Guillaume Derville
La fiesta de San José pone ante
nuestra mirada la belleza de una vida fiel. José se fiaba de Dios: por
eso pudo ser su hombre de confianza en la tierra para cuidar de María y
de Jesús, y es desde el cielo un padre bueno que cuida de nuestra
fidelidad
San José, vir fidelis et iustus (cfr. Pv
28,20), era fiel y justo por el amor que llenaba su alma y le hacía
amar los caminos que la Providencia divina había trazado para él. «José
se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó
reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese
grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera
sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios
sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en
contradicción con los planes humanos».
San José debió renovar su fidelidad a lo largo del andar humano del
Verbo divino: en la sorpresa de la anunciación, durante el censo en
Belén, al afrontar la huida a Egipto, y también cuando el niño estuvo
perdido en Jerusalén y lo encontró en el templo... Con obediencia
inteligente, rápida y alegre, hizo lo que Dios le pidió.
A lo largo de la existencia, la
fidelidad se renueva. Una persona casada renueva su amor cada día, y de
modo especial en algunos aniversarios. Así ese amor crece siempre más.
Cuando se sigue una llamada de Jesucristo, se actualiza también una
decisión de entrega por amor. Cuando se dice que sí por primera vez a la
llamada, no se sabe todo lo que Dios va a pedir, pero uno ya quiere
darse del todo y para siempre.
Una fuerza que conquista el tiempo
«Como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu Señor» (Mt 25,21).
El final de la parábola de los talentos pone en relación la fidelidad
con la alegría del Señor, después de subrayar la importancia de las
cosas pequeñas. La fidelidad lleva de lo más pequeño a lo más grande,
del cuidado de lo que nos está encomendado en la tierra hasta la gloria
eterna. La fidelidad consiste en el cumplimiento de aquello a lo que uno
se ha comprometido; es una virtud unida a la veracidad y a la
fiabilidad, porque hay una coherencia entre la palabra dada por una
persona fiel y sus acciones. Pero la fidelidad que abre las puertas del
Cielo va más allá de esa simple conformidad y abarca la totalidad de la
existencia: es una virtud que se prueba en el tiempo, desde la claridad
de la propia identidad personal y de las relaciones con Dios y con los
demás. La fidelidad tiene, pues, un aspecto dinámico: la existencia
humana está sujeta a cambios, y la fidelidad es como una fuerza que
conquista el tiempo, no por rigidez o inercia, sino de un modo creativo,
integrando las nuevas circunstancias de cada día en su compromiso y
dando así continuidad, seguridad y fecundidad a la existencia, para
entrar en la felicidad del Cielo. En definitiva, «la fidelidad es la
perfección del amor» y redime el tiempo (cfr. Ef 5,16).
La Escritura muestra cómo el aspecto
incondicional de la fidelidad es una respuesta a la fidelidad de Dios.
La Alianza con Dios, la fidelidad de Cristo, son fundamentos y modelos
de la fidelidad humana. Toda fidelidad auténtica está unida a la primera
fidelidad, la de Dios, y a su vez existe una íntima relación entre la
fidelidad a Dios y la fidelidad a los demás.
Dios tiene un plan para cada persona,
aunque esta no lo conozca ni siempre tenga conciencia de que Dios
premiará la fidelidad a su vocación y misión, que hace de ella un ser
recreado por la gracia. «Al vencedor le daré del maná escondido; le daré
también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre
nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2,17). Una
piedrecita blanca se daba a los vencedores de los juegos deportivos; una
piedrecita blanca servía en los tribunales para absolver al acusado;
una piedra marcada servía como billete de entrada a las fiestas
privadas. Mi fidelidad me hará vencedor y me permitirá entrar en la
fiesta divina, purificado por la gracia: «bienaventurados los llamados a
la cena del Cordero» (Ap 19,9). El objeto de mi fidelidad es participar en la vida de Dios, con la plena instauración de un Reino que es amor.
