Rafael María de Balbín
Allí donde haya una sociedad, de
cualquier índole que sea, hace falta una autoridad, que encauce las
energías y los esfuerzos de los miembros hacia el bien común, que es un
bien para todos
La falta de autoridad origina que los
esfuerzos individuales sean dispersos y caóticos, cuando no opuestos
entre sí. Y esto vale para una familia, una empresa productora, un
municipio, un país y una comunidad supranacional.
«La Iglesia se ha confrontado con
diversas concepciones de la autoridad, teniendo siempre cuidado de
defender y proponer un modelo fundado en la naturaleza social de las
personas» (Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 393).
La doctrina de que la autoridad es
natural y necesaria para cualquier sociedad responde a la enseñanza
bimilenaria del cristianismo acerca del orden social. «En efecto, como
Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad
puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con
un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en
toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una autoridad que,
como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto,
del mismo Dios, que es su autor». (S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 269; cf. León XIII, Carta enc. Inmortale Dei, 120).
En la sociedad política es evidente la
necesidad de la autoridad, en razón de las tareas que le corresponden,
como elemento insustituible de la convivencia civil (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1897; S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 279).
Que la autoridad política sea siempre
necesaria no legitima el poder absoluto ni la tiranía. «La autoridad
política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin
suplantar la libre actividad de los personas y de los grupos, sino
disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común,
respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y
sociales. La autoridad política es el instrumento de coordinación y de
dirección mediante el cual los particulares y los cuerpos intermedios se
deben orientar hacia un orden cuyas relaciones, instituciones y
procedimientos estén al servicio del crecimiento humano integral».
(Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 394).
Hay unas exigencias jurídicas y morales
para el ejercicio de la autoridad política, «en efecto, así en la
comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe
realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar
el bien común, concebido dinámicamente, según el orden jurídico
legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los
ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer» (Concilio Vaticano
II, Const. past. Gaudium et spes, 74). Y si no se respetan esas exigencias no hay ninguna obligación en conciencia de obedecer.
El pueblo tiene la facultad soberana de
elegir a sus gobernantes y de fiscalizar su gestión y «conserva la
facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes
y también en su sustitución, en caso de que no cumplan
satisfactoriamente sus funciones. Si bien esto es un derecho válido en
todo Estado y en cualquier régimen político, el sistema de la
democracia, gracias a sus procedimientos de control, permite y garantiza
su mejor actuación» (Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 395).
Son imperativos de justicia, no de mera
popularidad. «El solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente
para considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad
política» (Cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus Annus, 46; S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terries, 271).