Alfonso Aguiló
Obviamente, las palabras son importantes, y no está bien herir la sensibilidad de nadie; pero parece que la corrección política se extiende rápidamente por el mundo desarrollado…
En la novela de Philip Roth, La mancha humana, la vida del decano Coleman Silk se viene abajo tras preguntar un día por dos estudiantes que han faltado a todas sus clases, “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia real o se han desvanecido como humo negro?”, pregunta en el aula. Desgraciadamente para Coleman, uno de los aludidos resulta ser afroamericano y, cuando llega a sus oídos la pregunta, la interpreta como un ataque racista. Aunque no había ánimo ofensivo en las palabras de Silk, pues jamás había visto al estudiante, el profesor es acusado de racista, cesado como decano y despedido. En poco tiempo se encuentra rechazado por la comunidad universitaria y rehuido por sus amigos y conocidos.
Aunque se trata solo de una novela, su figura refleja el drama de no pocos profesores norteamericanos que han sido censurados o expulsados de la universidad porque sus palabras no se ajustaron en algún momento a lo políticamente correcto y molestaron a un alumnado cada vez más sobreprotegido e infantilizado.
No hace mucho, Judith Shulevitz contaba que unos estudiantes de la Universidad de Brown organizaron un debate abierto sobre el acoso sexual. Inmediatamente, algunos alumnos protestaron ante la dirección diciendo que la universidad debía ser un “espacio seguro” donde nada hiciera revivir los traumas de las víctimas. Las autoridades académicas pusieron a disposición de los asistentes una sala contigua donde cualquiera podía acudir para recuperarse de algún punto de vista turbador, y, si se sentía con fuerzas, regresar al debate. La estancia estaba equipada con cuadernos para colorear, juegos, cojines, chuches, música y vídeos relajantes, además de personal cualificado para atención psicológica, y pasaron por ella dos docenas de personas.
En otra ocasión, un profesor del Columbia College recomendó la visita a una interesante exposición de arte samurai japonés. Inmediatamente, uno de sus estudiantes protestó porque aquello podía herir la sensibilidad de los alumnos chinos. La invasión de China por el ejército imperial japonés había finalizado setenta años atrás. Siguiendo su lógica, el arte alemán ofendería en Francia, o el francés en España por la invasión napoleónica, o el español en Flandes.
Obviamente, las palabras son importantes, y no está bien herir la sensibilidad de nadie. Pero parece que la corrección política se extiende rápidamente por el mundo desarrollado y quizá ese fenómeno nos advierte de una cierta infantilización de la sociedad occidental. Tanto que llevó a Richard Dawkins, profesor la Universidad de Cardiff, a advertir un día a sus estudiantes, con cierta indignación: “La universidad no puede ser un ‘espacio seguro’ para todo. El que lo busque, que se vaya a casa, abrace a su osito de peluche y se ponga el chupete hasta que se encuentre listo para volver. Los estudiantes que se ofenden por escuchar opiniones contrarias a las suyas, quizá no estén preparados para venir a la universidad”.
La maduración personal cuenta con descubrir que el mundo no es siempre bueno ni perfecto, en advertir que el mal existe, en aceptar y encajar ideas que se oponen a las nuestras y aprender a rebatirlas sin indignarse más de la cuenta.
Hacer que los estudiantes se sientan cómodos y seguros es un deseo loable, pero quizá algunos lo exageran y están sacrificando en ese empeño la credibilidad y el rigor del discurso intelectual, impidiendo que las personas maduren. Y en algunos casos parece que se llega a un régimen autoritario que dictamina con rotundidad lo que es políticamente correcto y lo que no (casi siempre a favor del ‘establishment’ y de los grupos de presión mejor organizados).
Da la impresión de que todo esto se extiende como una mancha de aceite, prohibiendo palabras, ideas o actuaciones, estableciendo una siniestra policía del pensamiento. Aparece a veces como una nueva forma de censura, cada vez más parecida a otras más antiguas y que parecían hace tiempo superadas, y que, ante la dificultad de abordar los problemas, o ante la fatiga que implica el empeño por transformar el mundo, optan por una cruzada ideológica o lingüística de la que, me parece, nuestra sociedad empieza a estar ya un poco cansada.