Dios es fiel
El Antiguo Testamento hace hincapié en la fidelidad de Dios, señalando que es emet y hesed,
verdadero y misericordioso: su misericordia es tan grande como el
Cielo, y su fidelidad, como desde la tierra hasta las nubes (Cfr. Sal 53; Dt 7,9; 32,4; Is 49,7; Sal 144,13).
La fidelidad va unida a la revelación de Dios. Al decir su nombre, Dios
revela, al mismo tiempo, su fidelidad, que es de siempre y para
siempre. Lo es respecto al pasado, pues es el Dios de nuestros padres;
lo es para el porvenir, porque estará siempre con nosotros (Cfr. Ex 3,6.12).
«Dios, que revela su nombre como “Yo soy”, se revela como el Dios que
está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo».
Dios está siempre presente y siempre mantiene sus promesas.
De aquí la importancia de tener conciencia de la presencia de Dios, una
de las primeras cosas que se aprenden en la vida interior: las
oraciones jaculatorias, las miradas a las imágenes de la Virgen son
modos concretos de actualizar en el trabajo esa presencia de quien nos
ha elegido, nos ha creado, nos mantiene en el ser, nos mira con amor de
Padre. La fidelidad de Dios es consecuencia de ese amor, es decir de su
mismo ser: «Dios, “El que es”, se reveló a Israel como el que es “rico
en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino».
Cuando somos fieles, nos parecemos más a ese Dios que es amor y siempre
fiel. «Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad,
dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo
divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió −si se me
permite hablar así− la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor
Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad».
Nuestra fidelidad se apoya en la fidelidad de Dios
Los cristianos mantenemos firme la confesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa (Cfr. Hb 10,23; 11,11) y nos llamó: «El que os llama es fiel, y por eso lo cumplirá. Él es el fundamento de nuestra fidelidad» (1 Ts 5,24).
San Pablo no duda en aplicar esa fidelidad divina a la de Jesucristo:
«pero el Señor sí que es fiel y Él os mantendrá firmes y os guardará del
Maligno» (2 Ts 3,3). Afirmamos que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre: «Iesus Christus heri et hodie idem, et in sæcula!» (Hb 13,8).
Nuestra vida no es siempre fácil, no es
un camino de rosas. Dios cuenta con el sufrimiento como parte de toda
fidelidad; lo enseña San Pedro: «incluso los que tengan que sufrir de
acuerdo con la voluntad de Dios, que encomienden sus almas al Creador,
que es fiel, mediante la práctica del bien» (1 Pe 4,19). Estamos
marcados por las consecuencias del pecado original. Nuestra fidelidad se
construye en particular desde la aceptación de nuestras culpas y
nuestra petición de perdón: «si confesamos nuestros pecados, fiel y
justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda
iniquidad» (1 Jn 1,9). Esto es esencial en nuestra vida: para ser
fiel es necesario reconocer las faltas personales, pues necesitamos una
purificación del corazón. Si al acercarnos al Señor no empezásemos
diciendo «mea culpa», como hacemos en la Santa Misa, no llegaríamos a nada.
Nuestra fidelidad es respuesta a una
llamada de Dios, que es fiel y nos quiere divinizar dándonos el Espíritu
Santo. San Pablo expresa muy bien cómo el sentido vocacional de nuestra
existencia se desarrolla desde esa fidelidad divina: «fiel es Dios, por
quien fuisteis llamados a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor
nuestro» (1 Cor 1,9; 10,13). De Dios no nos vendrá nunca la desilusión. Sólo Él merece un amor absoluto, pues ese amor va más allá de la muerte.
