El Papa en la Audiencia General
«¡Queridos hermanos y hermanas , buenos días!
Hoy hacemos esta Audiencia en dos lugares, unidos a través de las
pantallas gigantes: los enfermos están en el Aula Pablo VI para que no
sufran tanto el calor y nosotros aquí. Pero todos juntos. Y nos une el
Espíritu Santo, que es el que hace siempre la unidad. Saludemos a los
que están en el Aula…
Ninguno de nosotros puede vivir sin amor. Y una de las más feas
esclavitudes en la que podemos caer es la de creer que el amor se
merece. Seguramente gran parte de la angustia del hombre contemporáneo
viene de esto: creer que si no somos fuertes, atrayentes y bellos, nadie
se ocupará de nosotros.
¿Es la vía de la “meritocracia” no? Tantas personas hoy día buscan
una visibilidad sólo para colmar el vacío interior: como si fuéramos
personas eternamente necesitadas de ser confirmados. Pero ¿imagínense un
mundo donde todos mendiguen la atención de los demás, y nadie esté
dispuesto a amar gratuitamente a otra persona? Imagínense un mundo
así…un mundo sin la gratuidad del quererse bien….Parece un mundo humano,
pero en realidad está enfermo.
Tantos narcisismos del ser humano, nacen de un sentimiento de
soledad. Y también de orfandad. Detrás de tantos comportamientos
aparentemente inexplicables se esconde una pregunta: ¿Es posible que yo
no merezca ser llamado por mi nombre; o lo que es lo mismo, no merezca
ser amado? Porque el amor siempre te llama por tu nombre.
Cuando es un adolescente quien no es o no se siente amado; entonces
puede nacer la violencia. Detrás de tantas formas de odio social y de
vandalismo, se esconde con frecuencia un corazón que no ha sido
reconocido.
No existen los niños malos, como tampoco existen los adolescentes del
todo malvados, existen personas infelices. ¿Y qué nos puede hacer
felices más que la experiencia de dar y recibir amor? La vida del ser
humano es un intercambio de miradas: alguien que al mirarnos, nos
arranca una primera sonrisa, y en la sonrisa que ofrecemos gratuitamente
a quien está encerrado en la tristeza. Y así es cómo abrimos el camino.
Intercambio de miradas: mirarse a los ojos….y así se abren las puertas
del corazón.
El primer paso que Dios realiza en nosotros, es un amor que nos
anticipa de manera incondicional. Dios siempre ama primero. Dios no nos
ama porque nosotros tememos motivos que despierten su amor. Dios nos ama
porque Él mismo es amor y el amor por su propia naturaleza tiende a
difundirse, a darse.
Dios no vincula su benevolencia a nuestra conversión: aunque ésta sea
una consecuencia del amor de Dios. San Pablo lo dice de manera
perfecta: “Dios demuestra su amor hacia nosotros, en el hecho de que
aunque éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5,8).
Mientras aún éramos pecadores. Un amor incondicional. Estábamos
lejos, como el hijo pródigo de la parábola: “Cuando todavía estaba
lejos, su padre lo vió, tuvo compasión….” (Lc 15,20). Por amor hacia
nosotros, Dios realizó un éxodo de sí mismo, para venir a nuestro
encuentro, en esta tierra, dónde insensato que Él transitara. Dios nos
amaba aun cuando estábamos equivocados.
¿Quién de nosotros ama de esta manera, a no ser quien es madre o
padre? Una madre sigue amando a su hijo aunque éste hijo esté en la
cárcel. Yo recuerdo tantas madres, haciendo la fila para entrar en la
cárcel, en la primera diócesis dónde estuve: tantas madres. Y no se
avergonzaban. El hijo estaba en la cárcel, pero era su hijo.
Y sufrían tantas humillaciones en la antesala, antes de entrar, pero
“es hijo mío”. “¡Pero señora, su hijo es un delincuente! – “Es hijo
mío”- Sólo este amor de madre y de padre, nos hace comprender cómo es el
amor de Dios.
Una madre, no pide que no se aplique la justicia de los hombres,
porque todo error necesita redimirse, pero una madre nunca deja nunca de
sufrir por el propio hijo. Lo ama a pesar de saber que es pecador.
Dios hace lo mismo con nosotros: somos sus hijos amados. ¿Pero puede
ser que Dios tenga algún hijo al que no ame? No. Todos somos hijos
amados de Dios. No hay ninguna maldición sobre nuestra vida, lo único es
la benévola palabra de Dios, que ha sacado nuestra existencia de la
nada. La verdad de todo está en esa relación de amor que une al Padre
con el Hijo mediante el Espíritu Santo, relación en la cual, nosotros
somos recibidos mediante la gracia.
En Él, en Cristo Jesús, hemos sido queridos, amados, deseados. Es Él
quien ha impreso en nosotros una belleza primordial que ningún pecado,
ninguna decisión equivocada podrá nunca borrar enteramente.
Nosotros, ante los ojos de Dios, somos siempre pequeños manantiales
hechos para salpicar el agua buena. Lo dijo Jesús a la samaritana: “ El
agua que yo te daré, se hará en ti una corriente de agua, de la que
fluye la vida eterna”. (Jn. 4,14)
Para cambiar el corazón de una persona infeliz, ¿cuál es la medicina?
¿Cuál es la medicina para cambiar el corazón de una persona que no es
feliz? (responden ‘el amor’) ¡Más fuerte! (‘¡el amor!’)
¡Muy despiertos!, muy despiertos, ¡todos están muy despiertos! ¿Y
cómo hacemos sentir a una persona que la amamos? Hace falta sobretodo
abrazarla. Hacerle sentir que es deseada, que es importante, y dejará de
estar triste.
El amor llama al amor, de un modo mucho más fuerte de cuanto el odio
llama a la muerte. Jesús no murió y resucitó para si mismo, sino por
nosotros, para que nuestros pecados sean perdonados. Así que es tiempo
de Resurrección para todos: tiempo de levantar a los pobres de la
desesperanza, sobre todo a aquellos que yacen en el sepulcro mucho más
que tres días.
Sopla aquí, sobre nuestros rostros, un viento de liberación. Haz que
germine aquí, el don de la esperanza. Y la esperanza es la de Dios Padre
que nos ama como somos: nos ama siempre, a todos. Buenos y malos. ¿De
acuerdo? ¡Gracias!»