«La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la
vida del apóstol: confesión, persecución, oración. La confesión es la de
Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera
general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién
dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13).
Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente
considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus
discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?» (v. 15).
A este punto, responde sólo Pedro: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del
Dios vivo’ (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el
Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.
Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la
dirige a todos, pero especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta
decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se
trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de
vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se
confiesa a Jesús como Señor de la propia vida.
Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: ‘¿Quién soy yo para ti?’.
Es como si dijera: ‘¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación
de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?’.
Como san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida
como discípulos y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a la
segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con
las obras y con nuestra vida.
Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo
van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en
camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el
corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones,
sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado
a ‘arder’ por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con ‘vivir
al día’ o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el
riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo.
Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta
el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en
su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida
nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también
por la cruz y la persecución.
Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y
Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los
comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el
libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en
varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio
con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados,
discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin
que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos
hagan nada para impedirlo.
Por otra parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el
Apóstol Pablo afirma antes de ‘ser –como escribe– derramado en
libación’ (2 Tm 4,6). Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo
crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio su vida por él (cf. Ga 2,20). De
este modo, como fiel discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo
también su propia vida.
Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un
cristiano. En efecto, ‘es propio de la virtud cristiana no sólo hacer
el bien, sino también saber soportar los males’ (Agustín, Disc. 46.13),
como Jesús.
Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con
resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo
sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando
con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado
está con nosotros.
Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos
‘atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados;
perseguidos, pero no abandonados’ (2 Co 4,8-9). Soportar es saber vencer
con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo.
Por eso Pablo –lo hemos oímos– se considera un triunfador que está a
punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el
noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su
comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí
mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir,
sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose. Una cosa dice que
conservó: no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo. Por
amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los
sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse.
Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este
misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan
también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.
La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la
confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la
oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y
hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos
permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque
enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos
sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas.
Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la
cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él»
(Hch 12,5). Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina
acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja.
La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio
contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte
espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin
oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen
prisioneros.
Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo,
cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e
intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero
al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza
cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de
oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven
la oración.
El Señor interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le
hemos confesado y que nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el
camino de los Apóstoles y os acompañará también a vosotros, queridos
hermanos Cardenales, aquí reunidos en la caridad de los Apóstoles que
confesaron la fe con su sangre.
Estará también cerca de vosotros, queridos hermanos arzobispos que,
recibiendo el palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño,
imitando al Buen Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros.
El mismo Señor, que desea ardientemente ver a todo su rebaño reunido,
bendiga y custodie también a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, y
al querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como señal de comunión
apostólica.