Dios es bueno
Para ser auténticamente fieles, también
en las circunstancias difíciles, hemos de darnos cuenta de verdad de que
Dios es infinitamente bueno. Esta maravilla se descubre en la oración,
en los sacramentos, en el trato con los demás. Hay un primado absoluto
de la gracia, don del Dios de misericordia, que vivifica toda fidelidad:
«nos diligimus, quoniam ipse prior dilexit nos» (1 Jn 4,19),
nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Nos ama Dios Padre
amantísimo, que nos envió a su Hijo Jesús. «Tanto amó Dios al mundo que
le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
La fidelidad se fundamenta en el amor de
Dios y es la perfección del amor. «El amor de nuestra juventud, que con
la gracia de Dios le hemos dado generosamente, no se lo vamos a quitar
al pasar los años. La fidelidad es la perfección del amor: en el fondo
de todos los sinsabores que puede haber en la vida de un alma entregada a
Dios, hay siempre un punto de corrupción y de impureza. Si la fidelidad
es entera y sin quiebra, será alegre e indiscutida».
Dice el Señor que el Espíritu Santo acusará al mundo «de pecado, porque no creen en mí» (Jn 16,9).
Podemos entender esa afirmación como referida no solo al hecho de no
creer que Jesucristo es Dios y hombre verdadero, sino también al
“pecado” de no confiar plenamente en su amor por nosotros. Quizá no
llegamos a incorporar plenamente en nuestra vida esas palabras, algo
misteriosas, de San Pablo: «quod autem nunc vivo in carne, in fide vivo Filii Dei, qui dilexit me et tradidit seipsum pro me» (Gal 2,20).
Es bueno, pues, que nos preguntemos: la vida que vivo ahora en la
carne, ¿la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí
mismo por mí?
Creer en el amor de Dios
Tenemos fe, por don de Dios, y por ella
sabemos que Dios es amor y que ese amor se ha manifestado máximamente en
el amor de Jesús, que murió por cada uno de nosotros, se nos entrega en
la Eucaristía y nos acompaña en todo momento como amigo y hermano. Por
esto, verdaderamente, podemos decir con san Josemaría esas tres palabras
que condensan un pensamiento de San Pablo: omnia in bonum! (cf. Rm
8,28), pues queremos amar a Dios, y para los que le aman todas las
cosas cooperan de algún modo al bien, aunque no siempre lo entendamos.
Creer en el amor de Dios es tan fundamental que san Juan resume así la
experiencia de los Apóstoles en el trato con Jesucristo: «nosotros hemos
conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).
«La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz,
en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo».
El rostro de ese Amor se nos manifiesta en Jesucristo, en su entrega
por nosotros, para nuestra salvación. El Papa Francisco, hablando de san
Pedro, comenta que quizá la más grande tentación del demonio era
insinuar en él «la idea de no considerarse digno de ser amigo de
Jesucristo, porque le había traicionado». Pero el Señor es fiel. «La
amistad −añade el Papa− posee esta gracia: que un amigo que es más fiel
puede, con su fidelidad, hacer fiel al otro, que quizá no lo es tanto. Y
si se trata de Jesús, Él tiene, más que nadie, el poder de hacer fieles
a sus amigos».
San Josemaría unía esa seguridad del
amor divino con el hondo sentido de la filiación divina: «qué confianza,
qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades,
sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede».
Sin embargo, creyendo esto, tantas veces nos ponemos nerviosos, nos
inquietamos ante las dificultades, ante nuestros fallos y limitaciones,
ante las contrariedades, ante las incomprensiones. Esto es humanamente
lógico, pero es señal de que aún no creemos plenamente que, en todo
momento, Dios nos acompaña con un amor infinito, que todo lo sabe y que
todo lo puede: Él es «interior intimo meo»,
más íntimo a mí que yo mismo. «Vivir de la fe: esas palabras que fueron
luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven
realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de
Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley
que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una
recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios
vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó
inesperada, sorprendente».
Si nos inquietamos demasiado, significa que, en el fondo, la seguridad y
la paz −que todos naturalmente deseamos− la ponemos de hecho, en cierta
medida, aún en nosotros mismos: en que las cosas nos vayan bien, en que
la salud sea buena, en el trabajo que nos conviene, en el aprecio de
los demás... incluso en el apostolado. ¿Y Jesucristo? Aún tenemos ese
«pecado» del que sólo el Espíritu Santo nos puede, primero, «convencer»
(argüir), y luego curar mediante la perfección de la caridad: así
creeremos plenamente en el amor del Señor.
