El Papa a los participantes en el Curso anual sobre el Foro interno, promovido por la Penitenciaría Apostólica
“Queridos hermanos,
Me alegra encontrarles en esta primera audiencia después del Jubileo
de la Misericordia con motivo del curso anual sobre el Fuero Interno.
Dirijo un cordial saludo al cardenal Penitenciario Mayor, y agradezco
sus amables palabras. Saludo al Regente, a los prelados, a los
funcionarios y al personal de la Penitenciaría, a los Colegios de los
penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas papales en
Urbe, y a todos los que participan en este curso.
Les confieso en realidad, que éste de la Penitenciaría, es el tipo de
Tribunal que realmente me gusta. Porque es un “tribunal de la
misericordia”, al que uno se dirige para obtener esa medicina
indispensable para nuestra alma, que es la Misericordia divina.
Vuestro curso sobre el fuero interno, que contribuye a la formación
de buenos confesores, es absolutamente útil y yo diría incluso necesario
en nuestros días. Por supuesto, no se hacen buenos confesores siguiendo
un curso, no: la del confesionario es una “larga escuela “, que dura
toda la vida. Pero, ¿quién es el “buen confesor”? ¿ Cómo se convierte
uno en buen confesor?
Quisiera indicar a este propósito, tres aspectos.
Quisiera indicar a este propósito, tres aspectos.
1. El “buen confesor” es, ante todo, un verdadero amigo de Jesús, el
Buen Pastor. Sin esta amistad, será muy difícil que madure esa
paternidad, tan necesaria en el ministerio de la Reconciliación. Ser
amigos de Jesús significa, sobre todo, cultivar la oración. Que sea una
oración personal con el Señor, pidiendo sin cesar el don de la caridad
pastoral; que sea una oración específica para el ejercicio de la tarea
de confesores y por los fieles hermanos y hermanas que se acercan a
nosotros en busca de la misericordia de Dios.
Un ministerio de la Reconciliación “envuelto en oración” será un
reflejo creíble de la misericordia de Dios y evitará esas asperezas e
incomprensiones que, a veces se podrían generar también en el encuentro
sacramental. Un confesor que reza sabe muy bien que él mismo es el
primer pecador y el primer perdonado. No se puede perdonar en el
Sacramento sin ser consciente de haber sido perdonado antes.
Por lo tanto, la oración es la primera garantía para evitar cualquier
actitud de dureza, que juzga inútilmente al pecador y no al pecado. En
la oración es necesario implorar el don de un corazón herido, capaz de
entender las heridas de los otros y de curarlas con el aceite de la
misericordia, aquel que el Buen Samaritano derramó sobre las heridas de
aquel desgraciado, de quien nadie tuvo piedad (cf. Lc 10,34).
En la oración debemos pedir el precioso don de la humildad, para que
quede siempre claro que el perdón es un don gratuito y sobrenatural de
Dios, del que nosotros somos simples, aunque necesarios, administradores
por la misma voluntad de Jesús; y Él se complacerá ciertamente si
hacemos un uso extensivo de su misericordia.
En la oración, además, invoquemos siempre al Espíritu Santo, que es
Espíritu de discernimiento y compasión. El Espíritu nos permite
identificarnos con el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas que se
acercan al confesionario y acompañarlos con discernimiento prudente y
maduro y con verdadera compasión en sus sufrimientos, causados por la
pobreza del pecado.
2. El buen confesor es, en segundo lugar,un hombre del Espíritu, un
hombre del discernimiento. ¡Cuánto hace daño hace a la Iglesia la falta
de discernimiento! ¡Cuánto daño causa en las almas un actuar que no
hunda sus raíces en la escucha humilde del Espíritu Santo y de la
voluntad de Dios!
El confesor no hace su propia voluntad y no enseña su propia
doctrina. Está llamado a hacer siempre y sólo la voluntad de Dios, en
plena comunión con la Iglesia, de la que es ministro, es decir servidor.
El discernimiento permite distinguir siempre, para no confundirse, y
para no meter nunca “todo en el mismo saco”. El discernimiento educa la
mirada y el corazón, y hace posible la delicadeza de ánimo tan necesaria
frente al que nos abre el sagrario de su propia conciencia para
recibir luz, paz y misericordia.
