El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. En el día de nuestro Bautismo resonó para nosotros la invocación de los santos. Muchos de nosotros, en aquel momento éramos bebés, llevados en brazos por nuestros padres. Poco antes de realizar la unción con el óleo de los catecúmenos, símbolo de la fuerza de Dios en la lucha contra el mal, el sacerdote invitó a toda la asamblea a rezar por los que iban a recibir el Bautismo, invocando la intercesión de los santos. Esa era la primera vez que, en el curso de nuestra vida, se nos regalaba esa compañía de hermanos y hermanas “mayores” −los santos− que pasaron por nuestra misma senda, que conocieron nuestras mismas fatigas y viven para siempre en el abrazo de Dios. La Carta a los Hebreos define esa compañía que nos rodea con la expresión «multitud de testigos» (12,1). Así son los santos: una multitud de testigos.
Los cristianos, en el combate contra el mal, no se desesperan. El cristianismo cultiva una incurable confianza: no cree que las fuerzas negativas y disgregadoras puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre no es el odio, no es la muerte, no es la guerra. En todo momento de la vida nos asiste la mano de Dios, y también la discreta presencia de todos los creyentes que «nos han precedido con el signo de la fe» (Canon Romano). Su existencia nos dice ante todo que la vida cristiana no es un ideal inalcanzable. Y a la vez nos consuela: no estamos solos, la Iglesia está hecha de innumerables hermanos, a menudo anónimos, que nos han precedido y que por la acción del Espíritu Santo están implicados en los avatares de quienes aún viven aquí abajo.
La del Bautismo no es la única invocación de los santos que marca el camino de la vida cristiana. Cuando dos novios consagran su amor en el sacramento del Matrimonio, se invoca de nuevo para ellos −esta vez como pareja− la intercesión de los santos. Y esa invocación es fuente de confianza para los dos jóvenes que parten para el “viaje” de la vida conyugal. Quien ama de verdad tiene el deseo y el valor de decir “para siempre” −“para siempre”− pero sabe que necesita la gracia de Cristo y la ayuda de los santos para poder vivir la vida matrimonial para siempre. No como dicen algunos: “hasta que dure el amor”. No: ¡para siempre! Si no, es mejor que no te cases. O para siempre o nada. Por eso, en la liturgia nupcial se invoca la presencia de los santos. Y en los momentos difíciles hay que tener el valor de alzar los ojos al cielo, pensando en tantos cristianos que han pasado por la tribulación y han mantenido blancas sus vestiduras bautismales, lavándolas en la sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14): así dice el Libro del Apocalipsis. Dios nunca nos abandona: cada vez que lo necesitemos vendrá un ángel suyo a levantarnos y a infundirnos consuelo. “Ángeles” alguna vez con un rostro y un corazón humano, porque los santos de Dios están siempre aquí, escondido en medio de nosotros. Esto es difícil de entender y también de imaginar, pero los santos están presentes en nuestra vida. Y cuando alguno invoca a un santo o a una santa, es precisamente porque está cerca de nosotros.
También los sacerdotes conservan el recuerdo de una invocación a los santos pronunciada sobre ellos. Es uno de los momentos más impactantes de la liturgia de la ordenación. Los candidatos se postran en tierra, con la cara hacia el suelo. Y toda la asamblea, dirigida por el Obispo, invoca la intercesión de los santos. Un hombre quedaría aplastado bajo el peso de la misión que le viene encomendada, pero sintiendo que todo el paraíso está a sus espaldas, que la gracia de Dios no le faltará porque Jesús siempre es fiel, entonces se puede partir serenos y reforzados. No estamos solos.
¿Y qué somos nosotros? Somos polvo que aspira al cielo. Débiles nuestras fuerzas, pero poderoso el misterio de la gracia que está presente en la vida de los cristianos. Seamos fieles a esta tierra, que Jesús amó en todo instante de su vida, pero sabemos y queremos esperar en la transfiguración del mundo, en su cumplimiento definitivo donde finalmente ya no habrá lágrimas, maldad ni sufrimiento.
Que el Señor nos dé a todos la esperanza de ser santos. Pero alguno de vosotros podría preguntarme: “Padre, ¿se puede ser santo en la vida de todos los días?” Sí, se puede. “¿Y eso significa que tenemos que rezar todo el día?” No, significa que debes cumplir tu deber todo el día: rezar, ir al trabajo, cuidar a tus hijos. Pero hay que hacerlo todo con el corazón abierto a Dios, de modo que el trabajo, también en la enfermedad y en el sufrimiento, hasta en las dificultades, esté abierto a Dios. Y así se puede ser santos. Que el Señor nos dé la esperanza de ser santos. ¡No pensemos que es algo difícil, que es más fácil ser delincuentes que santos! No. Se puede ser santos porque nos ayuda el Señor; es Él quien nos ayuda.
