3/15/17

Advierte contra la caridad hipócrita

El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Sabemos bien que el gran mandamiento que nos ha dejado el Señor Jesús es el de amar: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente y amar al prójimo como a nosotros mismos (cfr. Mt 22,37-39), o sea, que estamos llamados al amor, a la caridad. Y esa es nuestra vocación más alta, nuestra vocación por excelencia; y a ella está unida también la alegría de la esperanza cristiana. Quien ama tiene la alegría de la esperanza, de llegar a encontrar al gran amor que es el Señor.
El Apóstol Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos que acabamos de escuchar, nos pone en guardia: existe el riesgo de que nuestra caridad sea hipócrita, que nuestro amor sea hipócrita. Nos debemos preguntar entonces: ¿cuándo sucede esa hipocresía? ¿Y cómo podemos estar seguros de que nuestro amor sea sincero, que nuestra caridad sea auténtica? No fingir que hacemos caridad; que nuestro amor no sea una telenovela: amor sincero, fuerte…
La hipocresía puede insinuarse por todas partes, hasta en nuestro modo de amar. Eso se comprueba cuando el nuestro es un amor interesado, movido por intereses personales; ¡y cuántos amores interesados hay! Cuando los servicios caritativos en los que parece que nos prodigamos se hacen para mostrarnos a nosotros mismos o para sentirnos pagados: “¡Hay que ver lo bueno que soy!” ¡No, eso es hipocresía! O también cuando miramos cosas que tengan “visibilidad” para que se vea nuestra inteligencia o nuestra capacidad. Detrás de todo eso hay una idea falsa, engañosa, es decir que, si amamos, es porque somos buenos; como si la caridad fuese una creación del hombre, un producto de nuestro corazón. La caridad, en cambio, es ante todo una gracia, un regalo; poder amar es un don de Dios, y tenemos que pedirlo. Y Él lo da de buen grado, si nosotros lo pedimos. La caridad es una gracia: no consiste en hacer ver lo que somos, sino lo que el Señor nos da y que nosotros libremente acogemos; y no se puede expresar en el encuentro con los demás si antes no es engendrada por el encuentro con el rostro manso y misericordioso de Jesús.
Pablo nos invita a reconocer que somos pecadores, y que también nuestro modo de amar está marcado por el pecado. Al mismo tiempo, sin embargo, se hace portador de un anuncio nuevo, un anuncio de esperanza: el Señor abre ante nosotros una vía de liberación, una vía de salvación. Es la posibilidad de vivir también nosotros el gran mandamiento del amor, de ser instrumentos de la caridad de Dios. Y esto sucede cuando nos dejamos curar y renovar el corazón por Cristo resucitado. El Señor resucitado que vive entre nosotros, que vive con nosotros es capaz de curar nuestro corazón: lo hace, si se lo pedimos. Es Él quien nos permite, a pesar de nuestra pequeñez y pobreza, experimentar la compasión del Padre y celebrar las maravillas de su amor. Y se comprende entonces que todo lo que podemos vivir y hacer por los hermanos no es otra cosa que la respuesta a lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Es más, es Dios mismo quien, tomando morada en nuestro corazón y en nuestra vida, sigue haciéndose cercano y sirviendo a todos los que encontramos cada día en nuestro camino, empezando por los últimos y los más necesitados, en los que reconocemos en primer lugar a Él.
Así pues, con estas palabras el Apóstol Pablo no quiere reprocharnos, sino más bien animarnos y reavivar en nosotros la esperanza. Porque todos tenemos la experiencia de no vivir de lleno o como deberíamos el mandamiento del amor. Pero también eso es una gracia, porque nos hace comprender que no somos capaces de amar de verdad: necesitamos que el Señor renueve continuamente ese don en nuestro corazón, a través de la experiencia de su infinita misericordia. Y entonces sí que volveremos a apreciar las cosas pequeñas, las cosas sencillas, ordinarias; volveremos a apreciar todas esas cosas pequeñas de todos los días y seremos capaces de amar a los demás como los ama Dios, queriendo su bien, o sea, que sean santos, amigos de Dios; y estaremos contentos por la posibilidad de hacernos cercanos a quien es pobre y humilde, como Jesús hace con cada uno de nosotros cuando estamos alejados de Él, de inclinarnos a los pies de los hermanos, como Él, Buen Samaritano, hace con cada uno de nosotros, con su compasión y su perdón.
Queridos hermanos, esto que el Apóstol Pablo nos ha recordado es el secreto para estar −uso sus palabras− «alegres en la esperanza» (Rm 12,12): alegres en la esperanza. La alegría de la esperanza, porque sabemos que, en toda circunstancia, incluso la más adversa, y también a través de nuestros mismos fracasos, el amor de Dios no decae. Y entonces, con el corazón visitado y habitado por su gracia y su fidelidad, vivimos en la gozosa esperanza de intercambiar con los hermanos, en ese poco que podemos, lo mucho que recibimos cada día de Él. Gracias.