P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
P. Raniero Cantalamessa
Cuaresma 2017
Primera predicación
El Espíritu Santo nos introduce en el misterio
Del señorío de Cristo
1. «Él dará testimonio de mí»
Al
leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me
impresionó. En ella no se pide a Dios Padre que nos ayude a realizar una
de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la
limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de
Cristo». Creo que esta es, de hecho, la obra más bella y agradable a
Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este
fin.
Continuando
la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu
Santo que debe impregnar toda la vida y el anuncio de la Iglesia
(«¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones
cuaresmales nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo
del Credo. En otras palabras, trataremos de poner de relieve cómo el
Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre
su misterio pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre
el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo litúrgico de la
Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu
Santo realiza en la muerte y resurrección de Cristo y, tras él, en
nuestra muerte y en nuestra resurrección.
El segundo artículo del Credo, en su forma completa, suena así:
«Creo
en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del Padre;
por quien todo fue hecho».
Este
artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La
frase «Creo en un solo Señor Jesucristo», refleja la primerísima fe de
la Iglesia, inmediatamente después de la Pascua. Lo que sigue en el
artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase
posterior, más evolucionada, posterior a la controversia arriana y al
concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte
del artículo «Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo
Testamento nos dice en torno al Espíritu como autor del
verdadero conocimiento de Cristo.
San
Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con
potencia mediante el Espíritu de santificación» (Rom 1,4), es decir, por
obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús
es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias
a su iluminación interior. Atribuye al Espíritu Santo «la comprensión
del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos
apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán
capaces de «comprender la amplitud, la longitud, la altura y la
profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento»
sólo si son «fortalecidos por el Espíritu» (Ef 3,16-19).
En
el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito
respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos;
les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena
sobre su relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15).
Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para
reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro
espíritu: si impulsa a reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1
Jn 4,2-3).
lgunos
creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer
la obra de Cristo, como si ésta fuera incompleta o perfectible. Es una
incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en primera
persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace
referencia a Cristo. Él es el Camino, la Verdad, la Vida; ¡el
Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto!
La
venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina
iluminación de toda la obra y persona de Cristo. Pedro concluye su
discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et
Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha
constituido a ese Jesús que vosotros habéis crucificado, Señor (Kyrios)
y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva
empezó a releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma
diferente; todo pareció claro, como si un velo hubiera caído de sus ojos
(cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no
habían podido penetrar en la profundidad de su misterio.
Hoy
está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología
católica sobre este tema de la relación entre Cristo y el Espíritu. El
teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en 1980,
por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano
II porque, según él, «el Espíritu Santo fue introducido en la
eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la
Iglesia sólo con material cristológico», y por otra, sin embargo,
reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de repensar
la relación entre cristología y neumatología, para no construir la
eclesiología sólo sobre una base pneumatológica1. En
otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del
Espíritu Santo en la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió
después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de Cristo y el de la
presencia de la Iglesia en la historia.
2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo
Volvamos
pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de
Cristo. Se perfilan ya, en el marco del Nuevo Testamento, dos tipos de
conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su
acción. Hay un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su
misterio y de su persona, y hay un conocimiento más subjetiva, funcional
e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo
que él «es en sí mismo».
En
Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha
hecho por nosotros, por la obra de Cristo y en particular su misterio
pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos
eterno que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola
cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas dos tendencias aparecerán
evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a
ellas brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que
hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy a la Iglesia.
En
la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como
garante de la tradición apostólica en torno a Jesús, contra las
innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha
sido confiado el Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan
cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia con sus falsas
doctrinas2.
Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado
al predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el
Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta finalidad, impetrado del
Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su
administrador, habría flaqueado en su oficio»3.
En
la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es
visto como el custodio de la ortodoxia cristológica. En los Concilios,
la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu
al formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la
unidad de su persona, a la integridad de su humanidad. Por lo tanto, el
acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial
de Cristo.
