectura, del libro del Génesis (12,1-9), vemos la figura de Abraham con el estilo propio de la vida cristiana, basado en tres dimensiones: el expolio, la promesa y la bendición. El Señor pide a Abraham que salga de su pueblo, de su patria, de la casa de su padre. Ser cristiano comporta siempre esta dimensión de expolio, de despojarse, que encuentra su plenitud en el expolio de Jesús en la Cruz. Siempre hay un ‘vete’, ‘deja’, para dar el primer paso: Sal de tu tierra y de la casa de tu padre… Si hacemos un poco de memoria, veremos que en los Evangelios la vocación de los discípulos es un ‘vete’, ‘deja’ y ‘ven’. Y en los profetas; pensemos en Eliseo, arando la tierra: ‘Deja y ven’ – ‘Pero, al menos déjame despedirme de mis padres’ – ‘Ve, pero vuelve’. ‘Déjalo y ven’.
Los cristianos debemos tener la capacidad de ser despojados, de lo contrario no seríamos cristianos auténticos, como no lo son los que no se dejar despojar y crucificar con Jesús. Abraham obedeció por su fe, partiendo a una tierra que recibiría como heredad, pero sin saber el destino concreto. El cristiano no tiene un horóscopo para ver el futuro; ni va a la vidente que tiene la bola de cristal, o te lee la mano. No, no. No sabe a dónde va: es guiado. Esta es la primera dimensión de nuestra vida cristiana: el despojo.
¿Y el despojo para qué? ¿Para una ascesis quieta? ¡No, no! Para ir a una promesa. Y esa es la segunda. Somos hombres y mujeres que caminamos hacia una promesa, a un encuentro, hacia algo –una tierra, dice a Abraham– que debemos recibir como herencia. Pero Abraham no edifica una casa, sino que planta una tienda, como indicando que está en camino y se fía de Dios, y construye un altar para adorarlo. Luego, sigue caminando, siempre está en camino. El camino empieza todos los días por la mañana: el camino de fiarse del Señor, el camino abierto a las sorpresas de Dios, muchas veces nada buenas, a veces malas –pensemos en una enfermedad, en una muerte–, pero abierto, porque sé que Tú me llevarás a un sitio seguro, a la tierra que has preparado para mí: es decir, el hombre en camino, el hombre que vive en una tienda, una tienda espiritual. Nuestra alma, cuando se “instala” demasiado, pierde esa dimensión de ir hacia la promesa y, en vez de caminar hacia la promesa, se la lleva y la posee. Y eso no va, no es propiamente cristiano.
En esta semilla del inicio de nuestra familia cristiana resalta otra característica, la bendición: el cristiano es un hombre o una mujer que bendice, es decir, que dice bien de Dios y dice bien de los demás, y también se hace bendecir por Dios y por los demás para ir adelante. Ese es el esquema de nuestra vida cristiana, porque todos, también los laicos, debemos bendecir a los demás, decir bien de los otros y decir bien a Dios de los demás. A menudo nos acostumbramos a no decir bien del prójimo, cuando la lengua se mueve un poco como quiere, en vez de seguir el mandamiento que Dios confía a nuestro padre Abraham, como síntesis de vida: caminar, dejándose despojar por el Señor, fiándose de sus promesas, para ser irreprensibles. En el fondo, la vida cristiana es así de sencilla.