Es el gran regalo que cada uno de nosotros puede hacer al mundo. Que el Señor nos dé la gracia de creer tan profundamente en Él que seamos imagen de Cristo para este mundo. Nuestra historia necesita “místicos”: personas que rechacen todo dominio, que aspiren a la caridad y a la fraternidad. Hombres y mujeres que viven aceptando también una porción de sufrimiento, porque se hacen cargo de la fatiga de los demás. Pero sin esos hombres y mujeres el mundo no tendría esperanza. Por eso, os deseo a vosotros −y también a mí− que el Señor nos dé la esperanza de ser santos. Gracias.
Saludos
Me alegra saludar a los peregrinos y fieles de lengua francesa, venidos de Francia y Suiza. Por la intercesión de todos los santos, que el Señor nos conceda la gracia de creer profundamente en él para ser imagen de Cristo para este mundo. Que la compañía de los santos nos ayude a reconocer que Dios nunca nos abandona, para manifestar la esperanza en esta tierra. Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en esta audiencia, especialmente a los que vienen de Escocia, Grecia, Hong Kong, Indonesia, Filipinas y Estados Unidos de América. Sobre todos vosotros y sobre vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo.
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos provenientes de países de lengua alemana. El Señor invita a su pueblo a ser santos como Él es santo (cfr. Lv 19,2). Queramos acoger esta invitación con prontitud, poniéndonos al servicio los unos de los otros de modo concreto en la vida de cada día. Que el Espíritu Santo os guíe en vuestro camino.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor nos conceda la gracia de ser santos, de convertirnos en imágenes de Cristo para este mundo, tan necesitado de esperanza, de personas que, rechazando el mal, aspiren a la caridad y a la fraternidad. Que Dios os bendiga.
Dirijo un cordial saludo a todos los peregrinos de lengua portuguesa, en particular a los fieles de Jundiaí, São Carlos y Santo André. Queridos amigos, el mundo necesita santos y todos nosotros, sin excepciones, estamos llamados a la santidad. ¡No tengamos miedo! Con la ayuda de los que ya están en el cielo, dejémonos transformar por la gracia misericordiosa de Dios que es más poderosa que cualquier pecado. Dios os bendiga siempre.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los que vienen de Oriente Medio. Queridos hermanos y hermanas, los Santos son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo han vivido una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas; pero cuando conocieron el amor de Dios, lo siguieron con todo el corazón, y nos dan un mensaje que dice: “¡fiaos del Señor, porque el Señor nunca defrauda! Es un buen amigo siempre a nuestro lado”, y con su ejemplo nos anima a no tener miedo de ir contracorriente. Que el Señor os bendiga.
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Queridos hermanos y hermanas, en nuestro camino de fe, sobre todo en los momentos difíciles, hay que tener el valor de alzar los ojos al cielo, pensando en los santos que, en la tierra, vivieron sus diarias alegrías y tribulaciones junto a Cristo, y ahora viven con Él en la gloria del Padre celestial. Son para nosotros testigos de esperanza, nos dan ejemplo de vida cristiana y nos sostienen en nuestra aspiración a la santidad. Que su intercesión os acompañe siempre. Os bendigo de corazón. Sea alabado Jesucristo.
Dirijo una cordial bienvenida a los fieles de lengua italiana. Me alegra recibir a los diáconos del Pontificio Colegio Urbano de Propaganda Fide; a las Clarisas franciscanas misioneras del SS. Sacramento y a los misioneros de Scheut con ocasión de sus respectivos Capítulos Generales: animo a cada uno a vivir la misión con ojos atentos a las periferias humanas y existenciales. Saludo al grupo de alcaldes y administradores del Logudoro, acompañados por el Obispo de Ozieri, Mons. Corrado Melis, y a los de la Asociación Ciudad del Santísimo Crucifijo, deseando que realicen un generoso servicio al bien común. Saludo al comando para la protección forestal y ambiental del Arma de Carabineros, y a la comunidad Amor y Libertad, a quienes animo a sostener los esfuerzos en favor de la educación de los jóvenes en la República Democrática del Congo.
Con ocasión de la Jornada Mundial del Refugiado, que la comunidad internacional celebró ayer, el lunes pasado quise recibir a una representación de refugiados que están hospedados en las parroquias e institutos religiosos romanos. Quisiera aprovechar esta ocasión de la Jornada de ayer para expresar mi sincero aprecio por la campaña para la nueva ley migratoria: “Fui extranjero – La humanidad que hace bien”, la cual goza del apoyo oficial de Caritas italiana, Fundación Migrantes y otras organizaciones católicas.
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Un pensamiento especial para los jóvenes, los enfermos y los recién casados. El viernes próximo se celebra la Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, día en que la Iglesia sostiene con la oración y el cariño a todos los sacerdotes. Queridos jóvenes, sacad del Corazón de Jesús el alimento de vuestra vida espiritual y la fuente de vuestra esperanza; queridos enfermos, ofreced vuestras penas al Señor, para que infunda su amor en el corazón de los hombres; y vosotros, queridos recién casados, participad en la Eucaristía, para que, alimentados por Cristo, seáis familias cristianas tocadas por el amor de su Corazón divino.