Esta
tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin
embargo, con una diferencia. Los dogmas que en el momento de formularse
eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la
Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente,
a hacerse formales. «Dos naturalezas una persona», se convierte en una
fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un largo y
sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este
tiempo, magníficas experiencias de un conocimiento de Cristo íntimo,
personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y
Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología.
También hoy se habla de ellas en la historia de la espiritualidad, no en
la de la teología.
Los
reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen:
«Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no indagar sobre
sus naturalezas y los modos de la encarnación»4.
El Cristo «para mí» salta al primer plano. Al conocimiento objetivo y
dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio
exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se
antepone el «testimonio interno» que el Espíritu Santo hace a Jesús en
el corazón de todo creyente.
Cuando,
más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el
protestantismo oficial, a convertirse en «ortodoxia muerta», surgirán
periódicamente movimientos, como el pietismo en el ámbito luterano y el
metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice
del conocimiento de Cristo coincide, en estos ambientes, con el momento
en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de que
Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su
Salvador personal:
«Por primera vez con todo el corazón yo creí;
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.
creí con fe divina,
y el Espíritu Santo obtuve el poder
de llamar mío al Salvador.
Sentí la sangre de expiación de mi Señor
directamente aplicada a mi alma»5.
Completamos
esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la
manera de concebir la relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento
de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración, de los
que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un
conocimiento objetivo, separado; sin embargo, no ya de tipo ontológico,
como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa
saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la realidad de la historia. ¡Es la época de la investigación en torno al llamado «Jesús histórico»!
En
esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el
conocimiento de Cristo; está del todo ausente en ello. El «testimonio
interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el
espíritu humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero
con ello ya no se entiende el testimonio apostólico de la Iglesia, sino
únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos
críticos. El presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar
al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la Iglesia, desatarlo «de
las vendas del dogma eclesiástico»6.
Sabemos
cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico:
el fracaso, aunque esto no significa que no haya traído también muchos
frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un malentendido de
fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de
Asís— no ha vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una
historia, y vive ahora en la historia que ha creado, como un sonido en
la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores
racionalistas parece querer separarlo de la historia que ha creado, para
restituirlo a la común y universal, como si se pudiera percibir mejor
un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta.
La historia que Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe
de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a través de ella se
remonta uno a su fuente.
No
se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica
sobre él, pero esta debería ser más consciente de su límite y reconocer
que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más
noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera7, así el acto más honesto del historiador es reconocer que hay algo que no se alcanza con la sola historia.
3. El sublime conocimiento de Cristo
Al
final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis
cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión bastante pesimista. A
nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder
resucitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe
llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la unidad de las
Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la
Biblia sería casi exponerse a la profanación porque nos falta el
espíritu del que brotaban esas cosas8.
Sin embargo, no cerraba del todo la puerta a la esperanza; en otra obra
suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los
primeros siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las
Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un movimiento espiritual»9.
Lo
que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las
Escrituras, se aplica, con mucha mayor razón, al conocimiento espiritual
de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy
actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del
Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo IV, a la primera
elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá
siempre en lo exterior del verdadero problema. Nos faltan las
condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el
Paráclito: el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del
Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores de aquel
siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si
no se vive, en cierto modo, en la misma unción.
Ahora
bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por
el P. De Lubac. En el siglo pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez
más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para una
renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y
de sus carismas. Hablo del fenómeno pentecostal y carismático. En sus
primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como reacción a
la tendencia racionalista y liberal de la Teología (como el pietismo y
el metodismo mencionados más arriba), ignoró deliberadamente la teología
y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la teología.
Pero
cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias
tradicionales que tenían una amplia instrumentación teológica y recibió
una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la
teología ya no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del Espíritu Santo,
los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes,
examinaron el significado del fenómeno pentecostal y carismático para la
renovación de la doctrina del Espíritu Santo10.
Todo
esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del
conocimiento de Cristo. ¿Qué conocimiento de Cristo va surgiendo en esta
nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más significativo no
es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas
metodologías sugeridas por la filosofía del momento (estructuralismo,
análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico
elemental: ¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un
mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del Espíritu Santo».