El discernimiento también es necesario porque, quien se acerca al
confesionario, puede venir de las situaciones más disparatadas; podría
tener también trastornos espirituales cuya naturaleza debe ser sometida a
un cuidadoso discernimiento, teniendo en cuenta todas las
circunstancias existenciales, eclesiales, naturales y sobrenaturales.
Cuando el confesor se dé cuenta de la presencia de verdaderos
trastornos espirituales –que también pueden ser en gran parte
psicológicos, y esto debe apurarse mediante una sana colaboración con
las ciencias humanas–, no dudará en referirse a aquellos que, en la
diócesis están encargados de este delicado y necesario ministerio, a
saber los exorcistas. Pero éstos tienen que elegirse con sumo cuidado y
mucha prudencia.
Por último, el confesionario es también un verdadero y propio lugar
de evangelización. No hay, efectivamente, evangelización más auténtica
que el encuentro con el Dios de la misericordia, con el Dios que es
Misericordia. Encontrar la misericordia significa encontrar el verdadero
rostro de Dios, así como el Señor Jesús nos lo ha revelado.
El confesionario es, pues, lugar de evangelización y, por lo tanto,
de formación. En el breve diálogo que teje con el penitente, aunque sea
breve, el confesor está llamada a discernir lo que es más útil y lo que
es incluso necesario para el camino espiritual de ese hermano o hermana.
A veces será necesario volver a anunciar las verdades más elementales
de la fe, el núcleo incandescente, el kerygma, sin el cual la misma
experiencia del amor de Dios y de su misericordia permanecería como
muda; a veces se tratará de indicar los fundamentos de la vida moral,
siempre en relación con la verdad, el bien y la voluntad del Señor. Se
trata de una obra de discernimiento rápido e inteligente, que puede
hacer muy bien a los fieles.
El confesor, efectivamente, está llamado a ir todos los días a las
“periferias del mal y del pecado”, –¡es una fea periferia¡– y su obra es
una verdadera prioridad pastoral. Confesar es prioridad pastoral. Por
favor, nada de carteles con: “Se confiesa solamente los lunes y
miércoles de tal a tal hora”. Se confiesa cada vez que te lo piden. Y si
tu estás ahí (en el confesionario) rezando, estás con el confesionario
abierto, que es el corazón de Dios abierto.
Queridos hermanos, les bendigo y les deseo que sean buenos
confesores: inmersos en la relación con Cristo, capaces de
discernimiento en el Espíritu Santo y dispuestos a aprovechar la
oportunidad para evangelizar. Rezad siempre por los hermanos y hermanas
que se acercan al sacramento del perdón. Y, por favor, recen también por
mí.
Y no quisiera acabar sin algo de lo que me he acordado cuando hablaba
el cardenal prefecto. El ha hablado de las llaves y de la Virgen, y me
ha gustado, y diré una cosa…dos cosas. A mí, cuando era joven, me hizo
mucho bien leer el libro de san Alfonso María de Ligorio sobre la
Virgen:Las glorias de María. Al final de cada capítulo hay siempre un
milagro de la Virgen a través del cual entraba en medio de la vida y
arreglaba las cosas.
Y lo segundo: me han contado que en el Sur de Italia hay una leyenda,
una tradición sobre la Virgen: la Virgen de las mandarinas. Es una
tierra donde hay tantas mandarinas ¿verdad? Y dicen que sea la patrona
de los ladrones (risas). Dicen que los ladrones van a rezar allí.
Y la leyenda –así cuentan- es que cuando los ladrones que rezan a la
Virgen de las mandarinas se mueren, forman una fila delante de Pedro,
que tiene las llaves y abre y deja pasar a uno, después abre y deja
pasar a otro. Y la Virgen cuando ve a uno de éstos, le hace una señal
para que se esconda; y después cuando han pasado todos, Pedro cierra y
se hace de noche y la Virgen desde la ventana lo llama y lo hace entrar
por la ventana.
Es un relato popular, pero es muy bonito: perdonar con la Madre al
lado. Porque esta mujer, este hombre que viene al confesionario, tiene
una Madre en el cielo que le abrirá la puerta y lo ayudará en el momento
de entrar en el cielo. Siempre la Virgen, porque la Virgen nos ayuda
también a nosotros en el ejercicio de la misericordia. Doy las gracias
al cardenal por estos dos signos: las llaves y la Virgen. Muchas
gracias.
Les invito –es la hora– a rezar el ángelus juntos: “Angelus Domini…” (Bendición)
¡No digan que los ladrones van al cielo! ¡No lo digan!” (risas)