San Agustín comenta las palabras del
Señor en el evangelio de san Juan afirmando que Dios pondrá en nosotros
el amor que necesitamos: «[Jesús] dijo: “Él [el Espíritu Santo] argüirá
al mundo”, como si dijera: Él derramará la caridad en vuestros
corazones».
La plenitud de la caridad es la santidad, a la que solo llegaremos en
el Cielo. Con la gracia del Espíritu Santo y nuestra generosa
correspondencia, ya en esta vida podemos crecer más y más en la fe que
obra mediante la caridad. Para este crecimiento, es preciso anclar toda
nuestra seguridad en el amor de Dios.
Con la fuerza de la caridad
La fe en el amor de Jesucristo nos
conduce a un descanso lleno de amor en la Trinidad Beatísima. Nada mueve
tanto a amar como el saberse amado por ese Dios que nos quiere hacer
entrar en la corriente trinitaria de su Amor. Con la medida de nuestro
amor a Dios, con la fe en su amor por todos y cada uno, amamos a los
demás viendo en ellos personas amadas por Dios. Es la caridad la que da
vida y fuerza a las obras; sin caridad, las obras en favor de los demás
se reducen a un altruismo o un egoísmo encubierto: «aunque repartiera
todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo
caridad, de nada me aprovecharía. La caridad es paciente, la caridad es
amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es
ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no
se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,4-7).
¿Cómo llegar a esa caridad? «No es
posible amar a la humanidad entera −nosotros queremos a todas las almas,
y no rechazamos a nadie− si no es desde la Cruz».
Solo desde la Cruz es posible amar a la humanidad entera. La cruz lleva
a olvidarse de sí mismo, lo que a su vez no es posible sino por amor a
Dios, sabiéndonos amados por Él. «Un mandamiento nuevo os doy: que os
améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a
otros» (Jn 13,34-35).
En los momentos en que desaparecen los
motivos humanos de seguridad y alegría, es decisiva la fe en el amor de
Dios, un amor que solo se ve con los ojos de la fe: «la conciencia de la
magnitud de la dignidad humana −de modo eminente, inefable, al ser
constituidos por la gracia en hijos de Dios− junto con la humildad,
forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las
que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una
verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se
pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o
más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la
propia flaqueza y miseria».
Felicidad
Nuestro amor se apoya en la fe en el
amor divino. La libertad está integrada en la fidelidad, puesto que no
hay perseverancia auténtica sin amor. Solo por ese amor se mantiene la
fidelidad: «enamórate y no “le” dejarás».
Y con la fidelidad, la alegría, también cuando se presenta el
sufrimiento físico o espiritual: con la fe en el amor divino, «un hijo
de Dios, un cristiano que viva vida de fe, puede sufrir y llorar: puede
tener motivos para dolerse; pero, para estar triste, no».
La «primera canonización» fue la del
buen ladrón. Unas pocas palabras del Señor en la cruz, desde donde amaba
al mundo entero, dando su vida para la salvación de todos los que
aceptarían la gracia, nos enseñan que fidelidad rima con felicidad. «La felicidad –decía san Josemaría– es fidelidad al camino cristiano».
En efecto, la fidelidad es un estar siempre con Jesús y no dejarle
nunca. En el Cielo, viviremos ese gran misterio de nuestra divinización,
seremos más plenamente hijos en el Hijo. Dirigiéndose al buen ladrón,
profetiza nuestro Señor: «hodie mecum eris in paradiso» (Lc 23,43):
estará ese mismo día con Jesús en el paraíso. Paraíso es una palabra de
origen persa que significa jardín o parque: está cargada de un sentido
de felicidad. De aquí que el Génesis hable del jardín del Edén (Cfr. Gn 2,8).
En boca de Jesús, anunciar al buen ladrón el paraíso es también un modo
de decirle que le espera, a su lado y de modo inmediato, la felicidad.
«Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar
plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y
encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó
siempre de paz el amable taller de Nazaret».
Guillaume Derville
Fuente: opusdei.es.