San
Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o,
incluso, «sublime», que consiste en conocerlo y proclamarlo precisamente
como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la
resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca
proclamas que “¡Jesús es el Señor!”, y con el corazón crees que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien,
este conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede
decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la acción del Espíritu Santo»
(1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios
aquellas palabras, incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces
la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la persona un salvado.
¿Qué
hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede
explicar la cosa desde distintos puntos de vista, objetivos o
subjetivos. La fuerza objetiva de
la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de que hace presente la
historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota
de dos acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha
resucitado para nuestra justificación; por eso es
el Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor
de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9). Los acontecimientos que la
han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen
presentes y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del
ser11».
La proclamación: «Jesús es Señor» es la semilla desde la cual se ha
desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior.
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación está en el hecho de que supone también una decisión. Quien
la pronuncia decide sobre el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú
eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi
salvador, mi jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre
mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo, porque tú me has comprado a
caro precio (cf. 1 Cor 6,19ss).
El
aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume
hoy una actualidad particular. Algunos creen que es posible, e incluso
necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer
el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús
«Señor» significa precisamente proclamar su unicidad. No en vano el
artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo escribe:
«Pues
aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la
tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros
no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas
y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8,5-6).
El
Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se
asomaba, pequeña y recién nacida, a un mundo dominado por cultos y
religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para
creer que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que
hacía falta entonces. Pero el «poder del Espíritu» no se concede más que
a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los
orígenes. Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un
anunciador ha decidido apostar todo sobre Jesucristo «único Señor», lo
que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga»,
sólo entonces experimenta una certeza y un poder nuevos en su vida.
4. Del Jesús «personaje» al Jesús «persona»
Este
redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y
la gracia que Dios está concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia.
Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición sobre
todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los
Padres se agolpaban en la mente; cuando he probado a interrogarla sobre
este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título de
Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del
ámbito religioso judío, no era tan significativo para
expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera
«Señor» (Kyrios)
el título propio de quien está todavía en la fase del temor; le
corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que a «Maestro»
le corresponde el de «discípulo» y amigo12.
Se
sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en
un nombre de Cristo como los demás, incluso muy a menudo en uno de los
elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero
una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir:
«¡Jesucristo es nuestro Señor!». Un índice de este cambio es el modo en
que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at
omnis lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria
est Dei Patris», «toda lengua proclame que el Señor nuestro
Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir
«nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» y otra decir:
«Jesucristo es nuestro
Señor para gloria de Dios Padre». De este modo, que es el de las
traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se
hace una profesión de fe.
¿Dónde
está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace
hacer en el conocimiento de Cristo? Está en el hecho de que la
proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento
de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona;
no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de correspondientes herejías),
ya no sólo objeto de culto y de memoria, aunque sea la litúrgica y
eucarística, sino persona viviente y siempre presente en espíritu.
Este
conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a
descuidar el conocimiento objetivo, dogmático y eclesial de Cristo, sino
que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la
verdad revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de
valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también al vaso que la
contiene»13.
A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro
artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del
Padre», dedicaremos, si Dios quiere, nuestra próxima meditación.
No
sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de
estas reflexiones que la que se lee al comienzo de la Exhortación
Apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium:
«Invito
a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a
tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación
no es para él» (n.3).
P. Raniero Cantalamessa
Cuaresma 2017 – Segunda predicación
El Espíritu Santo nos introduce
En el misterio de la divinidad de Cristo
1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A
este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el
mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos
mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son
más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una
estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y
asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados
Unidos, Israel y en varias naciones europeas.
Son
judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador
y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad
y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las
Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer
revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia
fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La
Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de
promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de
diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero
ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir
ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra
parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos
sobre el fenómeno1.
Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que
ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los
factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en
Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del
Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el
tercero, los contactos personales2. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.
Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras
la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la
proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»),
cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto
de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un
título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús
Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta
del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha
(¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en
la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas
hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad 3.
Al
mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de
los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el
Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo4 —lo
sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la
región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la
hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar
la propia fe de Cristo.
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya
no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores»,
primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que
encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto
divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.
Esto
nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue
añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325:
«Nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma sustancia (homoousios) del Padre».
El
Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena,
está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien
descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el
contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que
la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a
este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la
carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador
Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que
posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba,
en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios»
(«carmenque Christo quasi Deo dicere»)5.
La
fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo
ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la
divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el
Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación
de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más
nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces
un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en
las discusiones teológicas.
Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos,
engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el
momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio
era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en).
Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las
demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con
una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo»6 y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea,
Otro
obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de
Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de
una divinidad intermedia, el deuteros theos,
antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la
creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas
religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el
Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta
entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación
cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la
Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre,
el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el
Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.
La definición del «genitus no factus» y del homoousios,
elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo
metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea
de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el
del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del
primero, no de las segundas.
Queriendo
encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea,
podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser
proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en
la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.
Es
importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos
ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan
absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de
la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción
del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.
El
argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está
presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas,
desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica
reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non
est assumptum non est sanatum»)7. En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no
es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios».
La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario
cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe
Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y
también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo
carne no fuera de la misma naturaleza del Padre»8.
Pero
hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un
«postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios9. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de
salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única
capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de
un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de
salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera
Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la
salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.
2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pero
es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy
de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La
divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios
principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son
como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o
estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto
punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el
edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de
Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si
el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había
denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:
«Si
el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces
no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el
paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad»10.
San
Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo
creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen.
Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de
los cristianos es la resurrección de Cristo»11.
Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de
la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones
son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que
diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de
los cristianos es la divinidad de Cristo!
Debemos
plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra
sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar,
a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el
del espectáculo y los medios de comunicación social en general—
Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos,
películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a
veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre
él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula
sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que
él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran
publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.
Desde
cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy
presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual
pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una
inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué
creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en
otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser
supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo,
esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes
indagaciones sociológicas constatan
este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición
cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de
religiosidad.
También
el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo
entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La
persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún
puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le
gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas,
por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz,
ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.
Basta
una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que
estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el
Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y
confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que
salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y
resurrección.
Ya
durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando
Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles
llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios
que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto
desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza
sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El
Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos
le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque
muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Debemos
dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús
dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido
las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis
que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente?
¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree
para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para
tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde
sube la fe», exclama san Agustín12.
En
el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión
de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha
dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que
se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos
los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer.
3. ¿Quién es el que vence al mundo?
Tenemos
que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin
reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la
fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo
supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los
sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante,
quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel
máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de
Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita
el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo
de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la
divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los
siglos. De él hay necesidad nuevamente.
Hay
necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San
Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si
no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos
entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir
conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería
más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse.
Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse
cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos
espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre
debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las
certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien
lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos:
«Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).
Queda
excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo
muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no
acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En
efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra
«mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
¿Cómo
ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con
«diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la
enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de
Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no
hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta
es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.
Jesús
dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más
frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor
tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el
famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y
Vida, Phos y Zoè:
estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en
común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y
la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy
difundido.
¿Qué
desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida?
De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más
luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en
mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha
atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo
mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas
las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su
historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue
cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su
mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida»13.
En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el
Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo
de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos»
(cf. Hch 17,23.27).
«Dadme
un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la
palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la
divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó
la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).
4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»
Pero
no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el
llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino
también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel
«El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX,
hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero
ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el
sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble
significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento,
«en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano:
«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]
Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»14
Es
una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos,
nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de
mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos
los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de
esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de
ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera
identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de
preparación para acogerla.
Nosotros sabemos
que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24,
35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las
escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros,
por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que
vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo
afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la
ocasión para hacerlo.
¿Por
qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que
los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de
la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su
fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque
conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el
reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie
más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva
escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia);
«vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis
de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!
La frase más
hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has
hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde
lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables
Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo
olvidemos.